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DIVINO MONTEIRO
Va y viene, de Joao Cesar Monteiro

 

Ante el último film de Joao Cesar Monteiro, último porque recordemos que Monteiro murió a comienzos del pasado mes de febrero, nos viene a la mente esta frase de Elie Faure: "Todo arte nuevo crea sus propios órganos". Las tres horas de Va y Viene no son demasiadas para meditarla, al hilo de los trayectos en autobús en Lisboa, de un paseo por el parque, de sabias conversaciones entre mujeres muy jóvenes y el anciano flaco interpretado por Monteiro, que cambiando su nombre, retoma el personaje de Juan de Dios. Entre otras, tuvimos la Comedia y a continuación las Bodas de Dios. Y he aquí los Funerales, el tiempo de las cenizas, del repliegue hacia su propio cuerpo. Pero atención, replegarse no significa quedarse ciego o sordo ante el rumor del mundo. En Monteiro ha sido todo lo contrario; lugares, colores, pieles, arquitecturas, músicas, árboles, objetos, animales, flores, ruidos, ambientes, forman una cosmogonía que se concentra poco a poco en la silueta raquítica y a pesar de todo, luminosa, del actor-cineasta.

La película anterior de Monteiro, Blanca Nieve, estaba constituida casi exclusivamente por planos negros. No se advirtió a los actores de que la cámara no contenía película alguna, sólo quedaba el texto de Martin Walser al que aferrarse. El espectador tenía la impresión de estar asistiendo a una pantomima secreta que la falta de imágenes transformaba en monólogo paradójico y poblado por varias voces. En Va y Viene, las imágenes han vuelto pero el principio es el mismo, simplemente invertido: en el centro de todo se encuentran las posibilidades polifónicas de una voz y un cuerpo progresivamente abandonados a medida que avanza el film. Cada plano (deberíamos decir también cada órgano, cada pedazo de materia vital) contiene varias fuerzas y varios vientos, el singular el más extremo y el múltiple el más abierto, la promesa de una eternidad y la inminencia del fin. Según el instante, será denominado de uno u otro modo: gesto poético, gesto político. Evidentemente, va y viene.

Monteiro conocía la proximidad de su muerte cuando realizó la película, -el montaje fue terminado un poco antes de la hora del fin-. Su elegancia es no pedirnos nunca que lo miremos morir. Su fuerza es la de sumergirnos poco a poco en la muerte misma; acercar los abismos, quedar suspendido justo encima de ellos para después zambullirse. El último plano del film, y de su obra, conscientemente, es la demostración misteriosa y límpida de este movimiento. No diremos exactamente de qué está hecho, hay que descubrirlo absolutamente en estado virgen. Sólo diremos que en él son evocados, metafórica y físicamente a un tiempo, el origen y el fin del cine como concepción moral del mundo; certificado de defunción lúcido y acto de nacer rabioso, ese plano es uno de los más sobrecogedores que él nos haya podido regalar.


Autor: Olivier Joyard

Publicada en Cahiers du Cinéma. Mayo 2003. nº 579

Traducción del francés: Esmeralda Barriendos


 

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