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EDWARD YANG Y SU TIEMPO
POR OLIVIER ASSAYAS

 

A Kailli y Sean

¿Por dónde debo comenzar? Quizás, para ser sincero, por el sueño en el Edward Yang se me apareció hace algo más de dos semanas después de su muerte, con esa realidad sobrecogedora de los desparecidos que se nos manifiestan a través de los sueños.

Todavía hoy puedo sentir la emoción que desde ese momento no me ha dejado en paz. Podría incluso decir que me ha atormentado, y hoy es esa emoción la que me hace escribir estas líneas.

O bien comenzar por aquella noche de septiembre de 2000, cuando descubrí YiYi en París, en una sala abarrotada. Me dije a mi mismo que Edward Yang, en ese instante, logró lo que consciente o inconscientemente había buscado desde el primer día: la unión entre un cine independiente chino (en la época en la que lo conocí, 1984, todavía estaba por inventar) testimonio de las espectaculares mutaciones históricas de la sociedad, y la historia del cine moderno, la que comenzó con la Nouvelle Vague francese y cuyo pálpito suena en París.

Tras algunas películas, -A Confucian Confusion (1994), Mahjong (1996)-, Edward Yang se situó altiva y radicalmente, fuera del marco del cine taiwanés contemporáneo que, sin embargo y de modo determinante, había contribuido a inventar. Sin lugar a dudas, ni su circuito, ni su medio, ni su política le convenían ya.

El programa de la generación de cineastas a la que pertenece, surgido a mediados de los años 80, cuando el régimen autoritario de Guomindang había llevado a cabo su perestroica particular, consistía en recuperar el tiempo perdido, suplir el vacío de los años de ley marcial donde la historia contemporánea, imposible de contar, había sido reprimida, y mostrarse digno de la tarea que le otorgaban las circunstancias de dicho acontecimiento.

Para Edward, este proyecto se cumplió con A Brighter Summer Day (1991), el film más importante de su carrera, una obra maestra sin lugar a dudas; del mismo modo que Hou Hsiao-hsien lo logró con A City of Sadness (León de Oro de Venecia en 1989) su igual simbólico.

Pero mientras tenía lugar la renovación del cine taiwanés, los posicionamientos de ahora en adelante iban a ser otros, y Edward Yang lo entendió mejor que nadie. Lo más urgente era redefinirlos.

Es necesario situarse de nuevo en el contexto de esta amarga victoria del Nuevo Cine, que bajo el impulso de Edward Yang, de Hou Hsiao-hsien, de Wu Nien-Jen, había anticipado algunos años la liberalización política de la isla, su evolución democrática.

Una puerta se entreabría, el espacio parecía infinito: su cultura, historia, su vida no había sido contada jamás con cierta verosimilitud y la industria del cine nacional continuaba paralizada en un pliegue del continuum espacio-temporal: todo estaba por inventar, era necesario un lenguaje completamente nuevo, el de un cine chino liberado de la sintaxis contemporánea.

Pero todo fue más rápido de lo que se puede imaginar. La sociedad taiwanesa, abierta al mundo y llevada por su éxito económico, pronto se sumergió en una globalización mercantilista que vehicula los hábitos, valores e incluso un imaginario que son el lenguaje universal de occidente, o para ser exactos, el del comercio, dominio en el que la eterna China no necesita recibir lecciones de nadie.

Un mundo que no necesita al cine, que tampoco necesita al arte y que en el mejor de los casos, reserva un lugar a la diversión y a las formas artísticas mediante las que ésta se manifiesta: se parece mucho al nuestro.

Observar era sencillo y Edward Yang comprendió rápidamente que había llegado el momento de repensar el papel del cine, y específicamente del suyo, incluso su lugar histórico, político, geográfico. Porque la Nouvelle Vague Taiwanesa, internacionalmente reconocida, que coleccionaba las recompensas de festivales,  había sufrido la suerte de las cinematografías tardías de la modernidad: tras un periodo de afirmación de su identidad singular, se había unido al núcleo histórico del que tan sólo era un apéndice entre otros muchos. En resumen, el cine taiwanés, una vez arribado al lugar donde se halla el cine de autor se encontraba confrontado a sus propios límites.

Hoy se halla en plena crisis de identidad. Flirteando según algunos con las audacias y las dificultades de experimentaciones próximas a las artes plásticas, para otros es portador del pensamiento, la estética y a menudo de la convención dramática políticamente correctas, parte activa del consenso insulso que paraliza a nuestras sociedades. O quizás también, por fortuna, busca redefinirse fuera de los límites de estos dos polos. Si hubiera que rendir cuentas a la historia contemporánea ( y en el fondo, siempre hay que hacerlo, desde el punto de vista de la poesía de nuestro tiempo), ¿qué podría decir para legitimarse?

Podríamos situar las cosas en la perspectiva de la evolución moderna de las sociedades occidentales. La historia ha tenido lugar, pero bajo tierra, a nuestras espaldas. Las convulsiones y posicionamientos se sitúan aquí en un nuevo ámbito sin que el cine haya sabido, o de modo marginal, hacer uso de las herramientas teóricas que permitieran analizarlo. Se continua con las antiguas dialécticas, según las cuales, en el fondo, el mundo cambia muy poco y cuando lo hace, es para retornar eternamente a un enésimo rumiar de la lucha de clases y a las inoxidables contradicciones del capitalismo sabiamente cartografiadas desde hace generaciones.

Este esquema no podía ser el de la Nouvelle Vague Taiwanesa, en la que los protagonistas habían vivido la Historia (el mundo había cambiado ante sus ojos) antes de ser testigos de ello. Y además conocían, a través de la propia experiencia, la fuerza del cine, su capacidad de resonar lejano y profundo en la sociedad, porque el cine sabe, porque el cine tiene la fortuna de sincronizarse con las agitaciones y las causas verdaderas de la sociedad. Y con mayor razón en tanto que éste se encontraba en la vanguardia de la misma.

En suma, la lucidez y la conciencia de haber estado en el corazón mismo de la metamorfosis de su tiempo podían transformarlo en algo insatisfactorio, insulso, anodino; una práctica del cine independiente internacional en tanto que fin en sí mismo. Entiendo que Edward Yang se hallaba en este estado de espíritu, -aunque nunca evoqué estas cuestiones con él directamente, sé que le hacían sufrir- cuando con A Confucian Confusion inició el recorrido único que le conduciría hasta YiYi, y le otorgaría un lugar privilegiado en el cine de su generación.

Porque no sólo eligió romper el pequeño medio del cine taiwanés, sino la lógica según la cual, Yang aceptaba ser marginado, el papel de secundario que le reservaba la industria y su integración en la microeconomía y los micro-valores de un cine de autor internacional de ambiciones singularmente reducidas.

La soledad de Edward Yang se fundaba ante todo en la utopía, más bien cabría decir en la fe de la existencia de otra vía que le permitiría no romper el hilo tenue que unía el cine a la sociedad de su país, que ligaba a la sociedad de su país con su cine, en ese punto donde uno y otro divergían dramáticamente.

Ante sus ojos tenía lugar un acontecimiento histórico tan importante e inaprensible como la derogación de la ley marcial destinada a transformar Taiwán mucho más profunda y permanentemente: el proceso de uniformidad de la cultura y el nacimiento  triunfal de una nueva clase que inventa el modelo de un neo-capitalismo chino, post-totalitario, cuya veloz y extensa propagación no habría imaginado nadie, en una tal “confusión confuciana”. Ni siquiera el propio Yang, aún siendo él el propio cronista desde el epicentro de semejante terremoto.

Negando la vía fácil de un manierismo postmoderno pululando en el aire, rechazando toda forma de exotismo y por supuesto el recurso a los fastos del patrimonio histórico, -tabla de salvación de la mayoría de los cineastas de su generación-, Edward Yang eligió convertirse en observador lúcido, cruel y conmovido a un tiempo, del desmoronamiento de la sociedad en la que había crecido, y de su reformulación, impuesta por un nuevo mundo, un nuevo urbanismo, una nueva arquitectura, una nueva circulación de capitales. De este modo, regresaba y se superponía a través de una apasionante transposición dialéctica, cuarenta años después, al que había sido el modelo de sus orígenes, Michelangelo Antonioni.

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Algunos años más tarde, YiYi desveló maravillosamente la fecundas contradicciones del cine de Edward logrando esa sorprendente unión en la que, por vez primera, una película china completamente desprovista de exotismo, plenamente fundada en la humanidad universal, para lo mejor y lo peor, alcanzaba a un público occidental que se reconocía en sus personajes, un público en el fondo emocionado y confuso al contemplarse en ese lugar.

Pensé entonces que un nuevo mundo se abría al cine de Edward, nuevas perspectivas, sin sospechar que lo que se mostraba como punto de partida de un renacimiento estaba destinado a permanecer como conclusión de su obra, coronamiento y conclusión a un tiempo.

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Y es que, con Edward Yang, se apaga algo de la historia del cine taiwanés, ese instante mínimo donde habrá cristalizado el espíritu de su tiempo, antes de regresar a la periferia. ¿No era ese el sentido del silencio de los últimos años de Edward? Quizás.

¿Encontrará la lucidez premonitoria, la audacia de sus últimas películas y más concretamente, de YiYi, una prolongación o está destinada a ser una obra meteórica? En cualquier caso, en su obra y en el espacio definido por ésta también se hallan las claves para una posible renovación. ¿Pero es suficiente para colmar la ausencia de films que Edward no hizo y que nunca más hará? El silencio de una voz torna opaco ese rincón del mundo que nos desvelaba.

Para mí, sencillamente, es dolorosa la pérdida de un amigo. Un amigo lejano al que no veía más que ocasionalmente, con el que el diálogo estaba plagado de silencios interminables. Quizás por ello Edward permanecerá siempre presente en mi memoria, y continuaré haciendo películas pensando en él.


Fragmentos del texto Edward Yang et son temps de Olivier Assayas.

Publicación: Revista Positif. Mayo 2008.Nº 567

Traducción y adaptación: E.Barriendos para zinema.com


 

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