| películas | crónica | festivales | premios | textos |

POR LEJANO
QUE SEA

 

Primeros planos o planos cercanos cuyos fondos aparecen inexorablemente borrosos o carentes de perspectiva, la mayoría de las películas de hoy tienden de un modo trágico a unificarse en torno a un plano medio. Nuestra mirada flota a menudo entre una especie de torpeza frente a actores reducidos a cabezas parlantes, forzados en el mejor de los casos a interpretar la histeria para luchar contra personajes que, privados de inmediato de margen de maniobra, se revelan desencarnados.

Líneas de fuga, descubrimientos, escapadas, profundidades, todo ello desaparece de las pantallas; modalidad de dirección, esfera del relato, mediación de lo visible, el espacio se enrarece ante nuestros ojos como piel de zapa. Los filmes a duras penas exploran un país que se manifiesta todavía más lejano. En su lugar, se desarrolla un sector que hace de la reconstrucción su ideal, donde el decorado establece los límites de la puesta en escena de un guión esperado, y que los espectadores visitan como turistas, sin riesgo, del mismo modo en que los grupos llegan a Las Vegas al final de Casino. En un mundo tan cerrado, las películas se repliegan sobre un único valor del plano, espejo del espectador, reduciendo hasta el confinamiento la esfera de lo privado, expulsando a la alteridad, a un tiempo ámbito de lo político y de lo ético: la producción contemporánea es esencialmente agorafóbica e uniforme. El cine ya no es entonces esa promesa de otro horizonte, de otra visibilidad. La televisión ha terminado por marcar esa pauta de interiorización de una forma única tanto en las miradas como en los modos de producción de los filmes; es decir, una televisión que ha hecho del retrato, -cuya fortuna icónica permanece inseparable del desarrollo industrial de la burguesía-, la medida de toda representación hasta la caricatura, reemplazando el rostro por la fisonomía. Periodistas, animadores, políticos, personajes de series toman prestado el rostro único del presentador: inmutablemente encuadrado en el centro de la imagen, concentrado en la retórica de sus gestos como simulacro de una diferencia, no es más que el exponente de lo que Armand Robin denominaba "la falsa palabra".

El plano medio nunca fue mejor nombrado: es la constante que iguala al espectador en un trámite indiferenciado, apropiado para la circulación de la economía de consumo y para la administración del poder bajo el espejismo de un presente eterno. Este enrarecimiento del espacio es inseparable de su instrumentalización por la comunicación que hace desaparecer la realidad del territorio, sin hablar de la materialidad de la tierra, bajo la cubierta de la emisión vía satélite. Obedece al fantasma mabusiano de una mirada panóptica que ejerce su dominio aspirando a la abolición de cualquier distancia, en la que las víctimas son torturadas por un dispositivo de espejos, trampantojos y anteojeras. Su emblema es ese plano más que difundido por la televisión durante la guerra del Golfo que mostraba ante miles de espectadores, en directo y en tiempo real, el punto de vista de la bomba hundiéndose sobre su objetivo. Este movimiento de focalización continuo, esta pulsión escópica inagotable centrada en la aniquilación es hoy la figura dominante de la descripción del espacio, ya sea en los videojuegos, en la animación virtual, la simulación con fines pedagógicos e incluso en algunas películas como Barton Fink.

Sin embargo, si el cine constituye una memoria viva de los cuerpos, los rostros, una memoria apresada por el olvido y puesta en libertad por uno mismo, si consigue desplazar nuestra mirada, si consigue aparecer como núcleo de resistencia, es porque despliega un campo de visión que lejos de cercar al espectador sobre sí mismo, le atraviesa permitiendo otros mundos posibles que aún revelándose como experiencias temporales, no por ello dejan de inscribirse en una experiencia del espacio donde se dibujan nuestro modos de habitar el mundo.

MONTAÑA

A menudo recordamos esta frase de Ernst Lubitsch citada en 1982 por Jean-Luc Godard al final de Carta a Freddy Bouache: "Si sabe filmar las montañas, filmar el agua y los campos, sabrá filmar a los hombres" Con esta declaración a la referencia latente, quizás revisada con motivo de esta película sobre Lausana en forma de propuesta que no cesa de ir a la busca y captura de la luz, de buscar su encuadre, desde lo más alto de la ciudad hasta la superficie del lago, al hilo de panorámicas improvisadas, antes de fijar al ralentí el paso de los habitantes, el cineasta se inscribe en una historia en la que la elección de un maestro de la comedia, tan a caballo entre el mudo y el sonoro como entre dos continentes, -marca no definida por él en términos de género o nacionalidad-, invita a un aprendizaje permanente del arte de filmar planteando al cine y a su espectador esta pregunta: ¿No hemos olvidado filmar a las montañas que se elevan frente a nosotros?

Extraña cuestión que compromete a la mirada ante un asombro reencontrado frente a esas masas mudas que organizan el mundo desplegado ante nuestros ojos, planteando mediante una prueba de desmesura, un problema de escala, de distancia, de encuadre, e invita a considerar una presencia permanente ante los accidentes, las intrigas, los movimientos impredecibles de los hombres (cuando todavía no son personajes ni nombres), no sin dejar filtrar una melancolía del paisaje que las películas siguientes permitirán emerger hasta lo que en 1995 JLG/JLG Retrato de diciembre considera "los paisajes atravesados", -atravesados por el cuerpo del cineasta, por la luz que golpea la emulsión-, como una patria a conquistar, la patria del negativo; en primer lugar en el orden del devenir, del devenir hombre y del devenir película ligados de modo indisociable; cuestión que reclama una necesaria confrontación en el mundo cuya apuesta explícita es "encontrar el inicio de la ficción", algo que no funciona sin reinscribir la política en una poética, lejos, muy lejos de las falsas pretensiones de todo un cine sociológico que sólo produce sonrisas.

Sería necesaria una localización sistemática para escapar a los efectos de sobredeterminación, y sin embargo no es irrelevante señalar que la montaña se erigirá al final de dos importantes películas del comienzo de los años 80. En el final absoluto de Antígona (1991) de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, tras haber mostrado fijamente a la sirvienta y mensajera relatando la muerte de Hemón, la cámara comienza una panorámica hacia la izquierda hasta encuadrar el monte, que aparece por vez primera, enviando al film hasta el contraplano de la vieja montaña; "masa de fuego solidificada", -así fue definida en Cézanne en el año 1990, dirigida hacia el teatro en hemiciclo donde se interpreta de una vez por todas el drama antiguo que nos llega a través de los tiempos como una inscripción tallada en la piedra, proyectando su fría sombra sobre un mundo amenazado por el fuego de los hombres.

En 1992, Abbas Kiarostami termina Y la vida continua... frente a una abrupta pendiente que el coche del cineasta debe subir tomando impulso en dos ocasiones; aún si la mirada terca contra esta masa árida que no deja entrever ningún horizonte en un país devastado por un terremoto y un desgarro político, el gesto de ayuda repentino que es la clave de este ascenso se convierte en la única huella de una humanidad incierta. En cada ocasión, la montaña es presentada en una distancia ambigua, a la vez próxima y sin embargo lejana, ya inexpugnable, como un resto del film, sobras últimas de la vida de los hombres; al contrario de la línea del horizonte que en el western abre el espacio, y que encarna desde ese instante un origen amenazado, -del cine, de la historia, de la humanidad-, corresponde a cada cineasta la restauración del poder, dado que ellos saben bien que "breve es el tiempo".


Fragmento del texto "Pour lointain qu’il soit"

Autores: Jean Breschand y Michelle Humbert

Publicado en la revista VERTIGO. Le Lointain. Editions Jean-Michel Place et Sueurs froides-Vertigo 1999

Traducción del francés: Esmeralda Barriendos


 

ZINEMA.COM