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LOS GESTOS
QUE SALVAN

 

El Maquinista de la General esconde un esquema en forma de cuadrícula donde arrebatos, sentimientos y trayectorias poseen su equivalente visual inmediato, un arte de la correspondencia entre el estado del corazón, el estado del cuerpo y el estado del plano. Sirva como ejemplo canónico el siguiente: Buster sentado sobre las ruedas de su locomotora, movimiento circular de la melancolía. El Maquinista de la General, o cómo al final de un largo periplo, la bella Anabel cae en los brazos del maquinista Johnny Gray, quien inventa por el camino una de las más intensas coreografías amorosas nunca vistas.

¿Por qué, de entre todas las imágenes de la película, en especial nos gusta recordar concretamente los gestos de un Keaton enamorado? ¿Y por qué nos fiamos de sus gestos en primer lugar? En el cine, éstos se despliegan en el espacio que se da al plano, que se regala a la memoria. El Maquinista de la General ilustra de maravilla esta insistencia memorial, exhibiendo a través de la gracia geométrica la conexión que, entre el interior (el estado del alma) y el exterior del cuerpo (el campo), asegura esas protuberancias que son los movimientos y las actitudes. A partir de ahí cobra sentido esta proposición elíptica muy keatoniana, en la que el término mediano se silencia pero se muestra en toda su evidencia: un hombre enamorado es un tren que circula por sus raíles. Unión y armonía, expuestas en un gesto único, lo vivo y lo material.

La historia del cine es una historia de los cuerpos, que transgrede la simple identificación. Entre ellos, con nosotros, las películas sostienen una relación epistolar; ofrecen un depósito de gestos donde obtener la materia de una sociabilidad itinerante con el cuerpo. De ahí la posibilidad de establecer un diálogo tanto entre los gestos como entre las imágenes. De ahí también surge a continuación la libertad de retener ciertos cuerpos y ciertas actitudes, de proponerles hermanamientos y cooperaciones, en nombre de la seguridad de que todos ellos participan de una misma historia, que todos viajan en el mismo tren, -y Keaton en su locomotora-. De El Maquinista pasamos a La Huída (The Getaway) de Sam Peckinpah. Visto hoy, ¿qué circula entre un monumento al cine mudo y una novela policíaca de los setenta?

Sin duda comparten algo sencillo, una ronda sentimental alrededor de la idea del bienestar entre dos personas, y de la euforia silenciosa, incluso cuando todo va mal. Se hablan directamente aprovechando un puñado de situaciones en las que se desvela un idéntico modo de vida burlesco e idénticas mímicas amorosas; Cuando Johnny observa a Anabel colocando ramitas en la caldera de la locomotora mientras sería necesario echar unos troncos, y le acerca un pedazo tan grande como una cerilla, que ella hornea satisfecha; Cuando Carol (Ali MacGraw), enloquecida, arranca demasiado rápido el coche que debe ponerles a salvo sin dejar a Doc (Steve McQueen) el tiempo suficiente para que suba. En ambos funciona una misma mecánica, una idéntica preocupación por la correspondencia entre el gesto, la estructura del espacio, la morfología del plano. En el cine de Keaton, una equivalencia estricta: transporte amoroso / transporte ferroviario; en el de Peckinpah, una correspondencia negativa: la categoría absoluta de la pareja / los sucios paisajes que atraviesan.

De una a otra película, circula la idea de un gesto que salva el plano: el olvido (porque nos emociona) y la indiferencia posible entre el espacio y los que lo habitan (porque de un modo u otro afecta a la geografía que lo puebla.) En el fondo, sólo este tipo de películas importan, las que confían en los cuerpos y en los gestos para modelar el plano, las que reafirman una solidaridad con el entorno circundante. Esto excluye todo un cine de ademanes inconsecuentes en el que la imagen no se decide por el que / los que lo ocupan, sino que surge por generación espontánea, solapándose sobre lo vivo. El programa de El Maquinista de la General no es nada más que el elogio de este saludo, en tanto que existe demasiada agitación, donde algo surge como amenaza, una conmoción, un descarrilamiento.

Frente a este peligro, la certeza suprema de que el gesto amoroso salvará a los cuerpos. Y todo esto sólo mantiene la promesa de continuar juntos frente al desastre.

"Mantente firme; incluso si el mundo pereciese, incluso si nuestro ligero cabriolé desapareciese bajo nosotros, estrechado uno entre los brazos del otro, continuaríamos planeando sobre la armonía de las esferas" (Kierkegaard, Diario de un seductor)


Texto: Les gestes qui sauvent.

Autor: Jean-Philippe Tessé

Publicación: Cahiers du cinéma. Febrero 2004. Num.587

Sitio web: www.cahiersducinema.com

Traducción del francés: Esmeralda Barriendos


 

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