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SARABAND
ÚLTIMO FILM DE BERGMAN

 

Ingmar Bergman dijo más de una más vez, que tras Fanny y Alexander, hace ya más de veinte años, no esperásemos más películas suyas: su relación con el cine había terminado definitivamente. Sin embargo, y afortunadamente para su público, se retractó de su declaración o, si se prefiere decir, de su amenaza (a no ser que imágenes en movimiento, fotografiadas, compuestas y montadas con un sentido artístico y visual evidente, concebidas como acciones dramáticas destinadas a la televisión, no se consideren relacionadas con el cine.)

Lo mismo dijo de Saraband, una obra estrenada recientemente en la televisión sueca. Pero esta vez existen sólidas razones para creerle, no sólo porque Bergman haya cumplido 85 años. En esta película, uno tiene la intensa impresión de estar viendo un epílogo de su existencia, de sus temas, de su arte: su testamento tanto como ser humano como cineasta profesional. Tras Saraband, no hay nada más que añadir. El título hace alusión al cuarto movimiento de la suite número cinco para violonchelo de Johann Sebastian Bach, un motivo musical que constituye el tono que impregna este drama: Bergman retorna a Johan y Marianne, la pareja que al final de Escenas de un matrimonio, -serie de televisión de renombre internacional, distribuida en salas de cine-, se separaba.

Los encontramos treinta años más tarde. Los actores son los mismos: Erland Josephson y Liv Ullmann. Unas manos levemente temblorosas indican que el primero, (de 80 años de edad), padece la enfermedad de Parkinson. Pero su interpretación y su elocución son más brillantes y contundentes que nunca, y Ullman, con 64 años, es su partenaire perfecta.

Cuando comienza la historia, Marianne no ha tenido ningún contacto con Johan en todo este tiempo. Está sentada a la mesa, y sobre ella se extienden una serie de fotografías que ilustran la vida en común de ambos: ella comienza a hablar directamente a cámara, a nosotros los espectadores. Abogada especialista en divorcios, todavía en activo, nos cuenta como, por un repentino impulso, decide visitar a Johan. Tras haber heredado una fortuna, y con más de ochenta años, ahora él es un profesor de psicología jubilado que vive sólo en una casa de campo, a la orilla de un bonito lago. Parece que sigue siendo tan egocéntrico, narcisista y pueril como antaño, el intelectual emocionalmente congelado de Pasión y de Gritos y Susurros. Ella, por el contrario, siendo veinte años más joven, se nos muestra como una persona mucho más madura, afectuosa y dulce, que acepta con filosofía el envejecimiento y el hecho de haber sufrido una extirpación de útero y ovarios. A diferencia de Johan, ella sí sabe escuchar.

A pesar de la distancia, parece que precisamente la llegada repentina de Marianne a casa de Johan provoca el inicio de un drama familiar, doloroso y cruel, una lucha de poder cruda y amarga, ( un fenómeno nada extraño en el universo de Bergman, habitado aquí como tantas otras veces en el pasado por una burguesía acomodada, desavenida y neurótica.) No obstante en esta ocasión los desórdenes fluyen más profundamente que en el pasado, avenando el incesto, una tentativa de suicidio profusamente detallada y una grave psicosis.

Hay otros tres personajes principales, dos vivos y un tercero ya fallecido. Henrik, hijo de Johan (pero no de Marianne), de 61 años de edad, es profesor jubilado anticipadamente y un consumado violoncelista. Vive en una casa de los alrededores, con su hija, la nieta de Johan (Julia Dufvenius): Henrik está preparando su carrera como violoncelista para conciertos, y le enseña la música de Bach mientras la mantiene unida a él de un modo malsano. Un tema familiar de las películas de Bergman: el vampirismo del artista, pero en esta ocasión de un modo incestuoso, sugerido más que discretamente. Un tercer personaje, la mujer de Henrik y madre de Karin, Anna, murió de cáncer dos años antes. Pero su presencia es continua a través de un retrato fotográfico en blanco y negro que ocupa un papel central en toda la imaginería del drama; domina el encuadre en más de una toma y acoplado a la relación entre padre e hija, crea la sensación de que Henrik ha transferido de un cierto modo a su hija el amor por su esposa muerta y su profunda necesidad de Karin es mostrada como un proceso emocional y psíquico muy alejado de un comportamiento normal.

El mismo Bergman ha denominado este drama "un concerto grosso para cuatro instrumentos", y lo dividió en diez breves actos, en los que tanto las situaciones como el método narrativo recuerdan a un gran número de sus películas: un reducido grupo de personajes, decorados confinados y claustrofóbicos, agresiones, acusaciones y un odio angustiosos que manan mediante intercambios verbales venenosos; éstos, al menos para los oídos suecos, tienen un sabor eminentemente literario pero en ningún caso disminuye el impacto psicológico, emocional y dramático. El talento excepcional para la composición visual permanece intacto, así como la intuición que encuentra el instante exacto en el que un plano general, (filmado por la cámara como si fuese una máquina de rayos X o un detector de mentiras), descubrirá la máscara defensiva del personaje y pondrá al desnudo su intimidad más profunda.

Una vez más la proverbial capacidad del cineasta para inspirar a sus actores se manifiesta de modo evidente. Haciendo las veces de observadora, oyente, terapeuta y mediadora, Ullman proyecta una autoridad natural que comienza y toma fin en forma de prólogo y epílogo, formalmente audaz, dirigiéndose a nosotros los espectadores. Josephson y Ahlstedt ( el tío Karl Ekdahl de Fanny y Alexander) se superan en un enfrentamiento entre Johan y Henrik, de una intensidad y gravedad monstruosas y aterradoras de las que brota el desprecio despiadado de un padre hacia su apabullado hijo. Su relación está envenenada por la humillación y el odio. En otro cara a cara, esta vez entre Henrik y Karin, interpretado impecablemente por Dufvenius, (el nuevo descubrimiento de Bergman), la hija que ha sido sometida a abusos y violada "por amor", exige por fin su libertad y su derecho a elegir su propio futuro. Es inevitable pensar en Sonata de Otoño, donde Bergman parecía proyectar a través de la madre y célebre pianista interpretada por Ingrid Bergman su mala conciencia de artista respecto a las relaciones con sus hijos. De algún modo se arrepiente en Saraband, donde el personaje de la hija lucha por zafarse de la sofocante dependencia del padre y de la obsesión posesiva y destructora de éste que desea determinar la vida de su pequeña.

Numerosos personajes y episodios de guiones, películas y series de televisión de Bergman tienen sus raíces en las propias experiencias del director, fundamentalmente durante su infancia y juventud. Independientemente del número de protagonistas, su trabajo siempre ha sido un reflejo de él mismo, de sus conflictos y sus crisis psicológicas, morales, religiosas e intelectuales. Pocos cineastas han utilizado del mismo modo el medio cinematográfico como un instrumento de auto-examen, de auto-terapia, con el fin de exorcizar el pasado y lavar el sentimiento de culpabilidad.

Sucede lo mismo en Saraband, quizás todavía más dado que el film se muestra como un balance y una intervención por parte de Bergman. Es posible afirmar, que aquí, como en tantas otras ocasiones anteriores, todos los personajes representan las diferentes facetas del propio cineasta. Por ejemplo, existe un interesante y conmovedor efecto de espejo entre Henrik y Bergman en un documental sobre el rodaje de Saraband, programado por la televisión sueca la víspera del estreno. En Saraband, Henrik dice que cree que encontrará a su amada Anna cuando muera. Bergman se quedó viudo de un modo trágico hace ya algunos años, cuando su esposa Ingrid von Rosen murió de cáncer; está claro, tanto por testimonios de aquellos que lo conocen bien como por sus memorias publicadas, que todavía llora intensamente su pérdida. En el documental, con Josephson y Ullmann a su lado, expresa su ferviente convicción de que la encontrará en el más allá. Existe a pesar de todo un momento sorprendente en la película en el que los rayos de luz que atraviesan la vidriera de una iglesia para iluminar a Marianne parecen haber perdido todo su poder trascendental.

Esta escena, la lectura de una carta rodada en un plano general, las miradas continuas sobre la fotografía de la esposa muerta y el estilo desnudo, minimalista, a menudo austero de la puesta en escena y del aspecto visual recuerdan, entre otras, a Los Comulgantes, Escenas de un Matrimonio, Fresas Salvajes ( el viejo profesor forzado a enfrentarse a su existencia), La Hora del Lobo (la vulnerabilidad del artista, los demonios interiores, el miedo a la muerte), Gritos y Susurros (Agnès muriendo de cáncer), Sonata de Otoño (como ya se ha dicho) y En Presencia de un Payaso (psicosis, hospital psiquiátrico.)

Hacia el final de Saraband, Johan se despierta a media noche (hora a la que Bergman se ha referido a menudo como "la hora del lobo"), gimiendo por la angustia y el miedo. Entra en la habitación de invitados y suplica a Marianne que le deje acostarse a su lado, y le insiste en que ambos se despojen de toda vestimenta. El se quita su camisón, en pie ante ella, ante nosotros, mientras la sombra oculta el desnudo de Marianne: un anciano suplicante, frágil, tembloroso y desnudo; juntos en la cama, después de treinta años, todo lo que se concentra en esta pareja de ancianos y un silencio mutuo incómodo, y rápidamente, ambos se giran dándose la espalda. Lo que debería haber sido un momento de consuelo se transforma en su lugar en una nueva expresión de aislamiento y desolación emocional que se prolonga hasta la secuencia siguiente, cuando Marianne visita a una de las dos hijas que tuvo con Johan.

Al reunir los motivos, los temas, los protagonistas y las figuras de estilo características del arte de Bergman, Saraband, que en ocasiones sucumbe ante lo teatral y ante lo literario, es sobretodo un drama a veces conmovedor y a veces aterrador sobre la culpabilidad, el horror de envejecer, los consiguientes pensamientos acerca de la muerte, la necesidad de ser reconfortado y de reconciliación con el pasado. Y sin restarle importancia, también es una película sobre las relaciones entre padres e hijos.

En este último contexto, Bergman deja a su heroína bajo un apunte muy oscuro. Hasta ese momento, sólo los hombres, Johan y Henrik han sido vistos a través de una luz negativa, como extremadamente egoístas, posesivos, sujetos de los que apiadarse; al contrario, las mujeres, Anna, Karin y la narradora Marianne han sido objeto de retratos idealizados en mayor o menor medida y compasivos. Ahora el momento de la verdad de Marianne ha llegado, el día de su ajuste de cuentas. Una de las dos hijas está físicamente ausente porque vive en Australia; la otra, Martha, mentalmente ausente, está confinada desde hace años en una institución psiquiátrica. Es importante resaltar que el hecho de que aunque las hijas hubieran existido o hubieran sido mencionadas en Escenas de un Matrimonio, nunca fueron presentadas visualmente, lo que empujó a algunos detractores feministas de Bergman a ver en esta ausencia un reflejo de la actitud del cineasta hacia su propia prole (tiene ocho hijos.)

De vuelta a la mesa del comienzo del film para concluir la acción, Marianne nos dice que ha visitado recientemente a Martha. En un breve flash back, la vemos sentada ante una mujer de unos treinta y tantos años, muda, envarada, que abre los ojos un par de segundos en respuesta a la caricia de su madre, y vuelve a cerrarlos, prisionera de su mundo, catatónica, inalcanzable. Cámara sobre Marianne en su mesa, último plano. Atrae nuestra atención sobre un "hecho enigmático... Por primera vez en nuestras vidas, he sentido que conmovía a mi hija. Mi niña" Mirando directamente a cámara exactamente como Harriet Andersson fijaba en nosotros su mirada cincuenta años antes al final de Un Verano con Mónica, ella comienza a llorar.


Texto: Saraband. L’ultime somme

Autor: Jan Aghed

Publicación: Revista Positif. Febrero 2004. num. 516

Traducción del francés: Esmeralda Barriendos

Sitio web del editor: www.jmplace.com


 

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