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BERLINALE MIT CELSO
BERLINALE 2009

por Celso Hoyo

Volvemos a Berlín quienes jamás quisiéramos abandonarla. La Berlinale se nos antoja casi una  excusa maestra para iniciar este plácido retorno anual en el mes de Febrero. Reincidir en esta ciudad no supone rutina calendaria alguna, sino estremecimiento por lo que de revelación te ofrece siempre su exacta geografía.

Comienza, pues, la 59ª edición del evento cinematográfico más importante de la primera parte del año. La Berlinale incide en una oferta absolutamente descomunal, inabarcable a todas luces, incluso para  las retinas más atléticas y el apetito más tragaldabas. Por lo que a la corresponsalía Berlinera de ZINEMA.COM se refiere, exigua “ma non troppa”, me siento en la obligación de aclarar que atenderá, como en años anteriores, a la Sección Oficial a concurso, haciendo alguna que otra aproximación a las sorpresas que Panorama pudiera depararnos.

Dentro de los films que van a competir por el codiciado Oso de Oro, cabe decir que tenemos de todo menos de lo nuestro. No hay representación patria en la competición principal. Ya son muchos los años que el comité organizativo tiene a bien ignorar el cine que se produce en nuestro país. Desconozco las razones de tan ya excesiva decisión, pero me da también que nuestra industria tampoco contribuye en demasía al embeleso de la mano que otorga dorsal para contender por el dorado osezno. Un repaso a los títulos hispanos estrenados durante todo 2008 no presta ni para llenar media mañanita programativa. De ahí que cascarrabie en saco roto, quien quiera ver en el despreciador veredicto cualquier tipo de mano oscura celtibéricofoba.

La lista de películas que va a ser pasto del juicio de la crítica internacionalísima aquí conclavada configura un menú, en principio, asaz sugerente, suculento y corazonante. Da la impresión de que el equipo confeccionador del elenco definitivo se ha dejado la vocacional tentación exótica y descubridora algunos kilómetros más allá del aeropuerto de Schonefield. La Berlinale apuesta por lo seguro, por lo “festivalizable”. Sólo así se puede entender la casi nula aportación asiática (reducida a FOREVER ENTRALLED, del últimamente desorientado Chen Kaige) y la petición de asistencia hecha a cineastas de la categoría de Stephen Frears (con un drama romántico ambientado en el París de principios de siglo, CHERI, con la gran Michelle Pfeiffer volviéndose a poner a las órdenes de quien la inmortalizó en LAS AMISTADES PELIGROSAS), Bertrand Tavernier (de la mano de IN THE ELECTRIC MIST; hay muchas ganas por ver los resultados de esta aventura norteamericana y policial del maestro francés), François Ozon (nos trae RICKY, un extraño drama familiar con bebé sospechoso de poseer poderes sobrenaturales, protagonizado por Sergi López),  Sally Potter (ofreciendo una original incursión en el mundo de la moda neoyorkina mediante RAGE) y Andrzej Wajda (que, jugando la segura baza de Krystina Janda, la gran dama de la interpretación polaca, vuelve este año con TATARAK).

El resto la componen algunas obras de directores debutantes o muy poco conocidos (el germano Maren Ade –ALLE ANDEREN-, el iraní Asghar Farhadi -DARBAREYE ELLY-, el argentino Adrián Biniez -GIGANTE-, el británico, afincado en Budapest, Peter Strickland - KATALÍN VARGA -,  el norteamericano Oren Moverían -THE MESSENGER- y la peruana Claudia Llosa -LA TETA ASUSTADA-) junto con otras que pertenecen a un grupo de creadores de no muy extensa trayectoria, que, sin embargo, ya han dado muestras de un talento que, esperamos, haya ido en aumento. Dentro de éste, nos encontraremos con la nueva producción de Michell Lichenstein, HAPPY TEARS, su segunda obra tras la sorprendente TEETH, con un variopinto reparto femenino  de aúpa, integrado por Parker Posey, Ellen Barkin y, atención, una muy distinta Demi Moore; de la siempre visceral Annette K. Olsen, que regresa a la Berlinale con LILLE SOLDAT, donde se centra en el difícil regreso a casa de un soldado traumatizado; del interesantísimo Rachid Bouchareb,  creador de LITTLE SENEGAL, que, en  LONDON RIVER plantea una conmocionante situación posterior a los atentados terroristas de Londres en 2005; del controvertido Richard Locraine, que viene dispuesto a no dejar indiferente a nadie mediante MY ONE AND ONLY, una comedia basada en las memorias de infancia del actor George Hamilton, con Renée Zelweger incorporando a una viajera madre de familia numerosa con ganas de casamiento; del alemán Hans-Christian Schmid, autor de la magnífica REQUIEM, nos llegará un thriller político, titulado STORM, en el que incluye a Anamaría Malinca, la inolvidable protagonista de 4 MESES, 3 SEMANAS Y 2 DÍAS; y, sobre todo, -reconozco que es la que tiene más en ascuas mis orondas y facilitas esperanzas- la de ese sueco inconformista e imprevisible que es Lucas Moodysson,  autor de la imprescindible FUCKING ANIMAL, que presenta MAMMOTH, una tensa historia familiar, centrada en  una exitosa pareja neoyorkina, que recaba los servicios de una asiática para que cuide de su hija de dieciocho años.

A todas, hay que unirles un morrocotudo apartado que componen algunos de los títulos situados “Out of Competition”, junto con los que hallamos inscritos en una sorprendente “Berlinale Special”. Aquí nos damos de bruces ansiosas contra las apetecibles últimas obras de, nada más y nada menos, que Costa Gavras (EDEN A L´OUEST), Rebecca Miller (THE PRIVATE LIVES OF PIPA LEE, con, pásmense, Robin Wright Penn, Alan Arkin, Keannu Reeves, Julianne Moore, y, ¡Oh, por fin!, Wynona Ryder) Stephen Daldry (THE READER, aquí está ella, esto es, Kate Winslet), Paul Schrader (ADAM RESURRECTED), Claude Chabrol (BELLAMY), Lone Scherfig (AN EDUCATION), Ermano Olmi (TERRA MADRE), Manoel de Oliveira (SINGULARIDADES DE UMA RAPARIGA LOIRA) y, lo dejo el último, porque es mi objetivo intimo a saciar durante estos diez días, Theo Angelopouolos, que nos regala su última inercia, la titulada THE DUST OF TIME, en la que se entregan a sus directrices Iréne Jacob, Willem Dafne, Michel Piccoli y Bruno Ganz.

De todas ellas esperamos lo mejor, porque para lo peor ya está Tom Tykwer, el que se encargaba de dar el pistoletazo de salida. La primera nos la han dado en nuestra recién arribada frente. ¡Ay, madre! Esperemos que lo suyo no sea ave de agüero funesto, porque si todo ha de estar a la altura del abridor de la ceremonia de apertura… apaga, coge la salchicha y veteeeeeeeeeeeeeeeeee!

 

LAS PELÍCULAS

Sección Oficial

Fuera de concurso

Panorama

Valoración Berlinale 09


THE INTERNATIONAL, de Tom Tykwer

La BERLINALE ha tenido a bien otorgarle el privilegio de su apertura a Tom Tykwer, uno de los más renombrados vástagos de la última generación de cineastas germanos. Tykwer, o el creador a una primera obra pegado. Por mucho que intente huir de ella, al autor de THE INTERNATIONAL le acompañará siempre la sombra sudada y exhausta de su debut, la simplemente curiosa CORRE, LOLA, CORRE. Tras ella no se le ocurrió otra cosa que meterse a rodar un guión del finado Krystof Kievlowsky. El resultado, claro está, dejó mucho que desear y bastante más que reprocharle. Hace dos años volvió a granjearse cierta reputación al ser situado al frente de la adaptación cinematográfica del “best-seller”de Suskind, EL PERFUME. Aquí remontaba un tanto su crédito, aunque no dejaba de evidenciar que es un cineasta con propensión a la ampulosidad, a la estridencia y al efectismo. La obra que ahora comentamos lo termina, así, de confirmar. El alemán parece que disfruta metiéndose en berenjenales para los que sus manos poco gráciles no están preparadas.

THE INTERNATIONAL se quiere un thriller de altas finanzas corruptas y no es sino un cúmulo de anodinas pesquisas al servicio de una trama transnacional, tan del gusto de los metidos a esta suerte de policiaco planetario que inició la saga Bourne. El film narra los esfuerzos de un agente de la Interpol por desenmascarar los oscuros negocios armamentísticos que maneja un importantísimo banquero sueco. El argumento se va complicando a medida que va cruzando fronteras: De Berlín a Lyon, de Milán a New York y a Estambul. Parece que hoy en día resulta difícil la realización de un film de estas características, sin que para ello se tenga la sensación de que todo está al servicio de una epatación paisajística deslumbrante, turística y maquilladora de las carencias del film. El director no cuida su agenda itinerante tanto como la temperatura turbia del embrollo que tiene entre manos. La ruta avasalla la trama.

Tykwer sucumbe por timorato a esta gélida persecución de financieros mafiosos. THE INTERNATIONAL no vale ni como cine de acción al estilo del ya mentado Bourne, ni como radiografía del mal instalado tras las acristaladas fachadas de los grandes y modernos edificios, en los que urden designios los buitres con traje caro, encargados de, mediante poderío económico, desestabilizar a su antojo un orden mundial al servicio de su insaciable caja fuerte. El film se queda en SYRIANA de medio pelo, en MICHAEL CLAYTON descafeinado por exceso de convencionalidad y billetes de avión. La aventura está al servicio de un director que solo sabe magnificar la rutina con la que está pergeñada. Sirva como ejemplo la violenta escena que tiene lugar en el Guggenheim de Nueva York: planteada con cierto estilo, desarrollada con destreza, termina por ser desperdiciada, pues Tywker es incapaz de solventarla mucho antes de que termine concluida en quincalla propia del Bruce Willis de LA JUNGLA DE CRISTAL. Sólo la tensión visceral y enfadada con la que Clive Owen perfila su desasistido personaje, alcanza a dejar atisbar la intensidad que, en THE INTERNATIONAL, no cuaja jamás. Naomi Watts naufraga con el resto de la lujosa intrascendencia. Tom, otra vez será.

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LILLE SOLDAT, de Annette K. Olsen

La estimable realizadora danesa de MINOR MISHAPS (2002), Annette K. Olsen bucea en su última obra en los efectos posteriores al regreso del guerrero consternado a su guarida. LILLE SOLDAT nos narra la vuelta a su ciudad de Lotte, una joven soldado danesa, que, desilusionada, abatida, rota, se nos presenta sumida en un una grave crisis paralizante tras finiquitar muy insatisfactoriamente su estancia en Irak: el desastroso estado que presenta su piso vine a referirnos el deterioro interior frente al que nada parece querer hacer. La aparición del personaje de su padre abre la trama del film al planteamiento de una situación bastante original, que Olsen aprovecha para no caer en la impostura de un discurso apoyado en la descripción atosigante, obsesiva e insalvable del abatimiento de la protagonista.

El padre de Lotte resulta un tipo poseedor de un negocio de transportes de mercancía a gran distancia y, a su vez, regenta una red de prostitución, en el que sólo da cabida a jóvenes africanas. Una de ellas, Lilly, es su propia amante. La lesión del chofer que la conduce a ésta a los lugares en donde tiene sus citas, provocará que sea Lotte quien pase a ejercer esa función. LILLE SOLDAT acumula sus mejores momentos, cuando se dispone a indagar en el proceso de acercamiento amistoso de las dos mujeres. El film sortea el tremendismo contra el que hubiera sido fácil estrellarse al implicar una sencilla, en ocasiones divertida –el cliente que la duerme porque su fantasía es hacerlo con una mujer muerta-, contemplación de los trayectos “laborables” de la prostituta. Olsen adopta el punto de vista distanciado, mudo y progresivamente implicado que le proporciona ese elemento esperante y cómplice en el que se convierte Lotte.

LILLE SOLDAT nos descubre la valía de una realizadora muy capacitada para la radiografía honesta de los personajes limítrofes que precisa en sus ficciones. El film es duro, pero no se recrea ni se enfanga en la tortura que atraviesa la protagonista. Quizás, el exceso de celo en no chocar contra la rémora de un arranque tan desahuciado sea el culpable de la carencia más notoria que gravita durante todo el filme: la escasa información que se nos facilita sobre el pasado inmediato de Lotte. La idea de presentarla regodeada en su propio derrumbe no es suficiente para solucionar todos los interrogantes que su itinerario plantea. El espectador es testigo de su toma de postura, del modo en el que acaba asumiendo el futuro de la amante de su padre: esto es, como una misión que debe conllevarle la satisfacción que su aventura militar no le ha brindado, pero el relato jamás revierte esta tesitura en conocimiento del personaje. Lotte, pese a su estatus principal, concluye siendo el personaje más insuficientemente escrutado. Su deriva íntima lo introduce en una superior que no está resuelta ni aclarada con la profundidad que requiere. Aún así, hay que reconocerlo, LILLE SOLDAT, en su conjunto, puede ser vista como una obra más que digna, por la valentía de un planteamiento dramático novedoso que Olsen amarra y exprime sin regodearse en lo escabroso y virulento de alguna de sus emergencias.

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EL LECTOR (THE READER), de Stephen Daldry

Fuera de competición se ha presentado la que, con toda seguridad, era una de las cintas que más expectativas había creado, desde que se supo la lista completa de los títulos que iban a poder ser vistos este año en la Berlinale. Una vez contemplada, cabe concluir que las ha colmado con creces. El tupido silencio que se ha podido cortar durante su proyección así lo vindica. EL LECTOR, la última obra de Sthephen Daldry, el creador de esa prodigiosa polifonía de mujeres, heridas y tiempos que componía LAS HORAS, vuelve a convocarnos a una conmovedora espiral de rupturas espacio-temporales que, en esta ocasión, nos pretende dar cuenta y luz sobre ese espacio recóndito y afligiente que es el del secreto humano, vivido como herida fluyente, como reguero incesantemente rojo sobre la piel.

Adaptación de la exitosa novela homónima de Bernhard Schlink, la película parte estructurada por una serie de flash-back, originados por el recuerdo de un hombre asomado a la ventana de un hotel en Berlín. Nos situamos, pues, en el terreno de la memoria, de la evocación íntima, de la remembranza de un hecho pasado condicionador definitivo de toda una existencia. El protagonista se remonta retrospectivamente hasta un momento puntual de su adolescencia: regresando a casa en un día lluvioso, de súbito, se siente indispuesto y vomita en la entrada de una vieja finca del centro de la ciudad. Una mujer sale en su ayuda. Lo atiende, lo lava, y se apresta a acompañarlo hasta su hogar. Este será el punto de partida de un intenso romance que durará todo el verano posterior a ese primer encuentro. Daldry encadena, en esta parte del metraje, las que sin duda son las escenas más hermosas de toda su trayectoria. Rozando lo sublime, asistimos a la escenificación arrebatada de un bellísimo poema lírico-erótico, en el que el realizador pone todo su esfuerzo por instalarse en ese precipicio irracional e inatacable que es el sentimiento erizado de amantes en estado puro de búsqueda, hallazgo y locura. La cámara de Daldry se impregna de la piel deseante y deseada de sus dos gozados protagonistas. La captación de esa dicha irracional, de la festividad corporal y amorosa desencadenada es perfecta.

Sin embargo, el posible melodrama romántico que pudiera desprenderse de esa historia de amor entre dos personas de muy dispareja edad y más disímil extracción social, desaparece en aras de un giro radicalísimo en la trama. El hombre que desentierra su pasado da un salto en el tiempo y, situándose unos años después, durante su época universitaria, se detiene en el preciso momento en el que el destino vuelve a unir a los dos pretéritos amantes: él, en calidad de estudiante de derecho que acude a un juicio para cumplir con una actividad práctica; ella, en el de rea de ese litigio, como antigua celadora de un campo de consideración, acusada de criminal colaboracionismo con el gobierno nazi. Daldry detiene el esencial y entregado apasionamiento escenográfico de toda la carnal e iniciática primera parte, y concede el punto de vista de su narración a la mirada incrédula, conmocionada y sacudida del joven. El realizador acierta en un primer momento al imponer ese freno consternado a su historia: quien la contempla es un ser abatido por el desvelamiento de una realidad aberrante, inimaginada por él. EL LECTOR, a partir de ese momento, se reformula argumentalmente y bifurca su narración en dos líneas reflexivas de calado bien distinto: una, de naturaleza individual; otra, histórico-colectiva. La primera se circunscribe a la devastación privativa del personaje protagonista, al dilema que se le plantea, cuando oculta a todos que él conoce a la mujer que está siendo enjuiciada por unos actos horrendos y que con sus manos asesinas fue capaz de iniciarlo en el aprendizaje de la ternura y de la pasión. La segunda, de naturaleza mucho más ambiciosa, la que pretende abordar el tema de los juicios colectivos a toda una generación de alemanes que miró hacia otro lado, cuando se estaban cometiendo un genocidio que, en palabras de un personaje, debió de haberse solucionado con una autoinmolación colectiva: la toma de conciencia de toda una generación de hijos de aquellos padres que se hicieron los ciegos para sobrevivir.

Arrebatada, sensible, compleja y valiente EL LECTOR, quizás, decae en su último tercio, víctima de esa obvia descompensación que se produce entre la subyugante y carnal poesía exaltada de la primera parte y un último tramo, el que describe la relación entre los dos personajes ya mayores, que no logra despojarse del detenimiento intensivo que se produce a partir del juicio. Eso sí, quien no baja jamás la guardia de su prestación es el memorable recital interpretativo de una Kate Winslet, sencillamente inmensa. La gran dama de la interpretación femenina actual inmortaliza sin aspavientos ni evidencias humanizantes la complejidad fascinadora de una bestia vislumbrada desde el ángulo del afecto y desde su más oscuro reverso: el que niega aquel por la responsabilidad incuestionable de los execrables actos cometidos. La también superlativa intérprete de REVOLUTIONARY ROAD impregna de convencimiento ingenuo, voluptuoso y perverso un personaje del que logra transmitir su bipolaridad sin apoyo gestual desdoblante alguno. Su cuerpo a cuerpo con el joven David Kross es de antología. Hacía mucho tiempo que no se contemplaba en pantalla grande semejante embeleso de arremetidas, sensibilidades y cuerpos.

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RICKY, de François Ozon

De la mano de ese francés imprevisible y singular que es el ya experimentado François Ozon, nos llega la propuesta seguramente más bizarra de toda la selección a concurso. Se llama RICKY, no es una compresa, pero tiene alas. Acostumbrados a que estas rarezas mutacionales nos las brinden las mentes siempre apocalípticas y postnucleares de determinados cineastas asiáticos, la verdad sea dicha, este galo hasta ahora mesurado, nos la ha colocado de rondón plumífero y arcángel. Ozon se nos ha hecho un poco “Amelie” de sí mismo, y nos quiere hacer partícipes de su repentino desborde imaginativo y original. RICKY está solventada con el engreimiento de quien piensa que le está tolerada una gracia, porque se le ha ocurrido a su apetito elevado y críptico.

El film narra en clave de comedia dramática una historia que, en su arranque, parece condenada a describir un argumento de marcado cariz socio-laboral, y que, dando un giro de ciento ochenta fumados grados con fiebre, vira a una suerte de fábula pseudo-fantástica, que llega a provocar un estupefacto desconcierto hasta en la capacidad de sorpresa del espectador más acostumbrado a bregar en estas lides harineras de costal surrealista. RICKY nos presenta a Katie, una mujer de unos cuarenta años, madre soltera de una niña, que comienza una fulgurante relación amorosa con Paco, un emigrante español que trabaja en la misma fábrica en la que lo hace ella. El velludo hispano da pronto en la diana procreativa de su pareja, y Katie se nos embaraza a la primera de cambio. Hasta ese momento, Ozon muestra unas inusitadas dotes de cineasta capaz de la elaboración de una obra circunscrita al ámbito del, abusemos del espantoso término, cine social. La obra remite al primer Guediguian, al Loach más atento. El autor de 8 MUJERES despliega un austero acercamiento al ámbito humilde y problemático de la aumentada familia.

El problema en RICKY surge cuando advertimos que el niño de este film no trae un pan debajo del brazo, sino que, además de escandalosos lloros continuados, lo que nos depara es delirio, mala pata y chiste chusco. Ricky no para en llantos. Algo le duele. Tras quedar una jornada con su padre a solas, Katie se asusta ante la aparición de dos grandes moratones. Las sospechas de algún maltrato que Paco niega, provoca su marcha del hogar. El pasmo sobreviene cuando las manchas se tornan dos bultos, y estos muy pronto se transforman en alas. En dos horrendas alas de pollo viejo para caldo ligero, que parecen sacadas de la basura sobrante, por caducada, del departamento de carnes avícolas de un supermercado. A partir de este momento, la película derrapa por el terreno de la fantasía, instaurada en el ámbito de lo reconocible como elemento asimilado por el alrededor más cercano. Superado el horror de las alitas anciano-calimeras, justo es reconocer que el desarrollo de la idea, en un primer momento, es ciertamente atractivo. La reacción de madre y hermanita llega a hacernos presagiar que la ocurrente deriva no es fruto del capricho de un realizador convencido de que tal vuelta de tuerca genérica pudiera tener validez. Ambas aceptan con normalidad la aparición de las pellejo-membranas. Y esa asimilación emotiva, dichosa y secreta redunda en un extrañamiento jugoso y escueto, pues el modesto ámbito espacial en el que había sido enmarcada la historia –el piso de Katie- no varía.

Sin embargo, Ozon no explora en esa extrañeza cotidiana que genera la tesitura descrita, sino que la lleva al terreno de la exageración, del desatino y de la barbarie escenográfica. La idea de mostrar al bebé emplumado volando alitas en ristre no puede ser más que considerada como broma destartalada y finiquitante. El realizador perdigonea la fabulativa credibilidad de un filme que ya, a pesar del abusado aleteo del angel-pollo, no vuelve a levantar el vuelo. Ozon, queriendo epatarnos de puro infrecuente, de puro rarito sofisticado, lo que consigue es que uno, cuando sus amigos le exijan que los agasaje con una paella, ponga condición que al pollo lo troceen ya manco. O ali-carente. Esto no lo quiero yo ni como pastilla de caldo de ave concentrado.

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STORM (STURM), de Hans Christian Schmid

La primera participación germana a concurso ha dejado un magnífico sabor de boca. Llega de la mano de un autor que ya asombró hace dos años con su excelente obra anterior, REQUIEM, en la que indagaba hondamente en la devastación íntima y familiar de una joven sobre la que cayó la sospecha de estar poseída por el diablo. Ahora, con STORM nos propone una demoledora indagación en los entresijos bastardos de las instancias jurídicas creadas para velar por el derecho y la justicia internacional. Hans Christian Schmid ficciona un relato que nos remite a la verdad sospechada de lo que ocurre en la cotidiana inutilidad de entidades como las del Tribunal de La Haya. Nos revela los entresijos pactados de un estamento que debiera estar al margen de la muchas veces execrable política global. De la conveniencia de silenciar molestias, de pasar por alto culpas evidentes, de desnaturalizar procesos en los que la denuncia queda ninguneada, de lavar la conciencia y la imagen sin que se resienta la estabilidad benefactora… STORM escudriña en la trampa que yace hediendo sonrisa ganadora tras la pulcra satisfacción mediática de la oficialidad.

El film mete su cuchillo inquiridor en la tripa de un cadáver aún pendiente de veredicto forense: Europa y su última miseria, el horror de la muy reciente guerra de los Balcanes. En una de las salas del tribunal antes mentado, está teniendo lugar un juicio contra un general serbio acusado de tortura, maltrato y asesinato en una pequeña población kosovar. La fiscal interroga al testigo principal de la denuncia, que reconoce al militar encausado como la persona que ordenó el prendimiento de un grupo de mujeres dentro de un autobús, para, después, ante el pánico impotente sus familias, trasladarlas presas fuera del pueblo. Sin embargo, llegado el turno de la defensa, la declaración de este hombre fundamental para la causa se tambalea. El abogado defensor demuestra que ha mentido, y el trabajo de la fiscal queda inutilizado. Un dramático acontecimiento dará un vuelco al caso, pues pondrá a la fiscal en contacto con la hermana del denunciante. La primera, experta, involucrada, bregadora, intentará convencer a la segunda para que aporte su testimonio. Una aportación secreta, que ella no está dispuesta a conceder, pues es sabedora del peligro, la inestabilidad, la perturbación que conllevaría a su reconstruida vida familiar, alejada en Berlín de su violentado origen.

STORM está resuelta con una solidez soberbia. Clásica de planteamiento, la película alcanza muy pronto la cadencia precisa que reclama su investigación. El realizador, muy inteligentemente, va implicando en la pesquisa una apertura emocional muy necesaria para que la gelidez propia de una narración tan severamente sometida al molde jurídico-policial privilegiado no surja en ningún momento. El film efectúa un loable retrato de las dos mujeres que se adueñan de la historia. Los dos personajes están construidos con un coraje que Schmid explota hasta sus últimas consecuencias: el de la fiscal, para ir desentrañando las fisuras tramposas que torpedean su labor, amparadas por quien debiera estar de su lado, y el de joven, que pone voz y miedo a ese dolor incómodo y acallado que es el que determina la existencia de las personas que sufrieron en sus carnes la humillación y la venganza de todo conflicto bélico. Tanto Kerry Fox (la valiente protagonista de INTIMIDAD), como Anamaría Marinca (la insuperable Otilia de 4 MESES, 3 SEMANAS Y 2 DÍAS) imponen severidad, compasión y denuedo al periplo siempre obstaculizado y peligroso que genera la emocionante voluntad de sus respectivos personajes.

Una película notable. Un director a seguir. La sombra combativa del mejor Costa-Gavras parece heredada por este exigente narrador germano.

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MAMMOTH, de Lukas Moodyson

Cuando hace unos días, quien esto escribe, decidió hacer un somero repaso al listado de películas que el comité de selección de la Berlinale había tenido a bien incluir para la programación de este año, sólo se atrevió a hacer una mínima apuesta personal por uno de los títulos. Dejaba allí constancia de que MAMMOTH, del sueco Lukas Moodysson, se encontraba entre las apetencias que más inquietaban a su apremiante curiosidad. Lastimosamente, éstas no se han visto recompensadas con el placer de la degustación prevista. El film no hace honor a la bonhomía de los dos únicos y admirados films vistos de la filmografía del escandinavo. El presente se halla en las antípodas creativas de FUCKING AMAL y TOGETHER. Moodysson, como a otros muchos que, de pronto, abandonan sus coordenadas personales de trabajo al verse envueltos por una producción de mayor calado al que acostumbran – y saben dominar-, se difumina en esta meliflua, irritante y presuntuosa especie de BABEL descafeinado y lánguido, lastrado por enojosa ingenuidad.

El primer plano del film nos permite observar una postal de una familia feliz. Un matrimonio juega con su hija en su lujoso piso. Son Leo, Ellen y la pequeña Jackie. La acción arranca cuando Leo se despide de su hija; tiene que partir a Asia por motivos laborales, es un exitoso creador de una famosa página web, dedicada al universo de los juegos de ordenador, y debe acudir a Indonesia a firmar un jugoso contrato. Jackie se va a escuela acompañada de Gloria, una emigrante filipina que se dedica a cuidarla y a realizar todas las tareas del hogar. Ellen, por su parte, aún permanece en la cama descansando; es cirujana del servicio nocturno de urgencias de un hospital. El viaje de Leo, la separación de su familia, su aburrida estancia en un confín que desconoce, desencadenará una serie de respectivos malestares alrededor de su entorno familiar. El problema de MAMMOTH reside en la pasmosa insuficiencia del soporte dramático que anda implorando, desde que arranca el goteo de futilidad y envanecimiento con el que intenta maquillar esta tortuosa carencia.

A propósito de THE INTERNATIONAL, la insuficiente obra de Tom Tywker a la que se concedió la oportunidad de ser proyectada en la gala inaugural, dejamos constancia del ya molestísimo hábito estructurador que esta causando una virosa epidemia de contagio superficializante entre una joven hornada de creadores cinematográficos: la tendencia a enfrascarse en tramas desarrolladas en multitud –y muy alejados entre sí- parajes, localizaciones geogáficas. Esta suerte de cómoda, iterada metáfora sobre la agobiante  globalización planetaria, suele, la mayor parte de las veces, atropellar la densidad dramática de los filmes que la planean. La multitud de ubicaciones no conlleva más que riesgo de vanalidad turística y ligereza descriptiva. MAMMOTH se ahoga en ambas. Su transcurrir se quiere intensificador, pero sucumbe en dengue, en laxo, en plomo. Moodyson trufa el sopor con una delirante parafernalia discursiva, en la que se dan cabida denuncias a la desigualdad económica del planeta, testimonios de la explotación infantil, y evidencias sobre las insatisfacciones del individuo contemporáneo dentro de la sociedad del consumo: la ley del exceso estilizado como salvaguarda de lo huero. El vacío no está demostrado que sea el recipiente idóneo en torno al que urdir metafísica existencial alguna. El vacío  evidencia a la nada. No la agazapa. Ni con mucha estética de video-clip que la calce.

Decepcionante, arbitraria, vista, MAMMOTH ha sido convenientemente abucheada. Es lo menos que se merece quien deja que se le vea tanto el plumero. Hay caprichos que no hay que  premiar con la cortesía del silencio.

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RAGE de Sally Potter

Siempre innovadora, arriesgada, inquieta y personal, la no muy extensa trayectoria de Sally Potter es de esas que cuentan al mismo tiempo con adeptos irrenunciantes, como con abominadores de partida. Éstos últimos van a tener materia para escupir con la producción que se ha traído hasta esta Berlinale ladina, que, en principio decantada por un cine poco experimental, nos está sorprendiéndonos con algunos títulos, en los que, bien camuflados, se nos han revelando asombros imprevistos. El bebé-pollo de Ozon fue el primero, y la radicalísima y divertida propuesta de la británica, el segundo. RAGE, con toda seguridad, pasará a ser el film más desconcertante de toda la presente edición. Potter, inasequible a su vangurdismo contracorriente, despliega en él un brillante ejercicio formal, que culmina por ofrecer una experiencia cinematográfica, cuanto menos, novedosa y exclusiva; desde luego, y eso que a mí ciertas tentativas autorales me producen varicela cerebral, en absoluto despreciable.

El film está planteado como una incursión en el ámbito de la vanidad y el divismo por excelencia: el mundo de la moda. Más concretamente el “fashion-world” de la urbe neoyorkina. Potter nos exhibe tal afán de forma radicalmente distinta a la que, por ejemplo, Robert Altman expuso en su muy poco recomendable PRET A PORTER. RAGE surge con vocación de experimento tajante. La forma, no podía ser de otra abordando, como lo hace, el universo del escaparate por antonomasia, viste, nunca mejor dicho, al contenido. Lo encorseta, lo ciñe, le busca un patrón mediante el que dar rienda y pespunte a su íntimo lucimiento. Potter cose un traje a la medida, tanto de su natural vocación desmarcativa, como de la finalidad autoimpuesta. RAGE está muy lejos de exhibir un relato clásico al uso. La película se constituye como el trabajo de Michelangelo, un joven estudiante universitario, que desea realizar un reportaje sobre el pase de modelos que una reputada creadora va a hacer en un local neoyorkino. RAGE se construye en torno a la sucesión de rostros que el estudiante va conociendo durante toda una semana. El soporte narrativo es mínimo. Nos hallamos ante una sucesión de declaraciones a la cámara –Michelangelo ni se deja ver, ni se escucha jamás-, encadenadas según el antojo del supuesto entrevistador, que tiene como objetivo colgar su trabajo en una “website”.

La película no baja jamás la guardia de su tremenda exigencia encuadradora, pero, poco a poco, va dejando perfilar un mínimo asunto argumental. Éste surge a partir del momento en el que el show no sale como estaba previsto. Un dramático accidente tiene lugar, cuando la famosa modista sale a concluir el acto. La cámara de Michelangelo se convierte en ese momento en el receptáculo de las reacciones tras el suceso de todos los personajes que había ido utilizando. RAGE demuestra en ese momento que no surge con aptitud de superficial provocación. La película reivindica su naturaleza de comedia deconstruida, de artefacto formal provisto de un contenido manifestado declarativamente. El espectador debe hilar la historia oculta tras la serie de confesiones a la cámara. Éstas son muy brillantes. Los parlamentos, jugosísimos, resultan mucho más trabajados de lo que parece, pues son el único recurso que, además de su fisonomía y su imagen, Potter posee para definir a sus personajes. La palabra, en significativa contradicción contra ese universo basado en la imagen, cobra, pues, una importancia inusitada. Además de a una efectiva utilización del off-sonoro, la puesta en escena diseñada por la realizadora se reduce a cambiar el color del fondo que aparece a espaldas de quien habla. No aparece ni un solo objeto, no se conforma ningún decorado. Potter se limita a ofrecer a cada uno de esos bien reconocibles seres el despojado espacio chillón de un único plano, que los sanciona como bustos parlantes retratados en su ansiada portada. La película pergeña su propia pasarela estática. Nadie aquí luce un modelito entre flashes. Todos acaban haciendo desfilar su propia compostura.

Claro está, semejante falso documental en primera persona sobre un “back-stage” de víboras y otros reptiles impecables necesita de la complicidad de unos caretos dispuestos a contribuir en la curiosa experiencia. Potter no puede quejarse de puntualidad interpretativa. Todas las eminencias que aparecen contribuyen a la efectividad de la radical, amena, exigente y agotadora causa. Judi Dench, Dianne Wiest, John Leguizamo, Adriana Barraza, Lily Cole, Steve Buscemi, Simon Abkarian, todos los demás y un asombroso Jude Law le regalan a Potter la entrega de su manifiesta diversión.

P.D. En la sala, más de la audiencia ha abandonado la proyección antes del “The End”, y, quienes han resistido, han aplaudido con ganas. Sobre gustos, como trajes.

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DARBAREYE ELLY (ABOUT ELLY), de Asghar Farhadi

Espléndida muestra de nuevo cine iraní la que nos ha intranquilizado a todos los asistentes al pase matinal en el que ha sido programada. Asghar Farhadi construye en DARBAREYE ELLY un arriesgado ejercicio de corte noblemente realista, que intenta –y consigue- el milimétrico, escrupuloso, directo relato de un angustioso suceso. Un grupo de amigos decide pasar un largo fin de semana en una población situada en el litoral iraní. Entre ellos, se encuentra Elly, la educadora de la guardería a la que acude la hija de uno de los matrimonios. Su presencia es comentada por el resto del grupo. La madre de la niña no ha avisado de su invitación. Cuando llegan a la casa que habían alquilado, la señora que la regenta les sorprende anunciándoles que no van a poder estar allí más que una noche, puesto que los propietarios llegan a la tarde del día siguiente. En su lugar, les propone que vayan a ver una vieja casa  un tanto destartalada que hay a las afueras, y que tiene la ventaja de estar situada a orilla del mar. El grupo de desplaza hacia allí y decide quedarse. Todo transcurre con cierta normalidad, hasta que un accidente imprevisto hace estallar todos sus planes: Elly desaparece. Todos, en un primer momento, creen que se ha ahogado tratando de rescatar a uno de los pequeños que estaban a su cargo, mientras el grupo de mujeres restantes se había trasladado a la población y el de los hombres estaba jugando a voleibol en un apartado descampado al lado de la casa.

DARBAREYE ELLY logra la proeza dificilísima de la captación casi documental del pánico y la intranquilidad posteriores a tan fatídica contingencia. El director apura hasta el máximo la escueta coordenada argumental de su relato. Su puesta en escena impone una desesperada nitidez a todos los movimientos que la cámara precisa para estar a la altura de la consternación colectiva que se impone apresar. Farhadi abomina cualquier tipo de impostura dramatizada, cualquier salida de tono que pudiera inocular  atisbo de trampa a su reconstrucción directísima y pormenorizada. Impresiona contemplar el altísimo grado de fidelidad con la tragedia presentida, con la inquietud ante lo irreparable, con el trastorno de lo fatal siempre agazapado esperando la oportunidad de su zarpazo. El director atiende a sus personajes en calidad de testigo silente, pegajoso, sorprendido y desbordado. Su presencia casi es inadvertida, pero no su meridiana omnipresencia. La solícita  labor tras la cámara queda sometida a un solo imperativo formal: la aprehensión casi simultánea de todas las reacciones, dudas y esfuerzos de sus vapuleados protagonistas. Espectador, personajes y disposición realizativa manejan simultáneamente la disposición de unos hechos que ninguno controla con anterioridad. La tensión no viene fundamentada por la gravedad del percance, sino porque tanto dentro como fuera de la ficción se está al albur de un destino tormentosamente imprevisible.

Farhadi, para enmarcar en la pantalla el grado de verdad que nos arroja, necesita de una implicación concentradísima de todo el equipo actoral. Hay que destacar que la posee. Puede hacer gala de ella. Sabe encuadrarla con presteza, sin despreciar ni un solo segundo de su energía. Todo el reparto descerraja una soltura y un naturalismo casi respirables. Gracias a ello, la progresión ambiental del film, que va desde la frescura festiva y estival del inicio hasta las justificaciones y los reproches que van surgiendo tras la desaparición de Elly, cobre la autoridad manifiesta de un elemento narrativo cardinal. Por DARBAREYE ELLY se cuela la vida y la magnitud de su propia inclemencia: el destino como instante siempre incierto.

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ALLE ANDEREN (EVERY ONE ELSE), de Maren Ade

Segunda obra de la realizadora germana Maren Ade, ALLE ANDEREN  supone un interesantísimo ejercicio dramático de muy exigente planteamiento. Sin apenas argumento, sin mediación de trama narrativa, el film nos ofrece una estricta radiografía sobre una joven pareja alemana que está pasando sus vacaciones, en una preciosa villa sarda, propiedad de la madre de él. Son Chris y Gitti. El es arquitecto; ella, relaciones públicas de una compañía discográfica. Ade los desarropa fílmicamente, se inmiscuye en su relación, en la evolución de sus firmezas y en la de sus irresoluciones, en la dificultosa armonía de su necesitada convivencia.

ALLE ANDEREN fundamenta su escrutación en el acoso silente sobre sus dos protagonistas. La labor de la realizadora tras la cámara es notable: Ade no se empeña en manifestar las fisuras que se van abriendo mediante las previsibles discusiones entre ambos, sino que se muestra más atenta a sus movimientos dentro de la casa, a sus cruces de miradas,  a las reacciones menos trascendentes: tiene mucha más importancia la letra de una vieja balada romántica escuchada en silencio y separados, el estreno de un vestido que a ella no le gusta, el conocimiento de una noticia laboral que él no ha sido capaz de confesarle durante una semana, una excursión en la que uno no espera al otro, el gesto tirante ante una broma que no ha hecho ninguna gracia, la desatención en presencia de otra pareja, el sorprenderlo a él comiendo solo en un bar del pueblo, la cortesía en lugar donde antes hubo espontaneidad… ALLE ANDEREN se construye mediante pequeñas pinceladas cotidianas y tristes: pretende apresar la imperceptibilidad del desengaño, de la decepción, del distanciamiento, de todos esos  momentos en tierra de nadie que van haciendo mella impalpable en ese espacio frágil y espinoso que es el afecto mutuo.

La realizadora aprovecha al máximo el entorno geográfico en el que está enclavada la historia. La luminosidad del ámbito isleño no irradia viveza al deambular de los personajes,  sino calma  severidad. La mediterraneidad rocosa, seca y árida define un marco solitario que redunda en la rudeza ambiental desvelada. El silencio de  estío en un paraje apenas poblado se apresta a convertirse en el escenario imperceptible y fiero, en el que Chris y Gitti no tendrán más remedio que emplearse a fondo para representar la función de su propia incertidumbre, de la aflicción por súbitas aristas desconocidas: de la inclemente tormenta apagada que se cierne siempre sobre toda relación amorosa. Adulta, densa, caldeada mediante agreste delicadeza, ALLE ANDEREN reivindica una suerte de contemporánea aproximación “bergmaniana”  sobre dos personajes en trance de conflicto, que, de súbito, habrán de hacer frente al fantasma de la decepción, de la renuncia y del daño.

Formidable producción germana. Una propuesta fílmica valiente, con pocos elementos en juego, pero exprimidos hasta el límite de su propia entereza. Un duelo entre un opaco inseguro, ahogado en la turbulencia de una indecisión constante, y una extrovertida demasiado sincera, que no sabrán cesar en el intento de apostar por el peligro de amarse. Maren Ade sabe acompañarlos con la cercanía sigilosa que solicita la concentrada proximidad de tan expuesta representación. Se nota el cariño que siente por sus dos creaciones. A los dos les presta oxígeno y voz.

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THE MESSENGER, de Oven Moverían

Hasta la fecha, Oven Moverían era conocido por haber trabajado en el guión de I´M NOT  THERE, la curiosa biografía sobre Bob Dylan que triunfó en la pasada edición del Festival de Venecia. THE MESSENGER es su debut tras la cámara en el terreno del largometraje. Ya contemplado, no queda más remedio que otorgarle el beneplácito de nuestra confianza, pues, para ser su primera obra, Moverían demuestra un inusitado atrevimiento, tanto en la dura temática que ha elegido transitar, como en el modo nada complaciente vehiculado para acometerla. El film es otra vuelta de tuerca más en torno a un asunto histórico reciente, que ha dado ya lugar a multitud de ejercicios fílmicos: la nefasta intervención norteamericana en ese polvorín de contradicciones, injusticia y muerte que es Irak.

La propuesta de Overían es, dramáticamente, muy singular. El debutante realizador no traslada su cámara al lugar del conflicto. La óptica desde la que formaliza su acercamiento a tan candente y mortífera hostilidad se inscribe fronteras adentro, pegada al ámbito en el que la guerra revela las consecuencias más directas del auténtico drama: el del espanto de los familiares más cercanos a los caídos, en el momento de recibir la noticia de su muerte. THE MESSENGER retrata al encargado de poner voz y rostro a la funesta noticia, la figura del militar al que se le asigna el cometido de advertir a un inocente que su existencia ha saltado hecha añicos. El film radiografía a ese ser adiestrado para tan aciago desempeño.

La película arranca presentándonos a un soldado convaleciente (un ajustadísimo, estremecedor, Ben Foster), que está recuperándose de una lesión ocular. Declarado héroe de guerra debido a las secuelas de la explosión de una bomba en pleno combate, el joven militar, ya en su país, es llamado al despacho de un superior. Allí le notifican que, durante el resto de meses que le restan para cumplir con sus obligaciones en el ejército, su labor será la de, junto con otro compañero ya ducho en ese menester (un Woody Harrelson, contra pronóstico, superlativo), ser el encargado de ir a los domicilios de los soldados muertos en combate, para apercibirles de la inesperada defunción. La primera parte del film es demoledora. La toma de contacto con su insensible compañero es terrible. Overían aprovecha este personaje para describirnos los pormenores de tan desagradable encomienda. En un par de soberbias escenas, el espectador asiste al adoctrinamiento del nuevo mensajero. El repaso reglamentario, así como las aportaciones dictadas por la experiencia del militar más experto, resulta brutal: no tocar jamás a los destinatarios, acudir raudamente a notificar el deceso, no pronunciar determinadas expresiones, no utilizar el timbre en primera instancia, sino llamar a la puerta con los nudillos de la mano, aparcar lejos del destino para que no se aprecie con anterioridad su llegada, el aviso de que, si el receptor es hombre, la reacción puede ser violenta... En definitiva, la codificación militar llevada hasta estos avatares alejados de la academia, del destino, del frente.

Las primeras secuencias en las que asistimos al cumplimiento de su nuevo cometido resultan inclementes –en especial, la que protagoniza un trágico Steve Buscemi-. Overían, sin recrearse morbosa, tramposamente, en la tragedia, muestra una nítida implacabilidad en la captación del espanto. THE MESSENGER se revela como un franco ejercicio denunciativo de virulencia emocional incómoda y directa. Asistimos a la primera línea de los efectos colaterales que no acuden jamás a la portada de ningún medio de comunicación. La película pone rostro a la onda expansiva de una sinrazón, que es mucho más que una cifra, una cruz o una estadística. La guerra como maquinaria que regresa muchos cadáveres y multiplica por mucho el número de cadáveres en vida que genera.

La propuesta de Oberían no se encierra en la descripción consternante de la tarea de sus dos protagonistas, sino que, en una segunda parte, se implica en el retrato personal de éstos. THE MESSENGER, un poco más convencionalmente, se esfuerza en acercarnos a la impertérrita desolación en la que deben saber manejarse y, en consecuencia, en la aflicción indemostrable con la que han de apechugar obligatoriamente. El protagonista queda descrito como un juguete roto, al que se le impone la tarea de certificar la ruptura definitiva. La instancia militar, como ogro devorador insaciable de la paz de sus vástagos.

Una cinta notable, iluminadora, asolante y necesaria. Un interesante debut… Y el mismo horror insolucionable.

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IN THE ELECTRIC MIST, de Bertrand Tavernier

Causa cierto abatimiento comprobar como la última obra de Bertrand Tavernier, uno de los maestros indiscutibles del cine europeo, no está a la altura del cariño con el que está solventada. Nos hallamos ante un producto molestamente irregular, en el que el cineasta francés, pese a contar con muchos elementos a su favor -su propia devoción por el espacio geográfico que sirve de marco al argumento-, no logra jamás superar una grave hendidura inicial, que le desvirtúa la plenitud de un proyecto por él tan preciado: el material escrito que le da soporte acumula una sofocantemente infecunda ligereza en su ilación. Confieso que desconozco la obra literaria, de la cual este film se quiere su adaptación cinematográfica. Escrito por James Lee Burke, el libro –cuyo título es “In the Electric Mist  with Confederate Dead”- se encuentra en la lista de los favoritos del autor de L 627. La idea de trabajarlo fílmicamente no es nueva. De ahí que sorprenda que un director que ha dado siempre muestras de una enorme exigencia en la elaboración de sus guiones, no haya sido capaz de advertir las magullantes deficiencias del que ha llegado a sus manos.

IN THE ELECTRIC MIST maneja en todo momento dos niveles coordinantes que no amalgaman como persigue Tavernier detrás de la cámara. La historia no alcanza nunca a la mirada global del director sobre su obra. No acaudala la entidad que ésta exige. El interés personal suyo por hacer esta largamente apetecida inmersión en las enlodadas tierras de Lousiana insufla un portento que, abruptamente, mella el relato que lo propicia. IN THE ELECTRIC MIST es un film resquebrajado, que, sin embargo, la sabiduría entregada de su autor logra enderezar, pues en los elementos en los que su atesorada observación consigue imponerse, éste logra subyugar la atención de quien lo contempla.

La misma trama ya está articulada en torno a dos peripecias criminales que malviven durante todo el metraje. De un lado, tenemos la investigación que el detective policial Dave Robicheaux –un personaje que Lee Burke retoma en varias de sus novelas-, toda una institución en la población de Nueva Iberia, -en la Lousiana, aprovechada por Tavernier, posterior a la catástrofe del huracán Katrina- realiza en torno a la aparición del cadáver destrozado de una joven. El comisario (un Tommy Lee Jones insustituible) presiente que el capo mafioso más importante del lugar está inmiscuido en el asunto y comienza a acosarlo. Y, en segundo lugar, tenemos otro hilo narrativo, que atañe sobremanera a una experiencia pasada, de la que Robicheaux fue testigo oculto cuando era joven: el descubrimiento de los huesos de un hombre negro asesinado a tiros años atrás en un lago, le otorga la oportunidad de poder solucionar ese secreto largo tiempo encubierto. De las dos, sin lugar a dudas, es la primera la que dinamita el desarrollo cínico, lóbrego, homenajeante y pegajoso que Tavernier anhela. Toda la peripecia investigativa peca de una nimiedad, una inconsistencia y una confusión ostensiblemente apática. El desenlace final, por ejemplo, es impresentable. De no saber que nos hallamos ante un producto que parte del propósito del propio director, casi diríamos que la presente, en este determinado episodio, tiene todos los visos de ser la típica obra de encargo de un profesional, que no se ha molestado en limar, en descartar, en solventar un material previo a todas luces mejorable.

No podemos decir lo mismo de la segunda. El reencuentro del comisario con un episodio pendiente de clausura propicia un desvío narrativo, por el que Tavernier saca a flote con pasión su aventura norteamericana: la descripción, el acercamiento divertido, hondo y auténtico al protagonista eleva la denostada valía del film. IN THE ELECTRIC MIST vale lo que la feroz, ajada, tortuosa prestación de este magnífico personaje revierte a toda la logradísima  ambientación emocional de la obra. Las conversaciones con su esposa, sus reflexiones caóticas y sinceras, la violencia determinante con la que se emplea en muchos momentos, y, sobre todo, la visualización de todo un universo ensoñatorio, que lo entremezcla con un grupo de soldados de un destacamento de caballería en plena guerra de Secesión, dan la oportunidad a que emerja con toda su acuosa grandeza exótica y siniestra un elemento al que Tavernier no quiere restar importancia alguna: el pantanoso y vapuleado entorno geográfico de Louisiana. En sus reposos, en los intermedios reflexivos o en los pasajes en donde la acción se detiene o se desembaraza de la nefasta pericia, el film resulta de una hermosa, extraña placidez.

IN THE ELECTRIC MIST o un sentido “blues” de amor por un universo admirado con la letra equivocada.

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CHERI, de Stephen Frears

 

Definitivamente, hay mucha, mucha vida tras THE QUEEN. Stephen Frears ha corrido a los brazos de la mujer madura a refugiarse del éxito agotador de la magnífica película protagonizada por su majestad Helen Mirren. Su huida ha sido total. El nuevo prodigio conlleva un evidente cambio de registro con respecto a la eminente predecesora. La ajustadísima semblanza  de una monarca abatida por el rigor inclemente de unos trágicos acontecimientos da paso, ahora, a una delicadeza romántica  elegante y festiva, que no escatima cierto dramatismo cuando aborda el desencuentro de sus dos amantísisimos protagonistas. El regalo, la amena reflexión sobre el amor y su oportunidad, se llama CHERI. Es una adaptación de Christopher Hampton sobre un novela de la escritora fancesa Colette. Pero, sobre todo, supone un nuevo motivo para el radiante reencuentro con la belleza interpretativa de ese cúmulo de azul incandescencia refinada llamado Michelle Pfeiffer.

Mediante un lujoso y esmeradísimo diseño de producción, CHERI nos traslada al Paris voluptuoso y desparramado de la irrepetible “Belle Epoque”. Cheri (notable Rupert Friend), hijo de una adinerada mujer (una Kathy Bates en estado de continuada gracia), que vive en una espléndida residencia a las afueras de la capital, es un joven mujeriego, holgazán y libertino. Su madre, también su consentidora, se muestra muy preocupada por él, y decide poner en marcha una estrategia con la que amarrarlo. Su plan consiste en recabar la ayuda de Lea (Michelle Pfeiffer), una amiga suya, cortesana de cama requerida y cara bastante mayor que él, para que éste se someta a su cargo,  e intente, de esta forma, resguardarlo y apartarlo de su peligrosa, errática rutina. El problema surge cuando el amor prende roce y verdad entre celadora y protegido.

CHERI, ni Frears ni Hampton se molestan un ápice en camuflarlo, viene a configurarse como un reverso ligero, lúdico y jocoso de su imborrable LAS AMISTADES PELIGROSAS. El autor de MI HERMOSA LAVANDERÍA, sin embargo, se muestra en esta ocasión con ganas de demostrar un virtuosismo realizativo,  acreditador de una desenvoltura mucho más galante que la de aquel. El film luce un clasicismo de comedia vaporosa clásica que, hoy en día, en tiempos de un clasicismo siempre en el punto de mira desestabilizador de numerosos acechantes contemporaneizadores, resulta una experiencia de gozosa asimilación. Que no se confunda nadie. No estoy hablando de una propuesta rancia, vieja, o de temporalidad cancelada. En absoluto, CHERI resulta de una modernidad casi insolente, porque desde sus mismos títulos de crédito descarta convertirse en una epidérmica operación evocativa. Sus evidentes nexos de unión con un muy determinado modelo de comedia  ligera no de guante blanco – a lo SABRINA de Billy Wilder, por ejemplo-, no renegador de una positiva influencia de la opereta, del teatro sin pretensiones, del cuento corto tradicional bien codificado, no son el objetivo en sí del film, esto es, no actúan como patrón inviolable, sino que son apropiados vertiginosamente como referente exquisito y pertinente, que la impronta personal del realizador acomoda con honestidad en su particularísima operación.

Vitriólica y jugosa, CHERI seduce por la preponderancia que otorga a los diálogos. Frears les devuelve su muchas veces denostada validez como elemento desestabilizador, punzante, cínico. Hampton, quien en la rueda de prensa posterior a su estreno ha declarado que nunca ha colaborado con alguien que deje participar tanto al guionista como su buen amigo Sthephen, le regala a éste metralla de seda, encaje y raso, un torrente excelso de réplicas, de intromisiones, de puntuamientos y venenos eficaces, distinguidos y linces, que todo el reparto se encarga de disparar con la puntería precisa. Todos se suman con esmero cómico a la función. Pero en este pérfido enredo de apasionamientos con la edad distinta, hay unos ojos que subyugan el celuloide que tiene el privilegio de guarecerlos. Michelle Pfeiffer reivindica su condición de gran bella dama, prestándole su corpórea evanescencia de actriz duende, a esta señora sabia, seductora, astuta, que encuentra el amor equivocado de su vida con el tiempo de su existencia a punto de dar ya las horas del ocaso. Contemplar la impenetrable, luminosa perspicacia con la que engalana a su maravilloso personaje resulta un acto de justicia con ese placer tan fausto que es disfrutar de la labor de un intérprete, cuando este toca su plenitud.

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GIGANTE, de Adrián Biniez

 

La consciencia de la sencillez siempre genera la virtud de la modestia exigente. GIGANTE es sencilla, es pequeña, es agradable y demuestra el talento suficiente como para aunar todos estos calificativos sin perderse, por simple, en el afinado intento. Sin llegar a los límites de la exigencia formal de aquella, la película del argentino –afincado ya muchos años en Uruguay- viene a ocupar la beldad sincera, trabajada e hispanoamericana con la que LAGO TAHOE, de Fernando Embecke sedujo aquí a casi todo el mundo el año pasado. Biniez, que debuta con esta producción detrás de la cámara, además de por la dirección de dos cortos, viene avalado –y se nota enseguida- por haber formado parte del equipo creador de la ilustre cinta uruguaya WHISQUI. GIGANTE, como ésta última, viene a merodear muy cerquita de ese humor hierático, contemplativo y mayormente mudo que caracteriza al cine inclasificable de ese portento impávido-pesimista que es el finlandés  Kaurismaki.

GIGANTE rinde cuentas a una observación profesional, a una observación laboral que, la historia así lo requiere, pronto dejará de serlo. El film vigila al vigilante. Nos hallamos, desde ese punto de vista, a una situación muy similar a la que quedaba planteada en la espléndida RED ROAD. Sin embargo la tonalidad genérica dista mucho de poder ser equiparada. La cinta de Andrea Arnold  implicaba el desarrollo de una averiguación de brutal intencionalidad vengativa, mientras que en la de Biniez viene generada por un afán ingenuamente afectivo, contemplado desde una óptica severamente divertida.  GIGANTE nos presenta la historia de un amor a primera vista desde cámara vídeovigilativa. Su omnipresente protagonista es un guardia de seguridad nocturno, cuya labor es, dentro del habitáculo cerrado en donde se hallan sus controles, estar atento a las pantallas de televisión que velan por la seguridad de los distintos departamentos de un gran supermercado. Alto, fortachón, pasado de kilos, Jara se nos manifiesta como un tipo afable, no muy comunicativo, algo primitivo y de generosos sentimientos –no delata a una empleada de la limpieza que roba algún alimento-. Biniez lo perfila con distanciamiento, con cierta sorna, permitiendo a su puesta en escena dejarse contagiar por la parsimonia contundente, calmosa y despejada que caracteriza el comportamiento de su grandullón protagonista. La película inicia un simpático devenir narrativo, cuando Jara pone algo más que su atención sobre los movimientos en el supermercado de una torpe limpiadora, que lo encandila.

El núcleo cardinal de la mínima trama que Biniez emprende queda constituido por el particular seguimiento que el vigilante pone en marcha para conocerla, para saber de su vida, para comprobar, de alguna manera, si el sentimiento que en él ha despertado tiene una mínima posibilidad de éxito. El film se convierte entonces en una estimulante, campechana versión no simbólica de la hechizante y reflexiva EN LA CIUDAD DE SILVIA, de Jose Luis Guerín. La persecución por un interrogante que desata un deseo, en GIGANTE, da paso a una sucesión de divertidos descubrimientos, en los que Biniez demuestra un valioso sentido de la contención. El film no cede jamás a ninguna tentación cómico-exagerada. Se mantiene firme en el posicionamiento noble, retraído y curioso de su entrañable protagonista. Horacio Camandule, el actor que le presta su físico, su cercanía, su ternura y su orondo aliento fisgoneador, debe llevarse el Oso de Plata a la mejor interpretación masculina, cuando el jurado de a conocer la lista de galardones.

Ojalá que en nuestro país la comedia fuera tratada con la seriedad que demuestra esta amable, entretenida, sagaz y pequeña producción uruguaya.

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HAPPY TEARS, de Michel Lichtenstein

 

Michell Lichtenstein tuvo un paso fulgurante hace dos años por el festival, cuando la sección Panorama acogió el exitoso estreno de su primera obra: la original TEETH. Ahora con HAPPY TEARS, regresa a Berlín para confirmar su valía. El film demuestra que es un realizador a tener muy en cuenta. Su decisión de bucear formalmente en un planteamiento dramático áspero y clásico de partida, lo significa como un realizador inconformista que no debería pasar desapercibido.

A HAPPY TEARS le da inicio una temática drástica, convulsionante y bien reconocible: la llegada de los embistes degenerativos de la vejez y el cuidado familiar de éstos. La película arranca con el traslado de Jayne, la esposa del rico y custodio heredero  de un famoso pintor, a su ciudad natal. Su hermana mayor le ha urgido a ello, pues su padre ha comenzado a dar síntomas de no estar capacitado para continuar viviendo solo. A su llegada, Jayne, rápidamente, se apercibe de la triste situación: el padre no es capaz de controlar, siquiera, la continencia de sus necesidades más básicas y la confunde con su fallecida madre. Las dos hermanas se ven en la obligación de determinar qué hacer con el progenitor; o bien enviarlo a una residencia cercana a la casa de una de las dos, o llevarlo a vivir a casa de una de ellas. Jayne está dispuesta a encargarse de esto último.

La originalidad de la propuesta de Lichtenstein, autor también del guión de la obra, radica en un jugoso deslizamiento rayano en la comedia delirante asaz provocador y no menos afanado en un onírico extrañamiento. HAPPY TEARS se desmarca medularmente del grave asunto que la genera, para embarcarse en una escrutación de la compleja personalidad de la hija pequeña. Jayne cobra entidad de elemento en torno al que gira el devenir relatador de la cinta. Lichtenstein se aferra a ella para dar rienda suelta a una narración que se verá sacudida por la  exhibición escenográfica de su universo memorioso íntimo, escapista, ingenuo y atolondrado. El film devendrá en una concatenación de revelaciones que irá sacudiendo la integridad limpia y desorientada de Jayne. El progresivo alumbramiento existencial al que ésta se ve sometida, articula una serie de subtramas que el realizador logra integrar  con no poca dificultad: la estrambótica relación de pareja con un marido patológicamente abrumado de complejos e inacciones, la constatación de la irrealidad y la inexactitud en la que se ha movido su posicionamiento abstraído dentro de su núcleo familiar, el desmoronamiento de la figura paterna, y, sobre todo, la hermosísima relación de afecto profundo que mantiene con su hermana mayor.

Pese a que el director logra durante la mayor parte del metraje conseguir que su discurso no se disperse, hay que reconocer que hay momentos en los que el espectador tiene la sensación de que Lichtenstein peca de excesivo. Hay ribetes exagerados que podrían estar dotados de un mejor afinamiento: el personaje de la amante del padre, por ejemplo, está excedido desde su misma presentación. Lo mismo ocurre con algunas de las escenificaciones ensoñatorias de Jayne. Sin embargo, HAPPY TEARS  es de esos films que ganan según avanza su ilación narrativa. Lichtenstein cuaja una última hora excelente, divertida y desenfadada, en la que se centra concienzuda y animadamente en atar todos los cabos que su relato fílmico anterior había apuntado.

Poseedora de un saludable aliento independiente, interpretada con una frescura cómplice y veraz por Rip Torn, Ellen Barkin, y, sobre todo, por una madura y concentrada Demi Moore, y por una Parkey Posey que mantiene intacto su talento fotogénico y nítido para humanizar personajes de naturaleza complejamente insólita, HAPPY TEARS se constituye como una interesante comedia dramática,  aromatizada con puntual surrealismo emotivo y saludable.

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LONDON RIVER, de Rachid Bouchareb

 

Al concluir el pase de la presente producción, el aplauso generoso de toda la crítica ha venido a constatar que el Festival había encontrado su película. LONDON RIVER, de Rachid Bouchareb nos ha conmocionado a todos con la pequeñez de su hondura dramática, con la intensidad de su comedimiento, y con la cercanía de su nobleza. En LONDON RIVER se produce el milagro de la verdad construida, el prodigio del contagio con el latido doloroso que la habita, el portento de la piel sentida y asombrada.

Rachid Bouchareb, el realizador argelino afincado ya mucho tiempo en Francia, creador de la apasionante LITLE SENEGAL, se revela con ella como un cineasta capacitado para la consternación y la difícil  mesura que implica y exige su íntegro emplazamiento en la gran pantalla. LONDON RIVER hace gala de una virtud, hoy en día denostada por la mayoría de los ejercicios fílmicos estrenados ante el gran público: la decencia. El film de Bouchareb la invoca como lugar desde el que adentrarse en el espanto que se propone relatar.

Julio de 2005. Londres. Una serie de artefactos en cadena hacen explosión en dos estaciones de metro y en la parte trasera de un autobús, todos ellos pertenecientes a la red de transportes públicos londinense. De resultas, cincuenta víctimas mortales. Bouchareb indaga en las consecuencias afectivas aledañas a todo inocente que pierde, de cuajo, la vida  de esta forma tan  forma absurda, injusta e inasumible. Una granjera de la isla de Guernsey se dedica a las labores cotidianas que le requiere su cotidianeidad agrícola. Un anciano africano recorre caminando una Francia recóndita que él descubre por primera vez. No se conocen. La una ignora la existencia del otro. A ambos, sin embargo, los va a unir la misma congoja: ninguno tiene noticias de sus respectivos hijos, tras enterarse de los fatales atentados.

LONDON RIVER acumula su devastadora honestidad al partir de los hechos relatados, evitando toda suerte de recreación morbosa, explícita o frontal de ellos. La magnífica propuesta de Bouchareb se eleva por encima de esa histórica fatalidad, para alinearse a la altura de los ojos  de dos seres humanos sumidos en la misma angustia: la búsqueda del ser querido. LONDON RIVER narra la tesitura de dos personas que deciden plantarle clara a una alerta, a una intranquilidad, a un presentimiento que no saben soportar con las manos cruzadas. Jane llama al móvil de su hija, y ésta no le responde a los súplicas tranquilizadoras de los mensajes que le deja en el  contestador. Ousman le ha prometido a la madre de su hijo, que vive en el continente africano, darle noticias de él, un joven de diecinueve años al que no conoce desde que éste tenía seis. El hallazgo del film es el itinerario que ambos se verán obligados a configurar hasta reconocerse, hasta ayudarse aunando sus similares congojas. De ahí que la película se acorace en el retrato de dos personajes sensiblemente inolvidables. Y no solo de sus respectivos tesones, sino también de sus súbitas desconfianzas. Los dos van a darse de bruces con una realidad desconocida que los relaciona. La búsqueda física se torna revelación, conocimiento. En este sentido, LONDON RIVER extrae oro puro de la progresión íntima que la mujer no va a tener más remedio que ir experimentando. Ésta mujer pueblerina, aislada en una isla, sencilla, viuda, religiosa y educada, que no sabe, por ejemplo, que la capital británica está poblada por miembros de multitud de distintas razas,  le presta al film el espacio perfecto desde el que evidenciar la estupefacción ante esa cadena de descubrimientos.

A tal efecto, el realizador juega una baza infalible: la mediación excelsa, abnegada y rota de la extraordinaria Brenda Blethyn. La protagonista de SECRETOS Y MENTIRAS nos pone el alma de punta con la autenticidad de una creación perfecta de tono, gesto y sujeción. No hay palabras con las que catalogar el portento de su  legitimidad, hecha madre aferrada a un deseo cada vez más oscuro. Gracias a ella, al intérprete africano, Sotigui Kouyate –conmovedor en la dignidad siempre educada de su silencio lento, ajado y expectante- y a la precisión considerada y pudorosa con la que el realizador argelino acomete su labor tras la cámara, no nos queda más remedio que rendirnos ante esta película decente. Humanistamente decente.

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LA TETA ASUSTADA, de Claudia Llosa

Claudia Llosa sigue comprometida en su particular empeño por indagar, atender, y sacar a luz ciertas particularidades de la cultura arcana y actual, que conforman la sufrida identidad peruana más desasistida socialmente. El presente film continua la senda principiada en MADEINUSA, su interesante debut, también presente aquí en Berlín hace dos años –aunque incluido en la sección Panorama-. LA TETA ASUSTADA viene a describirnos con garra descriptiva y un acertado enfoque indigenista la situación en la que se halla un determinada estrato social muy humilde, que vive en el extrarradio de la gran urbe limeña, proveniente de las zonas más depauperadas de Perú.

La película arranca con una hermosa escena dolorida y desasosegante al tiempo. Mediante un plano corto muy cercano a su rostro, una vieja mujer, con los ojos cerrados, exhausta, y en posición yaciente, inicia un sobrecogedor canto en lengua quechua. La letra de la canción relata la historia de su vida. Esta anciana con aliento escaso refiere el tormento sufrido por la población indígena, durante los años más convulsos del enfrentamiento entre el ejército nacional y los grupos paramilitares y terroristas de los años setenta. Su canto implacable nos habla de la violación que sufrió durante su embarazo, del ultraje al que fue sometida, del dolor que le causó de por vida aquella aberración, y de cómo, por causa de la atrocidad, su hija ha quedado condenada a   padecer el denominado mal de “la teta asustada”: una extraña dolencia, que, según predicamento popular, heredaron todos los hijos de las madres abusadas. Dicho mal se manifiesta de distintas formas. Magali, la hija de la moribunda, sangra por la nariz cuando siente miedo, cuando se asusta, cuando algo altera su pusilanimidad. Lo vemos en seguida, en el momento en el que sale a la explanada exterior de su chabola, a dar noticia a sus tíos de que su madre acaba de morir.

LA TETA ASUSTADA narra los esfuerzos de Magali por trasladar el cadáver de su madre a su pueblo de origen, debe de reunir una cantidad de dinero que no posee, ni su familia le puede prestar, pues anda en los preparativos inminentes de la boda de su prima mayor. Llosa, sin embargo, no opta por utilizar esta tesitura para iniciar un relato de marcado cariz narrativo, sino que la aprovecha para escrutar en la personalidad callada, triste y pávida de su protagonista. La película se aferra a la introspección de un ser atrapado por un temor constante, a un ser sobre el que pesa sobremanera la tortura de una ancestralidad, de la que ella no sabe desvincularse. Fausta es hija intranquilizada desde su primer instante de vida. Su cúmulo de temores a ser atacada condiciona su respuesta silente, enigmática e impenetrable. La belleza de su rostro indígena no sabe iluminarse, sino solamente estar resignada a vivir en estado de alerta. El mundo para Fausta es una amenaza; como también su  desconocimiento de que la coacción principal habita en ella. No es consciente de que el peso de tan infausto legado violento, fruto de su incultura, la esclaviza a una coraza de mentiras y supersticiones.  De ahí la toma de drásticas e inconcebibles medidas.

El problema principal que arrastra esta nada despreciable film es la falta de profundidad narrativa  con la que la realizadora investiga a su personaje. Llosa convoca intereses en exceso, y esto le pasa la factura una de una cierta desorientación intencional. El acoso a su personaje principal debería de haber servido para establecer un descubrimiento mucho más profundo sobre la herencia afectiva y de costumbres que la madre ha depositado en ella. No se entiende una presentación tan rotunda de este personaje, sin una descripción posterior mucho más extensa de su influencia. Llosa se vuelca con Fausta, y LA TETA ASUSTADA prende nobleza con su hallazgo, su vigilancia, el retrato de su dolor y la progresión última. Sin embargo, en el tramo final, quizás por esa obsesión perfeccionista para con  esta indígena temblada umbilicalmente –el bello trabajo interpretativo de una sensible y omnipresente Magali Solier nos la brinda en toda su fustigada esencia-, la película se resiente de un cierre muy apresurado en dos líneas tan importantes como son su relación con la pianista que le da trabajo y la más oscura que mantiene con su tío.

No obstante estos desajustes, LA TETA ASUSTADA defiende con respeto y amplitud el derecho que posee en la captación de un mundo arraigado, contradictorio, variopinto, colorista, árido y populoso como es el de los restos de un mundo antiguo, cuya extinción, autenticidades como ésta de Claudia Llosa, deberían detener. Paliar y detener. La permanencia no debería estar reñida con la dignidad. Dejemos sonar los cantos pretéritos de quienes sólo saben de la metáfora de su propia voz hecha visión legendaria.

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THE LUST OF TIME, de Theo Anguelopoulos

Anguelopoulos sigue a vueltas con la Historia. Este griego, enciclopédico y teorizador, sigue inalienable a la inercia del rumbo analítico, reflexivo y sabio que le señala su brújula particular. Hace ya mucho tiempo que se montó en la parsimonia firme del barco grande que embarcaba en EL VIAJE DE ULISES Y, desde ese itinerario fluvial e inexorable, otea los vestigios de este mundo con mirada pétrea, cual si a sus lentes se hubiera adherido la rectitud calma de la estatua rota y yaciente de Lenin que, atada a la cubierta de aquel, notificaba difuntamente el sin retorno de los tiempos. Hace ya mucho cine, pues, que concluyó, prisionero de  su afligida lucidez, que el tiempo es un barco sin motor y a la deriva de no se sabe a qué corriente, ni a qué océano.

Con THE LUST OF TIME, continúa la trilogía sobre el extinto siglo XX (titulada “The Weaping Meadow), que dio inicio su anterior ELENI. En esta ocasión,  implica en su particular relectura la penuria, la coacción y el ostracismo de los miles de prisioneros políticos condenados al exilio glacial de Siberia, durante la dictadura staliniana.  Ingénito como es ya en su  metodología expositiva, el maestro griego desprecia la linealidad narrativa como instrumento desde el que elaborar su cálculo investigador. Su opción es siempre la misma: el diálogo con el hecho acontecido, generado desde un presente sumido en caos o conmoción. THE LUST OF TIME adopta el punto de vista –no nuevo- de un director de cine con graves problemas en la producción de su película. No recuperado aún de una dolorosa y reciente separación de su esposa, sus problemas se incrementan por causa de las dificultades que tiene con su hija, un adolescente que se ha marchado de casa y que no encuentra.

Lamentablemente, soy de los que opina que el cine de Theo Anguelopoulos, desde hace más de una década, se ha tornado áspero, aislado, iterativo, críptico en exceso. Por desgracia, los tiempos de obras maestras como VIAJE A CYTERA o PAISAJE EN LA NIEBLA parece que no van a volver. El realizador no da muestras de tener interés por reinventarse, sino, antes al contrario, cada nueva postulación fílmica nos lo muestra enrocadamente convencido de su atalaya. En THE LUST OF TIME  hacen aparición los evidentes augurios de un agotamiento irresoluble: el hecho mismo de otorgar el punto de vista  a un creador cinematográfico, la trascendencia impostada de muchos diálogos, el abuso de la cámara en lento avance perpendicular a un determinado objetivo y, sobre todo, la ostensible incapacidad que manifiesta para focalizar su mirada sobre el tiempo presente desde el que se busca un punto pretérito. La visión de la sociedad contemporánea está insuflada de un pesimismo acartonado, burdo y superficial, quizás porque el personaje protagónico sea el que dramáticamente presente más incongruencias, y esté despachado con una desorientación postiza, recitada, enojosa.

Sin embargo, cabe reconocer que su particularidad creadora aún se mantiene incombustible. Sabe sostenerse sobre la sabiduría escenográfica que dispone a sus desplazadas criaturas-símbolos. Sigue conmocionando la capacidad que posee para los saltos temporales dentro de la misma escena, la excepcional manera con la que retrata, convoca a la Historia, concebida ésta como un fluido de masas de seres humanos, zaheridos por el movimiento infausto del siempre sempiterno, maleable devenir, y la profundidad con la que instala a los personajes dentro de la intrahistoria vivida o rememorada. En THE LUST OF TIME, toda  la madeja temporal que dispone la visualización de la película que está concluyendo el personaje interpretado por William Dafne, -en realidad, el repaso a la dura experiencia biográfica de sus propios padres-, da lugar a una concatenación de separaciones, reencuentros, capturas y hallazgos en las que Anguelopoulos sigue seduciéndonos con esa densidad trágico-teatral que su tupida puesta en escena logra trascender a un nivel mítico-alegórico vivible, poroso; rescatado de entre el polvo, la grisura y oscurantismo al que lo condena hoy la desmemoria y el cretinismo simplificador que nos envuelve.

Irregular, renqueante, decepcionado y preciso,  este caballero que no olvida sigue hojeando el libro de su voluntad.

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FOREVER ENTHRALLED, de Chen Kaige 

Al amparo que, hace casi dos décadas, ese cineasta fundamental que es Zhang Zimou propició con su deslumbrante SORGO ROJO en su estreno durante el Festival de Cannes, el cine asiático vio como el resto del mundo reparaba en una generación de cineastas chinos, hasta ese momento desconocidos. Todos los certámenes cinematográficos de prestigio se vieron casi en la obligación de encumbrarlos a una primera línea que, desde luego, no todos ellos merecían. Uno de éstos es Chen Kaige, el autor de la sensible EL REY DE LOS NIÑOS, la sobrevalorada ADIOS A MI CONCUBINA y de una más que decepcionante trayectoria posterior, culminada en insulto  karateco-mítico con la nefanda LA PROMESA.

Había cierta expectativa por comprobar si, con la presente FOREVER ENTHRALLED, el desacreditado director oriental lograba enderezar su rumbo hasta los éxitos de antaño, pero desafortunadamente esto no ha ocurrido. Observamos una cierta mejora con respecto a su inmediata basura, pero tal adelanto no se nos antoja suficiente como para el alcance de una nueva reconsideración de su aprecio. Y es una pena, porque con un replanteamiento más modesto en sus objetivos, su última producción hubiera podido granjearle algún que otro laurel. La labor del realizador tras la cámara denota, oficio, estilo y control. Pero no ha sido así. Kaige se ha embarcado en una magna empresa productiva, que sucumbe a su propia desmesura artística e intencional.

El film pretende ilustrarnos sobre la figura de Mei Lanfang, figura legendaria de la ópera china; el hombre que la revolucionó interpretando personajes femeninos, desarrollando técnicas escenográficas impensadas, imponiendo argumentos desconocidos y, sobre todo, dándola a conocer al resto del mundo. FOREVER ENTHRALLED, por desgracia, hace acopio de todos los defectos y hendiduras que suelen fracturar la credibilidad dramática de producciones biográficas de este tipo. Principalmente el de la fragmentación episódica superficial no ahondadora. El apasionante periplo vital de Mei Lanfang es imposible de ser llevado a digna, perdurable esencia, mediando un único relato enmarcador de toda su vida. Da pena comprobar como el exquisito, suntuoso, mimado diseño de producción da cabida a tan endeble y errático contenido. Nos hallamos ante un coche de lujo con un pasajero fantasma. Un clasicismo-río orillado por tópicos de levedad manual.

FOREVER ENTHRALLED apunta, anota, enumera, otea la semblanza de su protagonista, sin ser capaz jamás de que ésta cautive la atención del espectador, porque no está detenida con la paciencia investigativa que aquella exige. Contemplamos sus inicios, su aprendizaje, la paulatina posesión de su estilo propio y nuevo, su lucha con la escuela tradicionalista, la descripción de la ópera como fenómeno de masas, la victoria sobre sus rivales, la definitiva y aclamada popularmente puesta al día del género, la obstaculizada relación afectiva  con  su amada Men Xiadong, las manipulaciones de sus protectores, su mítica gira por los Estados Unidos –la primera ocasión en que la ópera china traspasaba fronteras-, la gestación de su mito, su renuncia a cantar durante la ocupación japonesa de la 2ª Guerra Mundial… Esto es, como se podrá sobrentender, una imposible concatenación de núcleos temáticos excelentes sobre los que haber construido, por separado, una evocación memorativa más intensa y precisa de Lanfang. La categoría de su mito lo exclama. Para más colmo de desaciertos, sobre todo en la primera hora y media de un metraje a todas luces abusivo, Kaige trufa el relato con un inmoderado número de escenificaciones musicales operísticas, que al espectador no avezado, entendido o con interés por el “aullidizo” y agudo estilo canoro, le condena a un razonable hartazgo timpanal de trinos grillescos.

De China nos ha llegado un film a lo Sara Montiel en los tiempos de EL ÚLTIMO CUPLÉ, que la manchega del puro bordaba. No todo se puede copiar.

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KATALÍN VARGA, de Peter Strickland

Desafortunada producción rumana, KATALÍN VARGA, de Peter Strickland viene a constituir uno de los puntos más bajos de toda la Berlinale de este año. El director se ciega en la descerrajación de un relato obsesivo, que  no tiene la capacidad de airear, de hacerlo desmarcar un poco de la testarudez incoadora que lo alienta. El espectador no recibe nunca las claves mediante las cuales apiadarse de su obstinada protagonista, porque es requerido a un desaliento de forma excesivamente convulsa, tosca e irracional.  Transcurrido un tenso prólogo, Strickland no cesa de perseguir con ofuscación a un personaje fatalmente ofuscado.

La escena inicial nos presenta a una mujer que vuelve tranquila a su hogar en un pequeño pueblo. Una vecina la detiene y le alerta de que un secreto que le había confesado a ella ha sido descubierto por su marido. Katalín se apresura a llegar a casa. El marido la espera, serio, sentado en una mesa. Discuten. Sabemos entonces  que él se ha enterado de que no es el padre biológico de su hijo. Finalmente,  la obliga a irse de casa con el muchacho. Ella lo busca, recoge apresuradamente unos pocos enseres, y con un carro tirado a caballo, huye de de su hogar y de su pueblo. El niño la inquiere sobre el motivo de tanta repentina premura. Ella le responde que van a casa de su abuela, la cual está muy delicada de salud.

El meollo argumentativo del film da un vuelco, cuando descubrimos que la brutal decisión que, secretamente, esta mujer consternada ha tomado, es la de buscar a los dos hombres que, años atrás, participaron en la violación, fruto de la cual nació su hijo. A partir de ese momento, en la película no consta  otra idea motriz más que la de venganza. Katalín y su tajante intencionalidad ajusticiadora. KATALIN VARGA queda, de súbito, definida como el relato unívoco de una mujer  obligada a saldar cunetas con los miserables que le troncharon la juventud en el pasado, y ahora  le han destrozado el futuro de su vida. A ella y a su ignorante vástago.

El problema del film es el tratamiento que el director da a toda su puesta en escena. Strickland abusa hasta lo insufrible de una premeditada precariedad mostrativa, que incide en un uso exhaustante de la cámara en mano, de la inestabilidad capturativa del portentoso paisaje que transitan madre e hijo, de un oscurantismo feísta en la escenificación de algunas escenas, y, sobre todo, en unas graves carencias explicativas de alguno de los avatares que suceden en el irreconciliable periplo materno-filial. El director parece justificar sus decisiones, intentando hacer de ese impulso fatídico que corroe a la protagonista, el elemento condicionador de la ambientación subjetiva del film. Podemos estar de acuerdo en lo asumible de  este posicionamiento, pero no en su artera y continuada reiteración. KATALÍN VARGA resulta fárragosa en su simpleza, insatisfactoria en su resolución y, finalmente, o, por tanto, tostonaza de contemplar.

La belleza poco vista de los ignotos Carpatos merecen otra oportunidad menos histérica. Para una vez que no salen vampiros, va y nos hincan el diente a nuestra sanguínea paciencia.

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EDEN A L´OUEST, de Costa-Gavras

El último film de Costa-Gavras, uno de los auténticos maestros veteranos  del cine europeo, ha sido el elegido para dar por concluida la 59ª Edición de la Berlinale. El autor de AMEN, presente a concurso aquí en 2002, nos emplaza a una, en principio, interesante adaptación socio-contemporánea de “La Odisea” de Homero. Vemos como a la costa griega – Gavras hacía 40 años que no rodaba en su país natal-, llega un viajero. El mar Egeo lo arrima a la arena de la playa. Mas, obviamente, el recién arrimado a la costa no es un personaje caracterizado con poderes de héroe, ni el escenario es la Grecia mítica inmortalizada por el clásico poeta épico. Nos hallamos en la Europa de nuestros días, y el Ulises que llega a tierra, a través de la calma luminosidad del Egeo, es un emigrante ilegal que anhela una vida mejor que la abandonada en su país de origen. Se llama Elías.

La primera escena nos lo presenta en un barco de mediana envergadura que transporta, repleto, a un buen número de personas que se hallan en la misma vicisitud ilícita y desplazada. Una orden los  obliga a todos  a tirar por la borda sus documentos personales. El plano del reguero de pasaportes, visados y carnets que dejan flotando tras de sí, viene a simbolizar la tragedia que supone la obligada ruptura con su vida menesterosa desertada: la consecuente pérdida de su propia identidad al renegar, al huir de sus respectivas procedencias. Esos papeles mojados, pronto disueltos en el agua salada, atestiguan la magnitud de ese naufragio disolutorio-personal, muchas veces, incluso, físico y mortal. La nave los  transborda a otro barco mucho más grande. Antes de subir todos dan un sobre con dinero. Al poco tiempo, entrada la noche, cuando la costa ya se divisa,  el navío se detiene. Elías se apercibe de que los patrones han desaparecido. Todos contemplan como huyen con una lancha. Ha comenzado ya a escucharse la sirena de una lancha policía. Todos advierten que han sido estafados. El joven se quita los zapatos, y se lanza al mar, con el arriesgado propósito de llegar nadando a tierra firme.

A partir de este momento, Gavras da inicio a una suerte de relato seudo-cómico en el que pesa en exceso la obvia trascendencia simbólica que lo configura. Se sucede un relato itinerante cargadísimo de peripecias, en el que queda en evidencia, primero, la irregularidad con la que están exhibidas, y, segundo, la notoria incapacidad de Gavras para la sutilidad y la comedia. EDEN A L´OUEST acusa una notable acumulación de intrascendencia. Esto la hace avanzar a trompicones, encadenando sucesos –los menos- ciertamente brillantes (la llegada a una playa nudista, el enfrentamiento con una señora que está a cargo de los baños de un restaurante, la ocultación que un camarero le hace en una terraza de París para que se pueda comer los restos de una mesa que está por recoger, el acompañamiento a una señora que le regala la chaqueta del traje de su difunto esposo) con otros de muy precaria gracia y de más abrupto desarrollo (el episodio con la pareja griega que lo abandona en los Alpes, el lío amoroso con la turista alemana, el “affair” con el gerente del Hotel, el exceso de persecuciones y escapadas, la cansina cantinela de que tiene que llegar a París a ver al mago, que le dio su tarjeta…). El film queda constreñido por la acumulación de unos lugares comunes que desbarata, por fácil, la lectura soterrada que se nos propone: Elías desatascando con su propia mano un inodoro lleno de excreciones, siendo bufón de un mago, objeto del deseo de superiores y adineradas, trabajando y siendo explotado por una empresa de reciclaje de electrodomésticos, que capta a sus empleados entre los sin papeles que encuentra vagabundeando, para luego mal pagarlos, sin darle los papeles legales prometidos… esto es, Elías como axiomático anti-héroe del siglo XXI hecho transitar por todas las inmundicias de la sociedad capitalista en la que se ha transformado el paraje mítico de la epopeya homeriana. ¿Queda claro?

La nueva propuesta del director de MISSING o LA CAJA DE MÚSICA –tiempos mucho mejores- queda concluida como una de esas producciones en la que la intencionalidad nobilísima del autor cobra la factura de su empecinamiento, de la obviedad del mensaje de fondo, de la poca elaboración de la estructura dramática. EDEN A L´OUEST  no está a la altura de la verdad que quiere construir la plana mansedumbre alegórico-denunciativa que la pergeña. Esta historia de un engañado apátrida, que no concluirá su viaje hasta darse de bruces con la revelación de que todo su objetivo es una mentira, no logra más que a ráfagas ahondar en esa dura quimera falsa.

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PANORAMA

Como siempre ocurre, la atención que se le puede prestar a PANORAMA depende del volumen de películas que componen la SECCIÓN OFICIAL. De ahí que el acercamiento a esta sección no sea  tan preciso como el de aquella, que es, lógicamente, la que reclama nuestra atención principal. De lo que hemos tenido oportunidad de contemplar, la verdad es que la valoración no puede ser más que negativa. Sólo merecen ser destacadas dos obras que, aún fallidas, al menos sí que han logrado concitar algún tipo de interés. Éstas son EL NIÑO PEZ, la nueva obra de Lucía Puenzo, y ANDER, del joven gallego -aunque afincado en Euskadi-  Roberto Castón. Pasamos ahora a hacer una pequeña valoración de todas ellas: 

HUMAN ZOO, de Rie Rasmussen

Joven cineasta danesa viaja a los Balcanes. Se ruega busquen tranquilizador que la tranquilice. Rie Rasmussen, realizadora, actriz principal y pie hasta el fondo del acelerador de la cosa, intenta un bosquejo por el paisaje humano, aún  quebrado y doliente, que, allí, trata  encontrar el aliento cotidiano perdido; ese que quedó exhausto tras el último conflicto habido en aquella zona casi siempre dispuesta a hacer honor a su polvorín. Rasmussen juega con una narración en dos tiempos protagonizada por la misma mujer: una superviviente a la atrocidad, que, a punto de ser ultrajada y , recibe la ayuda de un soldado servio desertor. Juntos inician un periplo itinerante y afectivo, en el que logran sobrevivir convirtiéndose en traficantes de armas, en adinerados mafiosos nómadas. La película se implica en la doble superación/escape  de la protagonista: de su pasado como víctima y de la obsesión de su imprevisible celador.

Rasmussen cae víctima de una encerrona que se propicia ella misma: ilumina con fuego una historia con demasiada pólvora. Por eso su film explota. HUMAN ZOO es un film estallado por culpa de la carencia de calma con la que está hilvanada su prolija sucesión de incidentes. La película parece gozar en su propia aceleración. La rallada adrenalítica no solo alcanza a la labor tras la cámara, sino al hilado del argumento, al desarrollo interno de casi todas las escenas y, sobre todo a la caracterización de todos los personajes. No hay ninguno que sepa parar quieto. Cabriolean hasta para decirse te quiero. HUMAN ZOO se pretende veraz y se torna exagerada. Confunde brío con velocidad; y rabia, con desaforamiento. En fin, para darle tilita de manicomio.

LA JOURNÉE DE LA JUPE, de Jean Paul Lillienfeld

Esta insoportable levedad del bodrio, he de reconocer, parte de salida lastrada por el peso aún reciente de una magnífica competidora temática. Cuando aún colea en nuestras retinas la dignidad, perdurable y limpia, de esa obra maestra de Laurent Cantet que ha resultado la experiencia fílmica titulada LA CLASE, nos llega desde la misma Francia “bruniana”, otro “tour de force” escolar que intenta, a toda costa desencajada, ahondar en el siempre conflictivo universo convulso que es la docencia.

Sin embargo, para desgracia de los escolarmente atentos espectadores, la lección que Jean Paul Liliienfeld imparte en la gran pantalla dista mucho de, siquiera, situarse a la sombra de la obra de Cantet. LA JOURNÉE DE LA JUPE parte, como ésta, de la experiencia lectiva de un –en este caso una- docente. Lilienfield no intenta una aproximación documental, sino que apuesta por una fallida ficción claustrofóbica y consternante, que arranca cuando una profesora de lengua, por una serie de exagerados imprevistos, se ve obligada a mantener encerrados a punta de pistola a sus incontrolables alumnos en el aula de dramatización del centro. El film pretende trazar un virulento análisis sobre la belicosa dificultad que supone ser profesor de alumnos en edad adolescente, con el agravante de una diversidad racial y cultural siempre proclive al conflicto más que a la beneficiosa convivencia integrada. Lilienfield no acierta nunca a conferir el tono dramático a su obra. Ésta demuestra su incapacidad al exhibir un atropellamiento y una vociferación continuados que hacen inviable la presunta validez de su propuesta. La desmesura impide el análisis. La evidencia de su grosera simpleza deslegitima cualquier atisbo de simbolismo sociológico. LA JOURNÉE DE LA JUPE se estrella contra la astracanada parodiante burda, inservible y plana que genera la innobleza de su construcción. Para colmo de males, una muy desentrenada e irreconocible Isabelle Adjani, de puro descarriada, parece implorar una inyección de calmantes o de tiza para su oronda exageración patética. Nota: no cumple contenidos, ni progresa adecuadamente. Muy deficiente. 

ANDER, de Roberto Castón

Curiosa, fallida, muy personal e inconformista, ANDER, del debutante Roberto Castón, salda con una ostensible irregularidad la conclusión de su proyecto. El film  es un  ejemplo meridiano de producto aferrado a una mirada global, que se quiere nueva, revelante y veraz, pero que no sabe delinear una estructura dramática que esté a la altura de esa intención. ANDER se formula en torno a una novedad de índole ficticio-sociológica, en principio, tan radical como ambiciosa: la exhibición de un duro relato afectivo, gestado sobre un  argumento que media una pasión homosexual inscrita en el ignoto, aislado y pétreo ámbito de las comarcas interiores montañosas del País Vasco.

Despejada cualquier tentación de efectuar una suerte de “Brokenback Txapela” al uso ultramontano, muy pronto apercibimos la sinceridad con la que Castón se implica en su arriesgada empresa. ANDER resulta imperfecta, pero su ímpetu colma de honestidad todos y cada uno de los jirones sensitivos, adustos y parcos, que inoculan los muchos silencios que la construyen y la enrarecen. El director acierta en la tarea de enmarcar a sus personajes contra el paraje rocoso, lejano, elevado y verde en el que habitan. Su deambular no parece impostado. Se mastica fisicidad, pureza, primitivismo, mansedumbre, rutina, aislamiento. Castón se muestra muy preciso en la captación del peso de ese paisaje imperturbado y, por ello, hostil. Lo mejor de ANDER hay que situarlo en la veracidad de esa enmarcación: se cuelan por sus planos la nitidez espesa e inclemente que azota la monótona y prefigurada existencia de los lugareños.

Por el contrario, donde flaquea el observador equilibrio que se persigue entre la puesta en escena y la filmación de la escueta historia, es en la problemática preponderancia  de un material escrito muy mejorable. El guión torpedea la quietud agobiante que busca el realizador. Castón, sobre todo en su primera hora, y, fundamentalmente, en un desenlace final nefasto, no alivia jamás al film de la rémora de una trama morosa, ramplona, clásica en exceso, rayana en una especie de fotonovela rural de pasiones ocultas y localismos de cartón piedra, que hubiera precisado de un pulido recondicionador de ciertos dislates atrofiadores, . La historia no alcanza el guante que le tiende una labor realizativa notable y pertinaz. El texto ridiculiza, empequeñece, tuerce a tópico profundo la verdad que Castón consigue con la cámara.

Eso sí, a partir de la soberbia, impactante, depurada escena de la arremetida sexual en los servicios, ANDER se eleva por encima de su propia fractura y nos brinda un último tercio del todo conmocionador, donde el drama estalla silenciado. De una brutalidad veraz casi hanekeniana, solucionada mediante un único y largo plano de una efectividad esclarecedora nada efectista, la franca resolución de ese difícil momento revela la sobria categoría realizativa que logra imponer Castón. El director sabe estar a la altura del dolor de su personaje principal: este hombre escondido tras un silencio, con el que quiere disimular el transtorno de la revelación física e íntima a la que ha sido sometido. Ander calla cuando la vida le pone en la tesitura de hablar la verdad que le reivindica su cuerpo, su deseo, su instinto. Cueto empapa de incertidumbre herida el resto de un relato, que para nada merece una conclusión tan contraproducente.


VALORACIÓN GENERAL DE LA COMPETICIÓN 

A modo de balance general, la delegación berlinalera de ZINEMA.COM, destacada en la capital germana para cubrir este importante evento cinematográfico, debe decir que, concluido este, cabe constatar que la presente edición ha sido de un nivel algo superior a las precedentes. Sin embargo, a esta Berlinale le ha faltado su tesoro, esto es, esa obra maestra o de magnitud superior,  que vaya a pasar ya   a la listas de lo indispensable o primordial que habrá de ser visto  en pantalla este año.

Ahora bien, el nivel medio no ha resultado ni mucho menos despreciable. La enumeración de títulos execrables, en lo que a este cronista respecta, sólo la ceñiría a cuatro únicos films: el primero (el peor, con diferncia), el que, justamente, de partida, más interés tenía por ver: la detestable MAMMOTH, de Lukas Moodysson, una pijería clasista, postiza y ñoña, propia de un consentido caprichoso sin sentido del ridículo; el segundo, la chorrada más supina de toda la programación: RIQUI, el injerto pollo-bebé de François Ozon; el tercero, el más antipático de ver, KATYLIN VARGA, la cinta rumana campesino-vengativa; y el cuarto, la producción mas desaprovechada, FOREVER ENTHRALLED, de Chen Kaige una lujosa imitación del musical hispano al estilo “Ráphael”, pero aulladito de opera chinesca.   Aunque también cabría remarcar el poco tino electivo que demuestra el certamen al incluir, aunque sea con ese horripilante califico categórico de “out of competition, lamentables concesiones al peor cine hollywoodiense efectuadas al obligarnos a ver subproductos como, sin comentarios, PINK PANTHER 2 o la videoclipera, cargante, superficial y chusca NOTORIUS, baldía aproximación biográfica sobre la más importante figura del rap norteamericano, Notorious B.I.G.

Al nivel de films que no han estado a la altura de lo esperado, cabe certificar que les ha ocurrido ésto algunos de los que venían de la mano de cineastas más importantes. Se van, sin acumular brillo a su indiscutida trayectoria, Bertrand Tavernier (IN THE ELECTRIC MIST, una producción diezmada por una trama flojísima), Theo Anguelopoulos (THE LUST OF TIME, que certifica su continuada inercia ensimismada en una reflexión histórica que hace aguas cuando visualiza el presente), Andzrej Wajda (TATARAK, una confusa, morosa reflexión sobre la fatalidad que se cierne sobre la obra artística, cuando la vida real golpea a quienes forman parte de ella) y Sally Potter (RAGE, la cinta más vapuleada por la crítica, la más desertada en su proyección, un agotador y original experimento con el mundo de la moda neoyorquina haciendo de telón).

Y, bueno, para finalizar, me gustaría exponer que, pese a que, como ya dije en el primer párrafo de esta valoración, no ha aparecido un film unánimemente aclamado por su valía deslumbradora, sí que ha habido ocho títulos de una validez ciertamente notable. Son, por estricto orden de preferencia personal, y de menor a mayor valoración: 

  • LA TETA ASUSTADA, de Claudia Llosa, ajustado encuentro con la realidad trágico-íntima de la población indígena peruana, que vive en los alrededores de Lima. Conmovedora, poética utilización del canto quechua.
     

  • GIGANTE, de Adrian Biniez, modesta producción uruguaya, que, manejando sensible y divertidamente con los pocos elementos que convoca, saca adelante una refrescante, jugosa historia contemplativa. Su intérprete, Horacio Camandulle, (si no se lo dan a los dos soberbios protagonistas de THE MESSENGER), merecería alzarse con el Oso de Plata a la mejor Interpretación Masculina.
     

  • STORM, de Hans-Christian Smid, poderoso thriller político-judicial, que aborda con tesón y virulencia investigativa la incapacidad y a la anuencia de ciertas altas instancias jurídicas para dejar conclusos con las penas pertinentes a los genocidas de nuestro tiempo.
     

  • THE MESSENGER, de Oren Overman, fustigante aproximación al estamento militar norteamericano, en la patética figura del soldado encargado de dar la noticia de la muerte de un compañero en el frente a sus familiares más cercanos. Dolorosa, conmocionante y auténtica. Ben Foster y Woody Harrelson merecen, con permiso del actor de GIGANTE, la recompensación a la mejor labor interpretativa de hombres.
     

  • LONDON RIVER, de Rachid Bouchareb. La ovación más grande brindada desde el patio de butacas. Es, con diferencia, la película más emotiva. El tratamiento tan mesurado, sincero y alumbrador que el director logra imprimir a una temática tan dramática como la que maneja resulta cercanamente estremecedor. Brenda Blethyn nos regala una de las dos mejores interpretaciones femeninas habidas, en una edición que nos ha ofrecido otras cuantas.
     

  • ALLE ANDEREN, de Maren Aden. La propuesta más depurada, madura y honda de todo el certamen. Radiografía demoledora de una pareja que pasa en soledad unos días de vacaciones en una isla mediterránea. Una puesta en escena sutil, pegajosa, atenta e incandescente actúa de virtuoso bisturí operador de este sólido despojamiento emocional.
     

  • CHERI, de Sthephen Frears. No ha sido bien valorada, pero creo que es una pura fiesta. Un delicado, viperino e impío juguete fílmico, en el que el autor de THE QUEEN, realiza un portentoso ejercicio de dirección artística. Los mejores diálogos del festival, para un argumento de opereta, elevado a duelo de pasiones a destiempo, en el que arrasa y apasiona una increiblemente hermosa mujer de cincuenta años, que se llama Michelle Pfeiffer. No tendrán valor de premiarla,  pero el Oso de Plata de Interpretación Fenina sólo ella se lo puede disputar a la gran Brenda Blethyn, de LONDON RIVER.
     

  • ABOUT ELLY, de Asghar Farhadi. Magistral demostración de transparencia fílmica, el film iraní cuaja la obra más arriesgada y moderna de todo el festival. Fardhadi debe alzar el galardón, además, a la mejor labor tras la cámara. Con apenas un motivo argumental, la película indaga en la angustia a un horror presentido. Aparece en ella un Irán no visto, que este coral retrato de la desesperación humana deja entrever en todas sus sombras, pero también en sus luces nuevas.

Esperaremos, pues, a la decisión del curioso Jurado.


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