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Rencor

Año 2002
País España
Estreno 31-05-2002
Género Drama
Duración 108 m.
13 años T. original Rencor
ZINEMA.COM Dirección Miguel Albaladejo
  Intérpretes Lolita (Chelo)
    Jorge Perugorría (Toni)
  Elena Anaya (Esther)
     Mar Regueras (Natalia)
     Geli Albaladejo (Maribel)
   Guión Miguel Albaladejo
Fotografía Alfonso Sanz Alduan
Música Lucio Godoy
Montaje Pablo Blanco
Sinopsis
Chelo Zamora es una cantante venida a menos que actúa en restaurantes baratos y hoteles de playa. Mientras interpreta su repertorio en una pizzería de un pueblo turístico de la costa valencia, tropieza por azar con Toni, un delincuente de poca monta que se gana la vida alquilando los patines en la playa. Volver a encontrarse con él despierta en Chelo recuerdos de una hhistoria pasada y turbia. A partir de ese momento, no cejará en su empeño de arruinarle la vida al hombre que, según ella, la hizo arriesgar y perder lo poco que hasta entonces había conseguido. Chelo empezará a sembrar semillas de rencor y conseguirá que le despidan del trabajo, que le deje su novia, Esther, que rompa con sus amigos y, para complicar todavía más las cosas, que venga al pueblo Natalia, una mujer con la que tuvo una relación y a la que le hizo un hijo, Miguel Ángel, ahora un niño francamente insoportable.
    
Referencias
Crítica

No es Rencor una película redonda. Es una pena que Albadalejo no resuelva con todo el acierto deseable la arriesgadísima secuencia final: le sobran los atónitos habitantes del camping, le sobran sartenazos, gritos, policías, en definitiva, la injusta sensación de desaliño, atolondramiento y trazo embarullado y grueso que deja en el espectador, justo a la delicada altura del desenlace de un trabajo que, hasta ese momento, el magnífico director de La primera noche de mi vida y El cielo abierto había conducido con frescura, valentía y sutil autenticidad.

La llegada de una temperamental cantante a un pueblo costero, en el que ha sido contratada por un típico grupo-orquesta para amenizar las noches en las terrazas de los restaurantes de la zona durante el verano, y el casual reencuentro con un antiguo conocido suyo, un orondo cubano que se allí se gana el sueldo alquilando patinetes de agua, a quien, a partir de ese momento, decide arruinar la vida, pues a él, infelizmente, la ata un turbio pasaje de su vida , constituyen el eje narrativo en torno al cual giran los hechos que, poco a poco, con un pulso en el que prima una contundente y sabia claridad expositiva y con un exquisito e inusitado gusto por el detalle descriptivo, el director-guionista nos va a ir haciendo contemplar y, sobre todo, nos va a hacer sentir cercana, pasional, luminosamente.

Son identificables y verdaderos los tenderetes, las tiendas, las ferias, los camiones con bebidas, los autobuses, los futbolines, el tiovivo, y todos los elementos escenográficos que conforman el paisaje físico que aparece en el filme. Se palpa la cotidiana e inolvidable cutrez mediterránea del plato combinado y la caña chiringuitera, de la barriga pelona al descubierto y el sudor eterno, ( bien sea éste del sexo furtivo y playero, amenizado con picaduras de nocturnos mosquitos; del grosero y sinvergüenza, practicado en el asiento de atrás de un coche; del vespertino y conyugalmente ritual, interrumpido en la socorrida trastienda de un supermercado; o del mercantilizado en una roulotte oportunamente transformada en fonda para camionero generoso). Se masca el bullicio y la brisa, el escándalo de las hordas bañistas, y el recogimiento cómplice y rutinario del parchís en la madrugada...

Dicho ya sin ningún tipo de ambigüedades, Rencor destila y respira vida, porque entre el olor a sal y a calamar frito, entre el sabor a carajillo, sandía y polos se enredan inevitablemente las miserias y los designios de todos y cada uno de los personajes que transitan las callejuelas, los descampados, las carreteras y las arenas de esta película. Se cruzan por ella, por esta España de clase media, de hamaca, estampados, chanclas y bronceadores baratos, seres desesperanzados y dolidos que el director no duda en presentar escupiéndonos sus odios ocultos, reivindicando miserables cicatrices como brutales sopapos (impagable, por cierto, el que la cantante le marca al niño en lo que sin duda es lo mejor de la comentada escena final) y masticando el ritmo abolerado y triste de una inevitable, compartida derrota. Asistimos al final de un odio larvado y antiguo, que deja a los protagonistas rotos como perros apaleados sin ya más dolor que escupirse a la cara, pues, literalmente, ya han disparado todas las balas de rencor y venganza que permanecían en el cargador de sus vidas

Muy pocas veces como en ésta, el cine español de las últimas dos o tres décadas nos ha ofrecido una obra elaborada con la mira puesta tan a ras de tierra, tan a bote pronto y tan lacerantemente tierna, en donde, además de un magnífico director de puesta en escena y un certero dialoguista, Miguel Albadalejo se nos confirma como un maestro en la dirección de sus actores. Pícaro, bonachón y angustiado, Jorge Perrugorría borda un desesperado personaje. Elena Anaya, ajustadísima, muestra con gran maestría el desconcierto permanente al que está sometida la novia de éste. Ambos actores están sublimes en la doliente y bella escena de su despedida. Roberto Hernández acomete con brillantez y hondura el papel más zafio, vulgar y estúpido de toda la película, un machorro y troglodita policía municipal que desencadena el drama final. Y, sorprendentemente, en el que casi supone su debut cinematográfico, tenemos que quitarnos el sombrero ante el hallazgo de la artista que da, entrega y hace respirar vida a Chelo, la estremecedora y auténtica cantante protagonista, la inmensa y ya inolvidable actriz Lolita Flores.

Sabedora quizás del maravilloso personaje que Miguel Albadalejo le regala, Lolita arrasa con su composición de una mujer curtida y sabia, inteligente y perdedora, que va tejiendo con frialdad y desenvoltura los hilos de un demoledor ajuste de cuentas, y se apodera de la pantalla destilando por igual ráfagas de afilada mordacidad y descarado humor, de abismal desgarro y cómplice ternura –qué calculado y profundo es el duelo de silencios, roces y miradas con que se insinúa el amor que le profesa el guitarrista adolescente- y, sobre todo, regalando la que, para quien esto escribe, es una de las más hermosas secuencias que han podido ser vistas este año en la gran pantalla, la del plácido y subyugante paseo que la protagonista da por las embarradas arenas de una inesperada playa de aguas medicinales. Luz, desconcierto, un vestido ajustado, rojo, rematado en un volante, el mar, Lolita camina de espaldas y sus pasos silenciosos acarician nuestra retina ofrecidos por el elegante, imperceptible movimiento de cámara que la conduce. Un placer.

Celso Hoyo