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BERLINALE MIT CELSO
BERLINALE 2010

por Celso Hoyo

Berlín nos recibe este año con la más polar de sus intencionalidades. Un manto de blanquísima gelidez cubre toda su superficie. La tarea de caminarla se hace más difícil, pero, aún así, permanece firme la incandescencia que regala la fragilidad incombustible de su amplia certeza urbana. La capital alemana, esta vez, es un océano de nieve en el que cada cual maneja su barquito con la relajada sensación de que la tormenta concluirá en buen puerto. Es lo que tiene Berlín: que siempre le pone amarre a cualquier presunto naufragio. No hay peligro de conmoción hibernal en el cuerpo. La ciudad dispone la temperatura exacta para el caminante dentro de esa hoguera, presta, apacible, extensa, que guarece tras las puertas de cualquier café. Un brebaje caliente culmina la plácida bienvenida de la calefacción allí reservada. La habitación del hotel dispone a tu estupefacto acometimiento el hondo sosiego de una manta. Berlín repara inclemencias con sólo estarla.

Para su sexagésimo aniversario, la Berlinale ha decidido convocar a un buen número de cineastas jóvenes, desconocidos la mayoría de ellos por el gran público. A diferencia del año pasado, en el que la apuesta por grandes nombres resultó fallida (ni Tavernier, ni Ozon, ni Frears, ni Kaige, ni Potter, ni, sobre todo, Moodysson estuvieron a la altura de lo esperado), esta edición destaca por esa opción, en principio estimable, de intentar dar a conocer el trabajo de nuevos creadores, a los que la extraordinaria plataforma que es este evento pudiere deparar el beneplácito de la crítica especialista aquí reunida. La búsqueda del talento inédito debe ser siempre uno de los parámetros exigidos en la configuración del listado definitivo que compone el cartel progamativo de una cita cinematográfica tan emérita como la presente.

Así pues nos predisponemos a ver los trabajos del turco Semih Kaplanoglu (BAL –“Honey”-), del japonés Koji Wakamatsu (CATERPILLAR), de los germanos Benjamín Heisenberg (DER RÄUBER –“The Robber”-) , del ruso Alexei Popogrebsky (KAK YA PROVEL ETIM LETOM -“How I ended this summer”-), del francés Benoît Delépine (MAMMUTH), del noruego Hans Petter Moland (EN GANSKE SNILL MANN –“A somewhat gentle man”-), del rumano Florin Serban (EU CAN VREAU SA FLUIER, FLUIER –“If I want to Whistle, I whistle”-), la argentina Natalia Smirnoff (ROMPECABEZAS) y el turco-germano Burhan Qurbani (SHAHADA).

Junto a ellos, se da la curiosa circunstancia de que compiten cuatro ganadores del Oso de Oro en años anteriores. Son, por un lado, la serbia Jasmila Zbanic (NA PUTU –“On the path”-) y el chino Wang Quan´an (TUAN YUAN –“Apart, Together”-), y, por otro, los ya consagrados y casi siempre interesantes Michael Winterbottom (THE KILLER INSIDE ME) y el chino Zhan Yimou (SAN QIANG PAI AN JING QI –“A woman, a gun, and a Noodle Shop”-). Junto a ellos, también hay notables expectativas en torno a un grupo de realizadores con una más que estimable experiencia en el circuito internacional. En él encuadramos al iraní Rafi Pitts (SHEKARCHI –“The Robber”-), al danés Thomas Vinterberg (SUBMARINO), a la danesa Pernille Fischer Christensen (EN FAMILIE –“A Family”), a los norteamericanos Nicole Holofcener (PLEASE GIVE), Noah Baumbach (GREENBERG), y Rob Epstein y Jeffrey Friedman (HOWL) y al alemán Oskar Roehler (JUD SÜSS: FILME OHNE GEWISSEN – Jew Suss: Rise And Fall”-).

Pero, sin duda alguna, por causas de sobra conocidas, quien seguro atraerá más focos de atención será la participación del veterano Roman Polanski. Sin su ya segura no presencia, tendremos ocasión de contemplar su última obra, THE GHOST WRITTER. Junto a él, aunque fuera de concurso, se aguarda con máximo interés a SHUTTER ISLAND, el film con el que Martin Scorssese vuelve a Berlín, tras inaugurarlo hace dos años con SHINE A LIGHT. Con todo, personalmente, creo conveniente hacer mención al film con el que quedará clausurado el certamen. El maestro del cine nipón Yoji Yamada recoge este año el premio especial del festival a toda una trayectoria. Lo hará presentando OTOUTO (About Her Brother).

Hace mucho frío, insisto. En Berlín eso no es un problema. Sólo una emoción cromática desde la que contemplarla distinta. Esperemos que no sea la Berlinale la que nos deje congelados. Venimos aquí a que se nos abriguen las retinas, no a que nos las dejen tiritando.

LAS PELÍCULAS

Sección Oficial


BAL (MIEL), de Semih Kaplanoglu

Tras EGG (“Huevo”) y MILK (“Leche”) –ésta, por cierto, muy mal recibida por la crítica en su estreno en el festival de Venecia-, el realizador turco Semih Kaplanoglu da por terminada una trilogía, en la que ha tratado de aproximarse a las condiciones de vida rurales que persisten en la región turca de Anatolia. En la presente, decide dejar el punto de vista de su posicionamiento a la mirada más inocente, franca y frágil de todas las contemplaciones posibles: la de un niño. BAL, conscientemente, deja mecer su escrutante curiosidad en ese terreno voraz que es el apetito cognitivo de un chavalín de seis años de edad.

BAL hace recaer su bella singladura sobre los ojos de Yusuf, un niño turco, que acaba de entrar en la escuela. El padre de Yusuf es recolector de miel. El crío siente una entusiasta admiración por la figura paterna. A ambos les place sobremanera pasar el tiempo juntos. Yusuf contempla a aquel en calidad de maestro, le acompaña siempre que puede en las labores de su trabajo, le inquiere sobre cuestiones que desconoce, le cuenta sus sueños, se muestra feliz cuando responde a alguna pregunta que él le hace sobre cual es el nombre de una determinada flor. Kaplanoglu, no obstante, introduce un hecho que impone sobre el espectador una desazón; una tensión que corrompe la mirada armoniosa que el niño impone sobre la realidad que él percibe. La primera escena del film describe la acción de un hombre que tira una cuerda hacia la rama de un altísimo árbol. Se halla, sólo con su burro, en medio de un bosque frondosísimo. La estira para cerciorarse de que está bien sujeta. A continuación inicia la escalada. Cuando está subiendo, la rama se troncha. El hombre cae al vacío, pero, como la fractura de la rama no es total, queda suspendido en el aire, muy lejos aún del suelo, a expensas de la resistencia de ésta. El hombre es Yakup, el padre de Yusuf. El espectador, pues, acomete su visión con un plus de información que no posee el protagonista. Tal circunstancia no implica trampa ni artificio alguno, sino que endurece exógenamente el seguimiento al niño.

El film pertrecha su virulencia realista en un planteamiento escénico del director, muy interesado en hacer preponderante el elemento paisajístico que sirve de marco a la historia. Kaplanoglu lo logra sobresalientemente. BAL deviene un film de una factura fotográfica y escénica admirable. La demarcación espacial que acoge el intenso periplo iniciático relatado emerge en toda su amplitud, espesura y escarpada fisonomía. No obstante, el verdadero valor del trabajo del realizador turco es no dejarse tentar por que su film se quede en mera excelencia estética. Para ello, se ciñe, cual sombra agazapada y alerta, a todas las reacciones del niño. BAL está humedecida por las inquietudes que irán asaltando a Yusuf y por los propios claroscuros que advertimos en su escueta existencia. La infancia como paraje a punto de seísmo condicionador. Resultan, a tal efecto, muy interesantes aspectos como la arisca relación con su madre –que no es tan consentidora como la del padre-, o. sobre todo, el paralelismo que se establece entre la contemplación de su sabiduría natural junto a éste y las dificultades que tiene para leer en su clase. El relato vira su purismo y su serenidad, cuando en Yusuf prenda la llama del temor ante la tardanza del padre. La armonía con su universo perderá luminosidad. Sobreviene entonces el miedo, el ansia, la inquietud.

La película es un canto a esos duros instantes en los que un niño comienza a atar los cabos de lo que es la vida. Es emotiva, compleja, poética y eficaz. Sin embargo, una sombra se cierne sobre ella desde los primeros compases de su subyugante andadura. El recuerdo de Victor Erice se hace demasiado presente. Durante todo su terso metraje, uno no deja de pensar en que nos hallamos ante una fusión, alejada y brillante, de EL ESPÍRITU DE LA COLMENA y EL SUR. Factores como la importancia de la escuela, sita en un entorno rural, como el envenenamiento ansioso, engañado y manipulador de la mirada infantil conmocionada, o, como la escapada cuando la verdad sale a la luz provienen de la primera. De la protagonizada por Omero Antonutti se imbrica la fascinación por todas las circunstancias paternas, ejercida a ojos de un vástago entregadamente admirador. En esa comparación, BAL pierde eficacia, pues peca de una adhesión realista que no logra que el relato trascienda al orden simbólico-subjetivo alcanzado por las dos obras maestras del director español. Notable, pues, pero con dudas sobre el horizonte.

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IF I WANT TO WHISTLE, I WHISTLE, de Florin Serban

Notabilísimo debut el del rumano Florin Serban. IF I WANT TO WHISTLE, I WHISTLE muestra con nitidez la posesión de una descarnada visión cinematográfica. El joven realizador impone una mirada directa, cruda e inmediata, en la que es más que ostensible la ausencia de cualquier tipo de retórica o artificio formal. El film es una muestra más que estimable de ese realismo denso e inclemente al que nos tiene acostumbrado todo el nuevo cine que nos llega proveniente de la Europa Oriental. Quedan muy lejanos ya los tiempos de las jóvenes escuelas polaca, checa o húngara de los años sesenta y setenta. Excelencias como las del Mungiu de CUATRO MESES, TRES SEMANAS Y DOS DÍAS, constatan la abolición de esa tendencia alegórica, ensayística y rabiosamente autoral –amparada en la Nouvelle Vague francesa- que caracterizó la obra de cineastas como Wajda, Tarr, Zanussi o el primer Forman.

IF I WANT TO WHISTLE, I WHISTLE nos acerca con áspera cercanía al paraje nada cálido de un centro penitenciario rumano para delincuentes jóvenes. Serban incide en el seguimiento de uno de ellos. Se llama Silviu. Es un chaval de unos dieciséis años. Le faltan apenas unos días para volver a salir a la calle. Se alegra de la visita que le hace su hermano pequeño, pero descubre que su madre tiene intención de llevarse a éste a Italia con ella. Silviu no desea que esto ocurra: ella lo abandonó a él, al iniciar una relación amorosa con un hombre que no es su padre. Silviu se encargó desde entonces de la educación del menor. Detesta a su madre por ello. El film describe con minuciosidad, tensión y credibilidad el estado de nerviosismo que se adueña del protagonista. Florian se adhiere a las inciertas andanzas del joven. IF I WANT TO WHISTLE, I WHISTLE deviene en un ajustado retrato del desquicio de un ser apremiado por hacer valer su voluntad sobre un acaecimiento que, dada su calidad de preso, no puede reconducir. Silviu deberá hacer frente a una encrucijada que le sobreviene en forma de artefacto explosivo emocional de primer orden. Serban se apresura en todo momento a intentar transmitir la zozobra de esa amenaza; de ahí la acorralada omnipresencia del joven en todas las escenas del film. Su esencia es esa desazón y las fisuras que irán manifestando en su inmadura templanza.

Destacable es también el logro por parte del director de no someter a la narración por los imperativos genéricos propios de un relato carcelario. La precisión en la tragedia personal que acucia a Silviu logra trascender el corsé de un sometimiento acomodado al lugar común. La tesitura del joven imprime una candente intensidad subjetiva –recalcada por luminosa, tórrida, adecuada fotografía-, pero también dirime un elemento angustiosamente dramático: sabedores de que Silviu no debe cometer ningún paso en falso para no fastidiar su salida, algunos internos deciden aprovecharse de esta imperativa flaqueza. La utilización de actores no profesionales dota a las imágenes de una verosimilitud nada desdeñable. A destacar la magnífica prestación de George Pistereanu, el actor que incorpora a Silviu. Pistereanu sostiene con una naturalidad y un comedimiento asombrosamente nítidos la urgencia trágica que va acorralando el devenir de su agobiado personaje. La película dirime finalmente el exhaustivo, concentrado, incesante acercamiento a un ser abocado a pagar el precio que le exige la consecución de un apremio. Un film menor, válido y efectivo.

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CATERPILLAR (Oruga), de Koji Wakamatsu

Poseedor de una ya dilatada carrera, el nipón Koji Wakamatsu se ha presentado en la Berlinale con un film llamado a sembrar controversia. Dura controversia. Polémica buscada sin ningún tipo de tapujo. A bocajarro. CATERPILLAR resulta plato para degustadores aguerridos en la carnaza exhibida sin piedad. Para apetencias del plano de detalle sostenido sobre el dedo en llaga y toda su paciente hurgación. El film se quiere hiperrealista reflexión sobre los efectos colaterales a todo conflicto bélico. La guerra y todas las heridas que deja en forma de lastre humano. Los deshechos vivos que la mutilación asestada en el frente deja a recaudo de quien, impositivamente, ya ha tenido que apechugar con la ausencia, bregando después con el padecimiento consecuente a esa funesta marcha incierta del ser querido, llamado a filas por instancias superiores, caprichosas, movidas por oscuros intereses, en el nombre de la patria o del imperio de turno.

Wakamatsu inicia el film con la llegada de un mínimo comité militar a un pequeño pueblo. A continuación vemos a toda una familia perpleja frente una visión desgarradora. El teniente Kurokawa ha regresado a casa en un estado físico lamentable. Ante los ojos de su padre, su hermana, su cuñado y Shigeko, su esposa, la insoportable visión de un hombre con el rostro casi desfigurado en su totalidad, sin manos y sin piernas. Un torso humano que, además, apenas puede articular palabra. El espanto se adueña de Shigeko. A partir de ese momento deberá dedicarle la vida a un despojo, que no puede hacer, él sólo, ni sus más imprescindibles necesidades corporales. El dantesco panorama sirve de marco argumental para que la cámara de Wakamatsu incida, abunde, recalque, se cebe sobre el núcleo cerrado de esa existencia degradada. El problema principal de CATERPILLAR es que su realizador decide hacerlo sin encomendarse a ningún tipo de recato escénico, aboliendo con premeditación la importancia dramática del fuera de campo. El film es una continuada, insistente, repugnante mostración de ese cuerpo tullido y de sus demandas. Wakamatsu opta por la exhibición reiterada de ese manojo de carne rota e inválida. De ahí que vete por exceso la más que loable intencionalidad que le guía.

Nos hallamos ante un problema de forma, de decisión previa, de intencionalidad diseñadora. La repetición machacante de muñones, heridas, babas e ininteligibles guturalidades cercena la posibilidad de la meditación reclamada. Prima el asco sobre la paciente observación. La repugnancia lo que impone es el refugio de la no visión, o de la visión coaccionada. El espectador es sacudido, además, con unas tortuosas escenas sexuales en las que el cuerpo mutilado continúa siendo expuesto en pleno apoteosis animal. El elemento femenino no escapa a ese impuro tratamiento. La tragedia de la esposa acatante de esa astrosa inhumanidad queda resuelta con continuo desgarro exhortativo. CATERPILLAR, cocida en la insanía de su pútrido caldo, concluye inútil, gratuita, achicharrada por la carencia de un mínimo sentido del pudor escénico. La trama argumental queda sometida a esa asfixia coactiva: nunca escapamos a ese horror de puertas para adentro. El veto a la sutilidad corre el riesgo de la alharaca. El film japonés parece imponerla en calidad de método. De ahí que la escena final pierda la potente intensidad que debiere hacer estallar en ese álgido punto. La visión de ese cuerpo orugado no estremece. El espectador ya sólo desea que concluya el suplicio de este panfletario “Imperio de los Sentidos Lisiados”.

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THE GHOST WRITER, de Roman Polanski

Por razones de sobra conocidas, el veterano Roman Polanski no ha podido venir a Berlín a defender frente a la prensa y al público asistente en la gran cita germana su última obra. El asiento de director del film se ha quedado vacío en la cita con los medios de comunicación. De todas formas, su cacareada ausencia física ha sido suplida con la mejor de las declaraciones al público que un cineasta de fuste puede exhortar. A Polanski no le ha hecho falta la lucidez de su bregado verbo frente a un micrófono, porque los planos de su film se bastan por sí solos para custodiarse, para enfrentarse al juicio de quien ha tenido el placer de asimilarlos, para dictaminar la sagaz excelencia que los construye. THE GHOST WRITER supone la constatación de que el maestro mantiene intacta la pericia cinematográfica ya exhibida en FRENÉTICO o en LUNAS DE HIEL. Le están lloviendo chuzos de punta radioactivos, pero el autor de EL PIANISTA, para esquivarlos, no ha encontrado refugio nuclear mejor que el manos a mi obra. El resultado es un soberbio ejercicio de cine artesanal, solventado con la inteligencia que dirime un saber hacer experto, humilde y disfrutador: ese que sólo está al alcance de quienes están en esto del cine, detrás de la cámara que todo lo ha de ver, porque le gusta manipular con el juego de sus reglas.

THE GHOST WRITER nos habla de la trastienda, de la cocina que hay detrás de determinadas eventualidades sobre las que se fortalecen los medios de comunicación. Sobre las maniobras en la construcción de la verdad y, por lo tanto, de la inexistencia de ésta. Un ex-primer ministro británico está preparando sus memorias. En una playa cercana a su casa, una mañana aparece un cadáver. Se trata de la persona que las estaba escribiendo: El “Ghost Writer” (escritor fantasma: el “negro”, como decimos en nuestro idioma, la persona contratada para que escriba un libro que luego firma otra persona). La editorial rápidamente busca un sustituto. Se llama “The Ghost”, un joven escritor que ve en este encargo una importante oportunidad para dar un gran paso en su carrera. El viaje a la isla para convivir con el político y su familia, y llevar a cabo su encomienda le deparará una serie de imprevistas consecuencias: la primera de ellas, que la muerte de su predecesor en el cargo está muy lejos de ser un accidente.

La radicalidad de la propuesta de Polanski hay que adjudicársela a la fluida sencillez con la que la acomete. El creador de REPULSIÓN se desentiende de cualquier alharaca, de cualquier exhibicionismo atronador, de cualquier explícito subordinamiento al diseño de producción. Polanski apuesta por afilar al máximo la historia y las interrelaciones de los personajes. THE GHOST WRITER emplaza un eficaz trabajo a la antigua. A la firmeza relatante, consecutiva y tajante, propia de los films de género de los años treinta y cuarenta. Un sugestivo acorralamiento “hitchckoniano” se apodera de la narración. El verdadero escritor no conocido –anónimo, oculto- dispuesto a escudriñar en un hecho falso. El héroe protagónico que se ve sobrepasado al adentrarse en una dimensión inminentemente peligrosa para su integridad. Polanski, en plena era de tridimensionalidades azules con gafa y mareo, apuesta por el retorcimiento máximo del hilo narrativo. Para él queda claro que la única múltiple dimensión válida es la que aportan sus criaturas y las fisuras oscuras que poco a poco irán jugando su baza. Escénicamente, además, como no podía ser de otra forma, su trabajo con la cámara es de una falsa transparencia absolutamente vigorosa. El director supeditado a extraer claroscuros sin abusar de explicitaciones, ni subrayados, ni trampas, ni alargamientos finales. La situación cámara, única aliada para imbricar la deslizante nitidez que debe lograrse para indagar en ese cometido. Los cinco minutos finales del film, por ejemplo, deberían verse en cualquier academia, facultad o fundación dedicada a formar futuros profesionales de esto. La revelación de los datos fundamentales ejecutada en el instante justo y con el tiempo contado. De la misma forma que ya hiciera Sydney Pollack en su espléndida LA INTÉRPRETE, Polanski se atreve a dejar clavado al espectador en su butaca en una secuencia –aquí una persecución que concluye en un ferry-, cuya intensidad la crea el progreso intensivo que genera el montaje y la tensión acumulada y hecha confluir en la angustia de un personaje acorralado. Sin que en absoluto sea un ejercicio rememorativo, la excelencia de THE GHOST WRITER se acumula en lo gozoso que significa darse de bruces con un tipo de cine –el clásico- que, por desgracia, hoy en nuestros días está al alcance de muy pocos.

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A SOMEWHAT GENTLE MAN, de Hans Petter Molland

Espléndida negrura la que expele esta gozosa comedia gansteril, astutamente construida por el noruego Hans Petter Molland. Una jugosa lección de oficio cinematográfico, impartida al filo de lo grotesco y afirmada en la solvencia de un cálculo agudísimamente certero. A SOMEWHAT GENTLE MAN le toma prestada su petaca de insanía distaciada a los Cohen y destila un etilismo espeso, ardedor y fulminante como un aguardiente rebajado con cubitos de salfumán. Petter Molland se atreve a jugar, por ejemplo, en el mismo terreno cenagoso que John Houston pateó en EL HONOR DE LOS PRIZZI, pero dejando que la osadía se le contagie de esa flema escandinava cariacontecida, ruda, hirsuta, tan propia de aquellas gélidas circunscripciones pre-polares en las que Kaurismaki ha recreado su particular país de las maravillas de frío, ternura y soledad. Gansteres de poca monta y venganza de primer orden amalgamados con comicidad hiperrealista de orden erótico-agreste. Una rotunda curiosidad que sabe tomarse a sí misma con el grado de seriedad necesario para superar la mera condición de experimento exprimidor de un planteamiento bosquejado con insólito desparpajo.

El film arranca con la salida de Ulrik de un centro penitenciario. Es un cincuentón alto, fornido, decepcionado, al que contemplamos, en un primer momento, temeroso ante la vida más allá de su celda. Un primer contacto con unos antiguos colegas nos pone ya en antecedentes y en planificaciones futuras. Ulrik, matón a sueldo de un grupo de mafiosos, ha cumplido doce años de pena carcelaria por haber asesinado a un hombre al que sorprendió retozando con su esposa. El jefe de ese grupo le pide que liquide a quien lo denunció. La sorpresa de A SOMEWHAT GENTLE MAN radica en la tonalidad mórbido-afilada con la que está observado el itinerario de acontecimientos que irá aguijoneando la apatía desencantada en la que parece condenarse sin remedio este desubicado hombre solo. Petter Molland hace fiero seguimiento a la tronchante sordidez por la que transcurrirán los vaivenes de este saldo de cuentas postergado. Mucho más que a la trama que articula la acción, el film atiende al retrato de los personajes que se cruzan en el pasmado derrotero al que Ulrik se ve obligado a somete a su nueva existencia. Éste pasea su tranquila bonanza obediente y la pone a disposición de una casera sin escrúpulos apetito-amatorios, de una secretaria amenazada por un ex-novio, de un lógico-verborreico propietario de un taller de coches que lo ofrece un puesto de trabajo, de una esposa que le advierte que ni se acerque a su hijo, y de este último, que, con sumo respeto, le confesará que a su novia le ha dicho siempre que su padre murió hace tiempo.

El director saca punta máxima y divertimento furibundo a la patética ordinariez que acumula el relato. Petter Mollan tiene la virtud de intervenir con atrevimiento y mesura en ese ensañamiento. Lo caricaturesco jamás traspasa la línea de lo burdo. La reiteraciones –las envestidas sexuales en el sótano donde vive, por ejemplo- están contempladas con progresiva, ahondante, descarnada verosimilitud cómica. Lo exagerado está inscrito dejándose cocer, nunca en calidad de elemento artificioso. La brocha gorda pinta muy fino en esta desalmada función. El realizador impone tronchante paciencia a la barbarie resultante del trazo. Mención especial merecen los cuatro personajes secundarios femeninos: la impía e insaciable casera, la desconfiada secretaria del taller mecánico, la directísima esposa y la inocente nuera embarazada. Sin embargo, Petter Mulland en donde halla la complicidad precisa para esculpir con sosegado tino la buena frialdad cariacontecida, amargada y superviviente que exclama la mirada soportadora de todo el embrollo es en el careto sabio, lúcido e hiperimplicado de un Stellan Skarsgard sencillamente descomunal. Sobre el tallaje desaliñado, tranquilo y observador de su omnipresente fisonomía descansa la pragmática pachorra con la que está saldada esta magnífica historia de superación personal. El Oso de Plata a la mejor interpretación masculina ya se lo podían facturar rumbo a su domicilio.

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TUAN YUAN (APART, TOGETHER), de Wan Quan´an

Para su apertura, la Berlinale ha decidido apostar por una producción bastante alejada del tipo de films que se utiliza para iniciar los fastos inaugurales de este clase de de grandes congregaciones festivo-cinematográficas. El equipo capitaneado por el incombustiblemente risueño Dietter Kosslick ha tenido a bien convocar para esta primera cita a una película asiática que participa directamente en la sección a concurso. Su director tiene una comprensible deuda con el festival. Ganó el Oso de Oro hace dos años. Nos referimos a Wan Quan´an, el director chino que se alzó con el máximo galardón en 2007 con la notable LA BODA DE TUYA. El film destacaba por la magnífica captación paisajística de una realidad ignota, dura, aridísima: la ardua cotidianeidad de una joven mujer que vive en el desierto de Mongolia manteniendo, sacando adelante, dada la invalidez de su marido, ella sola a toda su familia. Qua´an trazaba un riguroso retrato del esfuerzo de este ser completamente condenado a una realidad nada sensible. Ahora, en TUAN YUAN, Quan´an cambia completamente de registro intencional y de geografía que aprehender.

TUAN YUAN viene a referir un relato que fundamenta su elemento generatriz en una de las heridas más onerosas que la historia de la humanidad, por desgracia, aún sigue empeñada en no hacerse cicatrizar: la del exilio; esto es, la de la obligada ruptura con el ámbito en el que se ha desarrollado una vida, la de la huida con lo puesto hacia un incierto futuro ya fracturado para siempre. Ecos de la Guerra Civil china que tuvo lugar ya entrado el pasado siglo XX principian el exigüo relato de Quan´an. Una humilde familia se halla en plenos preparativos de un festín. Ajetreo de cocina y revuelo de congregados. Se disponen a recibir a un invitado muy particular. Llega, nada más y nada menos, que el primer esposo de Qiao Yue, la madre de la familia anfitriona: Lui Yangsheng, un antiguo soldado que tuvo que huir a Taiwán cuando las tropas chinas llegaron a Shanghai casi cincuenta años antes, abandonando a Qiao Yue embarazada. Más de cuatro décadas más tarde Qiao lo aguarda nerviosa, inquieta, y con la vida resuelta al lado de otro hombre, el padre de sus dos hijas.

Lo primero que llama la atención de la propuesta de Quan´an es la ausencia de la codificada opción melodramática que el tipo de argumento originario casi podría hasta hacer exigir. El film contempla la reunión con una pulcritud y un decoro escénico muy acordes con la cortesía impecable que demuestran casi todos los personajes. Sobre todo los tres principales: los que conforman el anciano triangulo amoroso: Lui Yangsheng viene con ánimo de plantearle a Qiao Yue que regrese a Taiwán con él. Quan´an, es de agradecer, no se deja tentar por la más mínima alharaca exhortativa. Su puesta en escena es muy austera, recatada, mínima. Planos secuencia fijos, resueltos con paciente serenidad y una mirada que aprovecha la salida al exterior de los personajes para incluir una sensible observación del paso del tiempo –Lui Yangsheng apenas reconoce la ciudad que abandonó- y de la virulenta transformación que está sufriendo el abigarrado entorno -contraste entre la modesta morada del viejo matrimonio y el rascacielos en construcción a donde casi les han obligado los hijos a mudarse-, constituyen el calculado soporte estructural de un film que no alcanza un grado mayor de notabilidad por el hálito costumbrista que acaba deparando.

YUAN TUAN adolece de cierta indeterminación en el punto de vista que la impele. La captación documental que decide intentar amalgamar con el conflicto personal que los personajes no hacen más que intentar disimular no termina de fusionarse con la radicalidad que debiere. El recuerdo de NATURALEZA MUERTA, la obra maestra de Jia Zhangke, el mejor de los compañeros de generación de Quan´an, se hace más que evidente y esto lastra la efectividad del film de este último. Además el respeto coactante con el que están perfilados los protagonistas salpica al posicionamiento contemplativo del realizador. Esto provoca un cierto tedio que debiere haber sido solucionado con un poco más de intensidad dramática, sobre todo en la parte central del film. Precisamente, cuando el devenir de los acontecimientos consiente una cierta explicitación del conflicto medular –la escena del restaurante en la que el marido de Qiao Yue estalla- la película eleva, resquebrajándola, la temperatura de esa pulcritud formal en la que había acomodado la imperturbabilidad del fluir de sus bellas imágenes. Un film, pues, más que válido, al que una cierto arrojo intensivo hubiera hecho rozar una excelencia que no consigue.

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A WOMAN, A GUN AND A NOODLE SHOP, de Zhang Yimou

Los felices tiempos de SORGO ROJO, SEMILLA DE CRISANTEMO O NI UNO MENOS parecen definitivamente aparcados por uno de los directores asiáticos más importantes de las dos últimas décadas del siglo pasado. Enmarcado siempre en la denominada “Quinta Generación del Cine Chino”, esto es, en el grupo de realizadores (Chen Kaige, Wu Tianming) que desarrollaron su trayectoria creativa una vez concluida la demoledora Revolución Cultural de aquel país a finales de los años 60, el otrora imprescindible Zhang Yimou hace ya algunos años que ha decidido embarcarse en una empobrecedora desmarcación creativa; una decepcionate inercia que lo ha alejado de la impecable elegancia dramática que lo catapultó a la primera línea del panorama internacional en las postrimerías de la pasada década de los 80. A grandes rasgos, podemos convenir en que hay un antes y un después de HERO, el film que inicia una etapa en la que, quienes admiramos la particularidad hondura estética de toda su filmografía anterior a ésta, hemos ido contemplando como el autor de LA LINTERNA ROJA ha ido dilapidando su intransferible sensibilidad realizativa. La implicación en superproducciones del tipo de LA MALDICIÓN DE LA FLOR DORADA ha contribuido a una especie de autoinmolación autoral, que, de forma paulatina, lo han abocado a una difuminación estilística más que grave.

Su nuevo antojo, por desgracia, no nos brinda la ocasión del ansiado retorno a unos inolvidables orígenes. A WOMAN, A GUN AND A NOODLE SHOP viene a demostrar que el viraje parece confirmarse como el consciente dictamen de un creador que ha decidido plegarse, de modo mucho más que momentáneo, a la tentación de un reconocimiento mediático, fundamentado en la prestación de su apabullante sabiduría escénica a proyectos de asimilable espectacularidad comercial. No obstante, de modo asaz sorprendente, de partida, hay un elemento que condiciona el perfil global de éste último film: nos hallamos, nada más y nada menos, que ante un reconocido remake de la obra de unos autores, de quienes Yimou no se recata en reconocer su rendidísima admiración: los hermanos Cohen. A WOMAN, A GUN…, es la usurpación “yimouniana” de la soberbia SANGRE FÁCIL, insólita, deslumbrante tarjeta de presentación de una pareja de cineastas que, a diferencia del asiático, no han cesado jamás de ahondar en una intransferible forma de concebir la narración cinematográfica.

Hay que reconocer que, sabida esta circunstancia, la ocasión de acercarse hasta la pasmosa propuesta viene precedida por una atractiva curiosidad. Zimou y los Cohen, ambos interrelacionados bajo la óptica y la voluntad admirativa del primero. Dos estilos, dos trayectorias, dos magisterios, dos sensibilidades diametralmente opuestas, aunadas al antojo de la mirada venerante más, antaño, comedida y clásica: el experimento no deja de tener su gracia. Y, reconozcámoslo pronto, pese a que no, insisto, suponga ese regreso a su radical pureza mostrativa, Yimou no sale mal parado de la curiosa refriega. Más que nada, porque, desde la primera de sus escenas, queda evidenciada la condición de mero entretenimiento intencional. A WOMAN, A GUN… no es más que la demostración –no indigna, pero sí menor- de la solvencia escenográfica de un superdotado en esa tarea. Cual encargo resuelto a placer con ganas de ligereza bien amarrada. Una especie de descanso de un guerrero mal acostumbrado a batallas demasiado factibles.

La película es una traslación en toda regla del universo áspero, vitriólico e inclemente, propio de los autores de UN HOMBRE SERIO, al universo de la fantasía narrativa típica del relato tradicional oriental. Como adaptación canónica, en su contra, podría achacársele la pérdida de la ironía con la que los Cohen urden la compleja estupidez que sanciona a sus personajes. Los de Yimou casi ni alcanzan la condición de chuscos peleles. El director no intenta jamás esa emulación. El autor de VIVIR se apropia mucho más del entramado narrativo que sostiene la abigarrada madeja de confusiones y malos entendidos sobre los que se asienta la nutrida trama. Este referente imperativo logra que la relectura no derive a la inanidad estetizante, hueca y multitudinaria de sus últimos flirteos con la grandeza. La presente es una vistosa escenificación de un retablo de marionetas en la que cada muñeco vale lo que vale su acción. A WOMAN, A GUN… no aspira jamás ni a profundidades, ni a turbaciones, ni a extrañamientos. Lo suyo es el gran guiñol, la simpleza, la caricatura efectiva. El cine concebido como mero artefacto de ligera diversión. Desde ese punto de vista, hay que reconocer que no defrauda. Yimou no se esfuerza en camuflar que se lo está pasando en grande con el juguetito. Se apresta a resolverlo con un sano desprejuicio, facturándolo con la dignidad precisa para tratar de que éste no se le escacharre en pachanga mandanga con gracia de cuento mandarín karatecoide, katanero y con coleta.

Eso sí, vuelvo a lo mismo, sin noticias del deslumbrante cineasta que no sabía delinear un plano sin humedecerlo de lírica, sensible, y emocionante sutileza.

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JEW SUSS –RISE AND FALL (JUD SÜSS – FILM OHNE GEWISSEN), de Oskar Roehler

Con una indignación inusitada, puesta de manifiesto mediante los sonoros abucheos realizados por un cierto sector del público asistente al pase de prensa, la andadura del alemán Oscar Roehler por esta edición de la Berlinale (ya estuvo presente en 2006 con la irritante LAS PARTÍCULAS ELEMENTALES) no puede ser tildada más que de lamentable. Su JEW SUSS –RISE AND FALL-, en línea con el gusto por el exceso y la arbitrariedad exhibida en la obra antecitada, no es sino una muestra de la tendencia a la desproporción y al atropello antojista de un realizador, al que en su país de origen se le tiene una consideración a todas luces injustificada.

La película desaprovecha onerosamente el acercamiento cinematográfico a una figura particularmente polémica dentro de la convulsa historia del cine germano, previa a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Nos referimos al actor Ferdinand Marian, célebre sobre todo por haber protagonizado uno de los films más despiadados que jamás se ha hecho contra la población judía. Producido por el ministerio de propaganda nazi para contribuir a la animadversión colectiva contra los ciudadanos practicantes de esa religión, el mismo Goebbles supervisó hasta el último detalle de EL JUDÍO SUSS (1940), del director Veit Harlan, la película en la que Marian incorporaba a la figura de un judío avaro, perverso y cruel, que viola a una joven, abocándola después al suicidio. Finalmente, Süss es hecho preso y ahorcado en plaza pública. El film, que participó en el festival de Venecia de la Italia del amigo Mussolini, cosechó un éxito arrollador, y ha sido siempre catalogado como uno de las más preclaros triunfos del gobierno nazi en el fortalecimiento de la estima de la raza aria.

Roehler convierte la narración de los hechos que rodearon a la producción, rodaje, estreno y distribución de la nefanda obra en el elemento fundamental de su relato, aunque, poco a poco, vamos viendo que su interés se va deslizando hacia la relación que se estableció entre el actor y el tristemente famoso ministro de Hitler. El retrato de ambos dirime un ciertamente válido duelo entre sujeto tentador y sujeto tentado. El interés de Goebbles por que Marian encabezara el proyecto, las negativas del actor, las reticencias de la esposa de éste, las tretas seductoras del político, sus planes de propaganda subliminal, las ansias vanidosas, ególatras, que van minando la voluntad del actor, la multitud de escenas en las que se desarrolla una fiesta o una celebración, van conforman una estilizada visión de la época nazi, que no casa mal con el meollo metacinematográfico central. El arranque y toda la primera mitad del largometraje acumula una solidez visual y narrativa muy estimulante, pues Roehler saca un partido formal muy atractivo a las escenas del rodaje y, sobre todo, a los primeros visionados del film. El germano sale bien parado de la emulación del film de Harlan. Asistimos a una sugerentemente evocativa utilización del blanco y negro, del cine físicamente dentro del cine. La amalgama de texturas fílmicas está eficazmente imbricada en una narración que halla férreo aliado en el desarrollo de una puesta en escena elegante, evocativa, certera.

Ahora bien, a partir de una deleznable escena de sexo que tiene lugar durante un bombardeo nocturno sobre Berlín, JEW SÚSS –RISE AND FALL se hunde burdamente en el lodazal de un despropósito que da al traste con toda la coherencia anterior. Roehler, literalmente, no sabe qué hacer con el film y se embarca en un encadenado de atropellos argumentales que desbaratan la sofisticada consistencia de toda la primera parte. El realizador nada puede hacer por detener la hecatombe de unas soluciones de guión para nada comprensibles. Todo lo que tiene que ver con la caída en desgracia del personaje está trazado con brusquedad, atolondramiento y desdén. La desaparición de alguno de los personajes centrales (Goebbles, Anna, la esposa del actor) está saldada a guillotinazo limpio, sin dar mayores explicaciones. La degeneración del protagonista no puede estar más zancadilleada. El cúmulo de inconexiones y de agujeros explicativos es realmente demoledor. De ahí que Ferdinand Marian concluya convertido en un personaje pelele, en un despojo caricaturesco, vacío y molesto, cuya tragedia personal no parece interesar ni a los que han tenido a bien evocarla. La insensatez jamás tuvo valor resolutivo.

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NA PUTU (On The Path), de Jasmila Zbanic

En el año 2006, una modesta producción bosnia se alzó con el Oso de Oro que otorgó el jurado de aquella edición de la Berlinale. Se llamaba GRBAVICA. Era un desgarrador relato sobre las cicatrices posteriores al conflicto de los Balcanes, inscrito en la habitualidad destrozada de un humilde barrio sito en la ciudad de Sarajevo. Las tensiones entre una madre y una hija daban paso a un ajustado examen sobre la problemática de la difícil convivencia cotidiana en aquel país, aún traumatizado por el tremendo “shock” colectivo que supuso la ocupación serbia y el genocidio posterior cometido por las tropas de ese ejército. Dos años más tarde la joven directora de aquella dura pieza, Jasmila Zbanic, vuelve al festival con un film, en el que, nuevamente, vuelve a trazar un certero análisis sobre un aspecto muy concreto de la situación actual de aquel territorio. La guerra sigue al fondo. Zbanic, no obstante, no hurga en el dolor de aquella infamia de forma directa, sino que decide investigar en las fundamentalistas consecuencias que están gestándose dentro de un muy determinado segmento de la población, amparadas en la recuperación de una radicalidad religiosa que está anidando entre la otrora moderna población musulmana bosnia.

NA PUTU, éste es el título del film, nos presenta a una joven pareja residente en Sarajevo. Ella es azafata de vuelo y el controlador aéreo. Son Luna y Asmar. Ambos están deseando ser padres. Asmar tiene problemas de adicción con el alcohol y es despedido de su puesto de trabajo en el aeropuerto. Un antiguo compañero militar le ofrece trabajo como técnico informático dentro de una comuna Wahhabi: nada más y nada menos que una muy cerrada secta fundamentalista islámica. Luna contemplará absorta como el comportamiento de Asmar va cambiando al ir éste asumiendo, devotamente, entregado, todos los principios de convivencia que le propone el colectivo donde acaba de ser acogido. El film basa su admirable escrutación en la agudeza, en el detalle, en el sosiego relatante con la que está urdido el material escrito que la genera. Zbanic pone mucho esmero en el retrato individualizado de sus dos protagonistas. De ahí que la profunda transformación que ha de sufrir Asmar esté resuelta con la necesaria verosimilitud dramática requerida para la fluida asimilación, por parte del espectador, de un cambio personal tan radical. El proceso de transformación está visualizado atendiendo a cómo los postulados que conforman el mandamiento religioso recién asumido modifican la conducta de aquel. En ese momento adquiere una significación dramática evidente la agilidad y la cercanía con la que la directora ha configurado el retrato de los dos protagonistas del film. Los gestos de cariño, las recomendaciones sobre el vestuario, el rechazo al contacto carnal, la demanda de un matrimonio y otros muchos más detalles posibilitan el planteamiento del conflicto medular sin que éste sea exhortado.

Pese a ser un film con un alertante mensaje final bien nítido, la directora logra que sus dos personajes tengan una entidad propia alejada de cualquier maniqueísmo ideológico. Asmar y Luna no responden a ninguna tesis de partida: son entidades dramáticas muy complejas que van a ser sometidas a un tajante conflicto emocional que zarandeará la firmeza con la que ambos exclaman sus sinceros apegos. La estimabilísima validez global de NA PUTU hay que radicarla en la templanza con la que la directora captura la complejidad de una situación más que amenazante. La película es muy dura, pero no hay en ella un solo atisbo de violencia. Se agradece el veto a toda posible estridencia. Zbanic ajusta la progresiva tensión que va acumulando el relato a la encrucijada moral y afectiva que ha de solucionar Luna: ¿Hasta cuando es sostenible la lucha por el amor, cuando el otro ya no es el mismo? Una cuestión incómoda que NA PUTU responde admirablemente en una hermosa escena final. Zbanic ha vuelto a brindar una limpia verdad fílmica en la Berlinale. Se está revelando como una realizadora fundamental dentro del panorama europeo.

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HOWL, de Robert Epstein y Jeffrey Friedman

Hay cometidos muy difíciles de solucionar. El endémicamente polémico tema de las adaptaciones literarias, que acaba solucionándose siempre con la temible confrontación comparativa, parece dar por bueno el principio de que berenjenal de orden superior es el de acometer la traslación de un clásico. Parece ser que el asunto no adquiere los mismos niveles de puntillismo cotejador, si se da la circunstancia de que el material literario es menor o muy poco conocido. Todo esto, claro, partiendo de la base de que el elemento referencial que trabajar adaptativamente sea una obra de ficción novelada, teatral o biográfica. El canon para las adaptaciones líricas parece no estar escrito, pues, en principio, la traslación audiovisual de una obra poética parece tarea asaz peliaguda. El reputado dúo de documentalistas formado por Robert Epstein y Jeffrey Friedman, de fondo, lo intentan en HOWL, la apropiación fílmica de uno de los clásicos fundamentales de la lírica estadounidense del pasado siglo XX. Lo escribió Alan Ginsberg, uno de los más eximios integrantes del fundamental grupo literario denominado “Generación Beat” (Kerouac, Cassady, Burroughs, etc.).

HOWL(“Aullido”), el film, en ese manifiesto intento por homenajear la hermosa queja versificada, establece una curioso andamiaje organizativo, muy ambicioso y arriesgado, que consiste en desplegar varias líneas estructurantes y, en cada una de ellas, establecer una instancia significante distinta. Así, por un lado, asistimos a la escenificación del juicio que tuvo lugar en 1957 contra el editor del libro por “distribución de literatura obscena”, por otro, a la lectura pública que el propio poeta hizo de la obra en la mítica Six Gallery de San Francisco, por otro, a la descripción de las andanzas biográficas del personaje y, finalmente, a la ilustración animada de “Howl” que, para el film, ha hecho el creador Eric Drooker bajo el título de “Beat Fantasía”. El resultado final, desgraciadamente, sucumbe al exceso de encauzamientos internos. El abarrotamiento de piezas en el artefacto final da como resultado una nociva saturación dispersante, una voracidad superficializante, que, empero, no logra que estemos hablando de una película ni mucho menos deleznable. Los directores parten desde una seriedad creativa muy apreciable en todo momento. El peligro de lo estrambótico no amenaza jamás la irregularidad del conjunto.

De alguna manera, Ginsber, su obra y su biografía se prestan a esta aprehensión no clásica. La opción de partida resulta justificada. El film de Epstein y Friedman no resulta desdeñable en cuanto al retrato global que se efectúa de la persona del poeta. Aquel emerge caótico, inseguro, provocador y acomplejado. La intensidad nada exagerada con la que James Franco incorpora al poeta ayuda notablemente a que sigamos con interés las muchas interpelaciones a la cámara que pergeñan los dos realizadores. El problema principal de la insatisfacción, de la no plenitud de la película hay que achacarlo a dos causas bien distintas: de un lado, a la artificiosidad de las nada estimulantes animaciones engarzadas en el montaje y, de otro, a una deriva explicativa que resulta contraproducente con el espíritu mismo del mensaje del poeta. Epstein y Friedman intentan una especie de manual para lectores desprevenidos, enfrascándose en unas esquemáticas explicaciones del significado intrínseco de la obra. Esto resulta cuanto menos chocante, pues si por algo se caracteriza la obra de todo el grupo al que perteneció Ginsberg es por el combate al raciocinio, a la deducción razonada, a la búsqueda inmediata del significado. El autor de “Howl”, el poema, enarboló un disfrute por la inmediatez, por la conjunción de irracionalidades, por el delirio intensificado inconscientemente. El film se empeña en explicar lo que no demanda explicación y por eso empobrece el tino de su esforzado diseño formal.

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ROMPECABEZAS, de Natalia Smirnoff

Maravillosa participación argentina en la Berlinale. Natalia Smirnoff ha encandilado al personal que ha tenido la cortesía de quedarse a paladear hasta el último de los planos que componen su sensible debut. Un debut que, asombrosamente, no aparenta serlo en ningún momento. La precisión en la complejísima ligereza con la que está esculpida, murmurada, echa fugar la evolución del personaje central, sobre el que gravita todo el denso celuloide que la vive, es logro, proeza sólo al alcance de manos mucho más que expertas. Algo parecido a lo que ha ocurrido en nuestro país con la sensacional aparición de Mar Coll y su magnífica, bienhallada TRES DÍAS CON LA FAMILIA. Smirnoff, con ROMPECABEZAS, entra a formar parte del grupo de realizadores argentinos (Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Pablo Trapero, Ariel Rotter, Rodrigo Moreno, Martín Reijtman), que han puesto a aquella cinematografía en el punto de mira de toda la modernidad internacional.

ROMPECABEZAS persigue a su protagonista. Ésta se llama María. Es una mujer casada, con dos hijos varones saliendo ya de la adolescencia. La primera secuencia, en la que se describe su fiesta de cumpleaños, ya nos advierte de la metodología formal que Smirnoff va a imponer en el empeño de adentrarnos en la zozobra emocional que la sacude silentemente. La directora descarta un acercamiento clásico. La intromisión de su cámara se va a hacer muy perceptible por el gran número de planos que utiliza en la configuración de la escena. Sin embargo, muy pocos de ellos intentan un encuadre nítido, concreto. Smirnoff apuesta por una inquietud capturativa, por un desmarque de la precisión delimitadora, como si intentara expresar una cierta abstracción, una cierta desgana ambiental. Poco a poco iremos comprobando con que esto tiene que ver con la insatisfacción que arrastra la protagonista. La puesta en escena de la directora no se abandona a un yermo esteticismo o a la abusiva significación de un forzado ornamento autoral. No hay ápice de gratuidad. ROMPECABEZAS traza un severísimo retrato de un ser que de pronto se halla en el trance de buscar. María tiene la certeza de que su estabilidad es sólo presunta; de que su existencia es como una maleta ya cerrada y a punto de embarcar, en la que, de súbito, sabes que has olvidado incluir algo que querías meter y no recuerdas lo que era. Smirnoff apunta este desaliento mostrándonosla trabajando, atendiendo, siendo la sierva en una fiesta que se supone hecha para su deleite.

El film continúa sostenido sobre un escueto trance narrativo, que es aprovechado deliciosamente hasta sus más inusitadas e introspectivas consecuencias. Entre los regalos que recibe en la fiesta, María encuentra un rompecabezas. Al día siguiente se pone manos a la obra en la tarea de concluirlo. Lo hace mucho más rápido de lo que pensaba, tras, además pasar un muy buen rato haciéndolo. En un comercio al que acude a comprar otro, encuentra un cartel en el que otro aficionado busca alguien para un concurso de parejas. María decide llamarlo. A partir de ese momento, ROMPECABEZAS inicia un hermoso relato de rescate personal. Smirnoff logra capturar el sensible entusiasmo que va apoderándose de la protagonista. La realizadora mantiene el interés por esa aprehensión curiosa, frágil e incesante, valiéndose de la originalidad de un guión que repele en todo momento la invocación de un deslizamiento dramático previsible (soberbia la caracterización cotidiana, comprensiva, sincera del esposo y los hijos, así como el mantenimiento de la elegancia respetuosa e incógnita en la que se instala al personaje de Roberto, la secreta pareja de juego de María) y, sobre todo, de la inconmensurable sencillez que le presta el hermoso trabajo de la actriz que la colma de lúcida credibilidad . La gran María Onetto impone sin echar mano de la más mínima estridencia la opacidad abnegada y frustrante que requiere su protagonista. La actriz presta ilusión, esperanza y comedimiento al retrato de esta mujer que aprenderá, finalmente, que la vida no es un rompecabezas. El rompecabezas auténtico consiste en buscar la pieza que nos falta. Y en saberla guardar cuando la encontramos. Somos lo que somos, lo que nos falta, la tristeza de saberlo, pero también la alegría que sobreviene cuando estamos en condiciones de llenar el hueco final del puzzle. Natalia Smirnoff, con este retrato de mujer callada con hueco al fondo, consigue que nos apetezca aguardarla en su próxima búsqueda.

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THE KILLER INSIDE ME, de Michael Winterbottom

Las esperanzas de que una película pudiera depararnos una sorpresa en las postrimerías del certamen estaban todas depositadas en un realizador al que la Berlinale ha mimado durante su última década. En el año 2003 se alzó con el máximo galardón gracias a la sobrecogedora IN THIS WORLD. Nos referimos al incatalogable, dinámico, alborotador Michael Winterbottom, que, para decepción de todos, no ha conseguido colmar la esperanza postrera sobre él justificadamente depositada. Tras su irregular, aunque inquietante GÉNOVA, el autor de WONDERLAND, ha decidido embarcarse en la facturación de un film que se adhiere a uno de los pocos géneros que él no todavía no ha transitado. THE KILLER INSIDE ME, basado en una novela de Jim Thompson, supone su primera incursión en el más cenagoso y áspero de todos los géneros: el cine negro.

Década de los cincuenta. El film nos presenta a Lou Ford, un joven policía que desarrolla su labor dentro de los márgenes áridos, luminosos, de una pequeña población sureña norteamericana. Los primeros compases de la película nos advierten sobre la cordialidad, sobre el trato afable que dispensa a todos los vecinos del pueblo. La palabras de su propia voz en off abundan sobre la serenidad, el sosiego imperante en un entorno en el que todo el mundo se conoce. Sin embargo, la súbita imbricación de una directísima, brutal –excesiva- escena de violencia nos alerta de que tal calma bonhomía dista mucho de ser verdadera. El joven madero esconde inmisericorde, maligna trampa. Ford es un furibundo psicópata. Un avieso lobo, maquinador y cruel, latiendo perversiones agazapado bajo piel de bonito cordero. El entramado argumental del film girará en torno a los modos y maneras mediante los que esta bestia intenta mantenerse a flote. Una compleja historia de chantajes con consecuencias no previstas irá tejiendo el sustrato narrativo, gracias al que el espectador asistirá a la demoledora radiografía cerebral de la muy encolerizable, aniquiladora criatura. Los zarpazos de la bestia van revelando, como no podía ser de otra forma tratándose de la incorregible voluntad heterodoxa del creador de CODE 46, una perturbante, desmarcativa, moderna apropiación de un género, que, quizás, por un exceso de autocomplacencia no bien calibrada, acaba por venirle grande a esa desacorde inquietud. Winterbottom falla allí en donde los mejores descerrajan la precisión tajante de su saber hacer.

THE KILLER INSIDE ME no cumple finalmente con las poderosas expectativas que su propia pertinencia realizativa genera. Winterbottom aplica su demostrada capacidad narrativa a la deriva enfermiza que el encadenado argumental revela cuando su protagonista incide en la extrema crueldad que lo sanciona. El film, durante buena parte de su metraje, supura estilo, garra y ardiente insanía. Sin embargo, en su último tercio se enreda en una flagrante autodesacreditación, causada por el descontrol que desmantela la verosimilitud de los hechos expuestos. Da la impresión de que la efusiva, obcecada contemplación del frenesí asesino exhibido por Ford fuerza un ostensible desentendimiento de la trama. La película se empeña en un acorralamiento final sobre el protagonista demasiado exagerado en su concreción. Winterbottom no sabe prescindir de una cólera que ya ha extenuado su vehemencia. El personaje (interpretado soberbiamente por Cassey Affleck) deviene en estridente, arbitrario, enrabietado guiñol de su propia inercia. Cierta confusión o desacierto en la explicación de algunos acaecimientos (el devenir del operario de la gasolinera) contribuyen a un desbarajuste que, indescriptiblemente, estalla con toda ridícula impertinencia en una escena final digna de la papelera de rejilla más próxima a la mesa de trabajo del guionista. Una verdadera lástima. El crédito de Winterbottom no hacía esperable semejante improperio escénico. Al autor de ROAD TO GUANTÁNAMO le quedan aún varios directos a la mandíbula para ser el Fritz Lang, el John Houston o el Robert Aldrich que ansía emular. Hay empeños que no se solucionan a base de lindo capricho.

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A FAMILY, de Pernille Fischer Christensen

Hace cuatro años sorprendió gratamente la participación de una joven directora danesa. Su primer film, EN SOAP, consiguió alzarse con el gran premio del jurado. Pernille Fischer Christensen daba muestras evidentes de saber calmar con proximidad la dinamita ambiental de una muy explosiva situación de partida: la relación entre una mujer recién salida de un fracaso amoroso y un travesti, vecino suyo. Ahora vuelve a competir con su tercer largometraje. Se titula A FAMILY y, como en el citado, vuelve a plantear una tortuosa crudeza emocional, aunque en esa ocasión la perentoriedad es de un calado mucho mayor. El film nos conduce de pleno a ese inhóspito trance existencial que es la contemplación del dolor de un ser querido condenado a una agonía sin remedio. La muerte cuando decide apretar duro, recrearse en su suerte, hacerse presente de la forma más dolorosa posible. El cáncer en el momento en el que el enfermo es consciente de su tortuoso desahucio.

A tal menester se encamina el acuciado devenir de Ditte, la joven protagonista del film. Ditte es una joven galerista de mucho prestigio. Vive en Copenhague junto con su pareja, Paul, un artista que ella promociona. Una llamada de teléfono los llena de repentina felicidad: a Ditte le han ofrecido trabajo en una importantísima galería de Nueva York. Cuando todo está decidido, al padre de ella, Rikard, le diagnostican un rebrote cerebral de un cáncer de pulmón que le acababan de decir que tenía curado. No hay operación posible. A la consternación y el abatimiento consecuentes a tan funesta noticia, se le une el agravante de un particular condicionamiento familiar que actuará en contra de la joven. Rikard es el maestro hornero de una acreditadísima fabrica de pan que ha pasado, de padres a hijos, durante tres generaciones: los Rheinwald, proveedores, entre otros, de la Casa Real danesa. El padre se enfrentará con la hija al exigirle que no abandone el negocio. Ditte habrá de hacer frente al conflicto que le ocasiona su propio deseo y la firme postura de su novio. Paul ya ha hecho planes para trasladarse a la capital neoyorkina.

A FAMILY juega sus mejores bazas cuando se centra en la disputa que mantienen padre e hija, y, sobre todo, en la sosegada fiereza con la que encuadra el consciente ocaso del primero. Fischer Christensen dispone el posicionamiento de su cámara para que la captación de este rabioso declive sea humanamente denso. La realizadora arriesga, pues su seguimiento bordea lo insoportable o lo inmoralmente mostrativo, pero sabe esquivar esa posible afrenta. El film no cae en lo morboso, porque la descripción previa del personaje paterno contribuye a que la muerte de ese ser humano conlleve un bagaje simbólico muy sólido. Rikard representa una estirpe, una fuerza, un conocimiento hecho vida a través de un trabajo que ha condicionado la totalidad de su existencia. Su rebeldía frente a la fatalidad viene condicionada, además de por el seguro, insoportable e inútil sufrimiento físico y por la inexorable certeza del fin, porque sabe que con su ausencia peligra lo que, aparte de su familia, él más ama. Fischer Christensen expone con nítida rotundidad tanto el tozudo –y comprensiblemente iracundo- posicionamiento del padre (excepcionales la escena en la que llega a casa semidesnudo tras no aceptar quedarse en el hospital, así como el plano previo en el que estruja un panecillo que le allí le dan para comer), como el cúmulo de condicionamientos que actúan contra Ditte. El individuo como víctima de un peso biográfico anterior que amputa la capacidad de decisión de quien se resiste a sobrellevarlo. La tradición y el mandato de su designio.

Ante la magnitud del empeño de partida, no resulta imprevisible la aparición de algún que otro desequilibrio. A FAMILY lo contiene, pero no incide apenas en la dignidad de su esforzada valía. La directora sólo comete alguna imprecisión al tratar de ampliar al máximo la confluencia de afectaciones. No todas están saldadas con el mismo tiento. La de la hermana de Ditte o la de la segunda esposa de Rikard ven mermadas su credibilidad, porque no están atendidas con la oportuna precisión. Fallos menores de un film osado, correoso, creíble y contenidamente emotivo, que Pernille Fischer Christensen solventa con una atenta elegancia. La familia, esa encrucijada con eterno retorno.

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HOW I ENDED THIS SUMMER, de Alexej Popogrebski

La segunda película del realizador ruso Alesej Popogrebski ha postulado su sinuosa sobriedad a obligatorio galardón en la lista definitiva de vencedores de este año. HOW I ENDED THIS SUMMER esconde quizás la ilación de imágenes más hermosamente perturbadora de todas las contempladas en la Sección Oficial de este año. La del ruso es una película difícil, desabrida e inclemente, mas tales impedimentos, en lugar de desahuciarla, se alían para que ahora estemos reconociendo su incuestionable vastedad escénica. Nos hallamos ante un film que forja su pertinencia en el talento con el que están fusionadas las durezas que constituyen el aliado rugido de la lucha de sus elementos.

HOW I ENDED THIS SUMMER fundamenta su espesura en una parca, mínima andadura argumental. Popogrebski nos traslada hacia un paraje remoto, aislado, desconocido, en el que la presencia humana se concreta en la obligada destinación laboral de dos hombres. Son Pavel y Serguei, los operarios de una estación meteorológica rusa sita en el Ártico. Serguei es el más experto de los dos. Lleva ya muchos años implicado en ese solitario cometido, y se toma su labor con una milimétrica exhaustividad. Pavel, el más joven, en contraposición a la seria profesionalidad con la que Serguei consume toda su estancia, se apresta a aprovechar hasta el límite las escasas posibilidades ociosas que allí dispone. Pavel pasea, corre por las playas, se encarga del control de los dispositivos radiactivos más alejados. Popogrebski traza un escueto retrato de los personajes estableciendo las diferencias que entre ambos refleja su conducta, su comportamiento cotidiano, el modo en el que cada uno acomete la compañía del otro. Serguei es sobrio en palabras. Pavel demuestra una capacidad de disfrute que el otro mira de reojo, atento a que éste no cometa ningún error. Toda la morosísima primera parte no se aplica a otra cosa más allá de esa reiterada observación cotidiana. Se hacen casi insoportables los continuos recitados de números (perdóneseme la ignorancia sobre la materia) que hacen, vía telefónica, con la base central de información: su único contacto con el exterior; la única intromisión humana en la recóndita habitualidad que concierne a los dos personajes.

Sin embargo, la mediación de un inusitado giro argumental obliga a una poderosa mutación escenográfica, a un giro repeledor de esa descarnada, irritante lentitud realizativa. Serguei decide ir a pescar truchas a un lago y deja el mando de los controles a Pavel. Éste, inesperadamente, recibe un comunicado que atañe expresa, urgentemente a Serguei; en él se le advierte de una fatalidad. Pavel no se lo cuenta. Decide que la próxima llegada del barco que ha de recogerlos le eximirá de esa desagradable tarea. Las cosas no salen como él calcula. A partir de ese preciso momento, HOW I ENDED THIS SUMMER principia una impresionante odisea persecutiva en la que emerge como tercero en hostil discordia un elemento que deja de ser meramente enmarcativo o incorporador de un fondo gélidamente exótico: el elemento espacial, el cruento, infinito paisaje, que agarra, para sí, el devenir obsesivo, insano y amenazador de la historia.

Popogrebski demuestra un talento inusitado para fusionar una deriva tan desvariante como física. La puesta en escena está calculada hasta el más mínimo detalle. El realizador da un recital tras la cámara. Con esta atiende tanto a la angustia incesante que embarca a Pavel en una particular pesadilla, como a la omnipresencia grandiosa y cerrada de una naturaleza que lo pincela en su justa nimiedad. El contraste de ese hombre evadiéndose de su propio temor contra un espacio que lo sobrepasa tanto física, como, sobre todo, emocionalmente, es furibundamente desgarrador. Una aventura inmensamente íntima y sepulcralmente exterior. El Oso de Oro tiene aquí su sitio. Anotemos a Alesej Popogrebski como, ya, imprescindible.

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SHUTTER ISLAND, de Martin Scorsese (Fuera de Competición)

Tras el decepcionante paréntesis que supuso la realización de SHINE A LIGHT –el documental que significó su particular homenaje a los Rolling Stone-, Martin Scorsese vuelve al terreno que mejor domina: el de la narración cinematográfica compleja. El autor de INFILTRADOS es, le pese a quien le pese, un director ostensiblemente ambicioso. La palabra "acomodo" debe estar escondida bajo el felpudo de la puerta de atrás de su biblioteca. El neoyorkino no mueve claqueta si la pieza a orquestar no cumple con el mandato de esa férrea consideración preliminar que es la apetencia inmoderada. La ansiosa disposición por el salto en el vacío. Desde ella está fraguado este sólido ejercicio que es SHUTTER ISLAND, la mejor de sus obras desde la muy minusvalorada CASINO.

SHUTTER ISLAND comienza con aires de extrañeza policiaca. La súbita desaparición de una interna obliga a dos comisarios policiales, Teddy Daniels y Chuck Aule, a trasladarse a una isla, en la que sólo hay edificado un complejo penitenciario especializado en la custodia de presos muy peligrosos, aquejados de graves trastornos psicológicos. La desaparecida se llama Rachel Solando y está allí encerrada desde que decidió asesinar, ahogándolos, a sus tres hijos. La investigación de los dos detectives deberá solventar una inesperada dificultad: a la reticencia de los mandos penitenciarios y médicos allí establecidos, se le suma la violenta irrupción ensoñativa de unos terribles antecedentes personales que comienzan a vapulear la traumatizada mente de Daniels. La dificultad del film viene dada por esta dualidad tan difícil de concentrar narrativamente y tan sensible a la trillada arbitrariedad del descarrilamiento delirante. Scorsese decide abordar el escollo dirimiendo una apasionante lección de austeridad controlativa, que le permite hacer creíble, atemperar el obstáculo del deslizamiento tonal exigido por el tortuoso, laberíntico y cerebral desarrollo argumental de la historia.

Scorsese da lo mejor de sí en todos y cada uno de los milimétricos planos que componen esta candente indagación en la demencia. El realizador opta por abrazarse a la particularidad escrutante y subjetiva que le brinda el bagaje de su protagonista (un Leonardo Dicaprio sencillamente antológico). Éste posibilita un oscuro desdoblamiento narrativo: el paradero de la asesina huida de su celda va dando paso al conocimiento de unas claves biográficas que irán hilvanando un tenebroso proceso de durísimo esclarecimiento personal. La veteranía del autor de TAXI DRIVER le lleva a visualizarlo sin la más mínima tentación exhibicionista o subrayadora. Razonada contención, solícita vigilancia, pulcritud psicoanalítica… Scorsese decide atender a su personaje, prestándole el tiempo necesario para esa precisa exposición del marasmo emocional que lo concierne salvaje, convulsivamente. El periplo trazado por su interna autoexploración está saldado con una paciencia mostrativa inmejorable. La cauta e inflexible adhesión a las reacciones de Teddy hace que la sólida trama se contagie, mimetice ese tupido, dramático malestar.

Así, todos los acontecimientos quedan impregnados de una enferma clarividencia desquiciada. El paraje físico adquiere la quejumbrosa aspereza de una pesadilla susurrada por la violencia de un mar embravecido. Los habitáculos interiores, la turbia, lóbrega, supurativa organicidad de una cicatriz entreabierta. La realidad externa diluye su lógica en la fiebre de un angustioso conflicto. La puesta en escena desplegada por el cineasta acomete esta perniciosa subjetivización mediante una aviesa elegancia formal, brillantemente deudora del cine de terror psicologista de los años cuarenta. El cine que Val Newton le produjo a Jacques Tourneur, el Fritz Lang de LA MUJER DEL CUADRO, el George Cukor de LUZ DE GAS, el Hitchcock de RECUERDA o LA SOMBRA DE UNA DUDA conforman un referente que SHUTTER ISLAND pone al día trazando una metodología ensayística muchísimo más densa que las anteriores.. El resultado de toda esta prestidigitante evocación es una obra de arrolladora solvencia, a la que quizás le sobra la incursión de alguna escena, sobre todo, en su tramo central. Sin embargo, la fustigante revelación de los cuarenta minutos finales es de esas que enfurecen la calma solicitud de nuestras retinas: se han quedado clavadas en el misterio con el que las acaba de sacudir la pantalla grande. Scorsese, ese entusiasta pergeñador de sobredosis cinematográfica, ejecutada siempre a fuerza de planos insaciables.

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