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BERLINALE MIT CELSO
BERLINALE 2008

por Celso Hoyo

 

Aquí estamos otra ansiada vez. La BERLINALE comienza una nueva andadura, y  la delegación corresponsalera de ZINEMA.COM, acudida con el gozo intacto y voraz hasta el magnífico evento, se dispone a contar lo que ojo por ojo pueda ser visto, y, a la postre apple strudel, disfrutado. Esperemos que todo el ingente cine anunciado esté a la altura de lo previsto. Tengo las gafas en estado de buena esperanza. La programación, en principio, es de las de embeleso óptico, de esas por las que vale la pena quitarle el alerta a las sufridas lentes. Se dan cita autores de la categoría del británico Mike Leigh (HAPPY-GO-LUCKY), de los franceses Erick Zonca (JULIA, con la siempre perfecta Tilda Swinton a la cabeza del cartel) y Robert Guediguian (LADY JANE), de nuestra Isabel Coixet, (ELEGY, esperadísima adaptación de la novela homónima de Roth para una producción estadounidense protagonizada por Penélope Cruz, Ben Kingsley y Dennis Hopper), del maestro japonés Yoji Yamada (OUR MOTHER, que inicia una nueva etapa en su dilatada trayectoria tras su espléndida trilogía “samurai”), del también veterano realizador polaco Andrzej Wajda ( que en KATYN pretende arrojar luz sobre una largo tiempo ocultada masacre cometida por los servicios secretos soviéticos, en la que fueron asesinados varios miles de militares y civiles en un bosque, cerca de la ciudad polaca que da nombre al film. El padre de Wajda estaba entre ellos), de la germana Doris Dörrie (KIRSCHBLÜTEN-HANAMI), del reverenciado autor de ELECTION, el chino Johnnie To (MAN JEUK, otro potente thriller centrado en las turbias andanzas de cuatro ladrones), y del norteamericano Paul Thomas Anderson (THERE WILL BE BLOOD, protagonizada por un Daniel Day-Lewis ya nominado al oscar por su trabajo en este filme, que, he de reconocer, es el que tiene más hipertensas mis afectaciones cinéfagas).

A todos ellos, aunque fuera de concurso, hay que unir el de el gran Martin Scorsese, quien, en una jornada de apertura rendida literalmente a sus rockeros pies, se ha traído de la mano a un cuarteto de venerables amigos con un documental debajo del bajo titulado SHINE A LIGHT. Estos cuatro arrugadísimos portentos aún esplendentes responden al nombre de Charlie Watts, Ronnie Wood, Keith Richards y Mick Jagger. Y es que, señoras y señores, a la BERLINALE no se le ha ocurrido otra cosa que invitarnos a un concierto de rock con los Rolling Stone dentro. Esto, para “satisfaction” de sus devotos seguidores, arranca con sus diabólicas majestades.

 

LAS PELÍCULAS

Sección Oficial

Sección Panorama

GALERÍA DE FOTOS


SHINE A LIGHT, de Martin Scorsese

Parece ser que a los progamadores de la Berlinale les gusta arrancar dando un poco el cante, esto es, delegando el bombo, el platillo, la fanfarria y el disparo de salida a films en los que la diosa Pentagrama cumple roles especialísimos. Si el año pasado la menuda, desvencijada y enferma silueta de la mítica deidad de la canción melódica francesa, la irrepetible Edith Piaf se adueñaba de la gala inaugurativa mediante la recreación  que Marion Cotillard hacía de ella en el muy irregular film galo LA MOME, como ya ha quedado dicho anteriormente, para la presente edición nos han deparado a un cuarteto de legendarios sesentones igual de míticos que la imperecedera intérprete de “La vie en rose”, pero con la salud aún en condiciones de ser exhibida en formato de gran “Tour”, y, sobre todo, de ser administrada para dar muestras aún del talento que los ha consagrado como unas de las figuras imprescindibles, clave e influenciadoras de la música del pasado siglo: los londinenses The Rolling Stones. SHINE A LIGHT es el honesto tributo que otro eminente, el cineasta Martin Scorsese, rinde a este grupo de geniales vivitos y coleadores.

El autor de TAXI DRIVER se encarga de la elaboración de un documental que, sobre todo, pretende dar testimonio cercano, vibrante y fiel de los dos conciertos que el grupo liderado por Mick Jagger ofreció en el conocido Beacon Theater de Nueva York en otoño de 2006, dándose la curiosa casualidad –aprovechada de forma harto jugosa por el realizador en una secuencia hilarante- de que uno de ellos iba a ser utilizado como espectacular regalo del sesenta cumpleaños del ex-presidente Bill Clinton. Scorsese, en las primeras secuencias, incorporándose él mismo a la filmación, da cuenta somera y divertida de los preparativos del acto. Las dificultades del mismo asoman en el reflejo de la disparidad de criterios en el modo de efectuarlo, en lo peliaguda que resulta la planificación de la puesta en escena en el local, en las continuadamente incumplidas reclamaciones del realizador respecto al listado de canciones elegidas, y en las incomodidades escénicas que plantean los músicos ante el descomunal dispositivo técnico audiovisual desplegado delante, detrás y entre ellos. Durante toda esta parte SHINE A LIGHT adquiere un acelerado cariz narrativo-desciptivo, dentro del cual el grupo de músicos nos más una pieza importante dentro de una parafernalia espectacular que los envuelve, los guía y condiciona. Scorsese recurre a la filmación en blanco y negro para evidenciar esta pátina ensayística, confusa, compleja y expectante inherente a ese caos organizativo previo a esa particular actuación, y, sobre todo, para diferenciarla cromática y estilísticamente de lo que sobreviene cuando llega la cita, el público llena el aforo, Clinton hace su presentación, y se apagan las luces del escenario… A partir de ese momento en el que suena el primer acorde guitarrero y electrizante del tema escogido para iniciar el concierto, SHINE THE LIGHT veta intransigentemente toda veleidad externa pseudoargumental para concentrarse en quienes irrumpen en el escenario. El documental se reduce a una sola cosa: a los Stone en estado puro.

Esa es ni más ni menos la grandeza de este ejercicio documental. Mas también su consecuente demérito. Scorsese ofrece un espectáculo realizativo de primer orden, plegándose a la mostración impecable, rotunda y milimétrica de los portentos que, ante sí, no hacen sino ofrecerse tal y como su leyenda describe: Jagger exhibe todo su descomunal trance gestual, contoneador y artista; Richards no  escatima excentricidad, flaqueza, languidez muscular y entrega devastadora; Ronnie Wood incorpora la brillantez y la sensibilidad de matices que acumula su modo de acometer la guitarra; y el impertubable Charlie Watts, la destreza demoniaco-tranquila de su labor con los palillos de su batería. El director de INFILTRADOS parece concluir que no hay mejor modo de acercarse a esos titanes captados en la plenitud de su particular cometido que el de enmarcarlos con la mayor autenticidad posible. De resultas de tal planteamiento, lo que ocurre en pos de esa emergencia real de los autores de “Satistaction” es la disolución del cineasta Martin Scorsese. El ítalo-americano se diluye. Los “Rolling” lo difuminan. SHINE THE LIGHT es tan perfecta en el retrato de sus protagonistas en acción, que su halo, su energía, su brutalidad escénica ningunean la impronta particular de quien organiza la labor detrás de la cámara. Scorsese efectúa una brillante retransmisión de la cita, pero su labor es irreconocible. Sabiendo que es él quien está al frente de los mandos, el documental sabe a muy poco, cinematográficamente hablando. Él mismo parece constatarlo, cuando al final, como epílogo, se saca de la manga un portentoso chiste visual: la enorme luna llena que alumbra la gran urbe esconde una simpática sorpresa. La misma que le falta a este inmenso tributo dirigido por un cineasta que debiera haberse dejado notar un poco más.

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IN LOVE WE TRUST (ZUO YOU), de Wang Xiaoshuai

Desde China nos llega esta esperada producción dirigida por el muy interesante y galardonado Wang Xiaoshuai, autor entre otras de las estimables SHANGHAI DREAMS y BEIJING BICYCLE. IN LOVE WE TRUST esta construida con mimbres melodramáticos de voltaje incandescente y derrapador: amor materno, enfermedad infantil, engaño y desconfianza sentimental se amalgaman en una historia que gravita en torno a una pareja cuya hija padece leucemia. Se da la circunstancia de que el esposo no es el padre de la niña enferma. Ésta es fruto de una relación fracasada y conclusa hace tiempo de ella. La gravedad y la urgencia de las circunstancias obligan a la madre a ponerse en contacto con su ex-marido: la única posibilidad de salvación de la hija es el nacimiento de un nuevo hermano mediante  el que poder  practicar una donación con garantías. El film se centra en las consecuencias afectivas y emocionales que se originan tras la conversación telefónica  que propicia el contacto de la antigua pareja tras muchos años de incomunicación: las respectivas reacciones de los nuevos cónyuges, los recelos que se plantean ante el perentorio contacto, el temor, en definitiva, ante los cambios, las incertidumbres y las decisiones que la fatal vicisitud habrá de obligar a discernir.

Sabedor de la potencialidad dramática de la trama que se cuece entre sus manos, Xiaoshuai se atrinchera formalmente en una puesta muy funcional caracterizada sobre todo por una difícil contención expresiva, capaz de ahondar en los consecutivos desvelos que van a ir sufriendo todos los personajes. El director se muestra muy firme en el retrato cauto, detallado y atento que realiza de éstos, descartando siempre cualquier tipo de exhibicionismo desgarrador fácil, contraproducente con el sigilo que impone desde el principio. IN LOVE WE TRUST sabe componer el reposo quebrantado que exige el acercamiento sincero y respetuoso a la gravedad de las emergencias planteadas. Sin embargo, la pericia calma que el director acierta a aplicar no le resulta suficiente para neutralizar el grave defecto de partida que condiciona la irregularidad sangrante de la que adolece todo el filme: su trama. La historia de la película carece de toda credibilidad fílmica. Su concatenación de hechos la asemejan más a un culebrón condensado y pretencioso que a la obra que pudo haber sido o que la sabiduría expresiva desplegada por su creador mereciera. A IN LOVE WE TRUST, además de algún detalle de guión bochornoso,  le sobra trascendencia, reiteración y tibieza. Le falta la garra arrebatada del melodrama silente que quiere ser.

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THERE WILL BE BLOOD, de Paul Thomas Anderson

El quinto film de Paul Thomas Anderson ha colmado la enorme pantalla del Berlinale Palast de cine mayúsculo. THERE WILL BE BLOOD ostenta hechuras de clasicismo sabio, cuajado, impecable y exigente. El autor de MAGNOLIA se zambulle de pleno en un cine de marcado carácter épico. THERE WILL BE BLOOD nos traslada a la Norteamérica de finales del siglo XIX, principios del siglo XX para narrarnos una epopeya de oscuro cariz legendario. La película nos narra de forma harto vigorosa la historia de un minero solitario y tenaz del suroeste de aquel país: desde sus inicios humildísimos en un pozo excavado con sus propias manos hasta que lo vemos convertido en un poderoso magnate de la emergente industria petrolífera de la época. Anderson traza un impresionante recorrido biográfico que, poco a poco, a medida que avanza la desconfianza y la implacabilidad propias de un acaudalado sin escrúpulos como es  el omnipresente Daniel Plainview generador del relato, concluye en la semblanza de una degradación manifiesta e irreparable.

La primera (y sublime) escena, por un lado,  nos describe a la perfección el coraje, la pujanza, el nervio y la capacidad de sufrimiento acumuladas en el obstinado comportamiento  del protagonista, y, por otro, nos define muy ajustadamente la impronta formal y estética con la que el realizador afronta la vastedad de su propósito. Anderson ofrece el arranque de su filme al poderío descomunal de Plainview. No hay un solo diálogo. Tampoco aparece ningún otro personaje en escena. Tenemos a un minero dentro de un pozo, picando con ansiedad en su profundidad estrecha y oscura. La agitación que trasmite su esfuerzo adusto, su respirar quejoso, su sucia extenuación adquieren fragor de lucha, inquietud de desafío. Daniel Plainview  queda perfilado por la intensidad de su comportamiento y también por la soledad que lo rodea. THERE WILL BE BLOOD no es otra cosa sino la historia de un hombre condenado a no escapar jamás de ese pozo hondísimo y abrupto que es él mismo, o la de un hombre empeñado a ir excavando su propia condena.

Anderson, por su parte, enfrascado obstinadamente en el acorralamiento de todas las aristas que le brinda la complejidad tan rotunda de su portentoso personaje, por fortuna, sale mucho más airoso de éste envite que él. El norteamericano da muestras de poseer y administrar con eficacia una recia fortaleza narrativa que no escatima jamás los meandros más turbios por los que se ve obligado a transitar el relato. El autor  de BOOGIE NIGHTS se apropia de la inercia meridiana inherente al clasicismo del que parte, pero sabe incomodar con oportunidad la transparencia enunciadora a la que se somete sólo en apariencia. La brutalidad del retrato que emerge de su figura principal –a la que no es ajena la monumental prestancia interpretativa que impone un sublime Daniel-Day Lewis-, la ambivalencia dialéctica que aporta el joven y afectado pastor religioso, la silente relación afectiva que mantiene con su hijo, la sorprendente incorporación de unas osadísimas elipsis temporales, y, sobre todo, la mediación de una puesta en escena en la que todos los espacios geográficos, externos o de interior, trascienden el mero encuadre espacial hacen de esta magnífica THERE WILL BE BLOOD una obra que permite seguir admirando el atrevimiento de un cineasta ya indispensable para el cine contemporáneo.

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MUSTA JÄÄ (BLACK ICE), de Petri Kotwica 

Espanto finlandés el que ha tenido, para más colmo de su congelada desgracia escandinava, la mala suerte de tomar el relevo en la competición oficial a THERE WILL BE BLOOD, la excelencia irreprochable de Paul Thomas Anderson. MUSTA JÄÄ  nos (mal)cuenta, de una forma que se quiere original y concluye zafiamente vaginal, el naufragio afectivo al que sucumbe un clásico triángulo amoroso, cuando sucede que uno de los vértices descubre que es el ángulo cornudo del isósceles. MUSTA JÄÄ nos presenta la geometría dantesca que forman una cirujana ginecóloga recién entrada en los cuarenta, un profesor de arquitectura universitario, y una joven profesora de defensa personal. El meollo del bollo se desencadena cuando la primera descubre que el segundo, su esposo, mantiene línea erecta con el punto G de la tercera, que estudia planos y maquetas en la facultad donde imparte cátedra el infiel marido. Sucede que a la cuarentona rubia le inquieta la identidad de la otra; comienza a investigar, da con ella, y decide conocerla más a fondo, hacerse su confidente sin, por supuesto, desvelarle su verdadera identidad. Para ello no se le ocurre otra cosa que plantarse un kimono y matricularse como alumna en el local donde la jovencita entrada en tocamientos con su esposo da sus clases prácticas.

MUSTA JÄÄ podría quedar despachada advirtiéndola como ejemplo clarísimo de desafuero que jamás debiera de ocupar el hueco privilegiado que un certamen de la categoría del berlinés le dispone. Nos hallamos ante un film no fallido, sino bellaco. Su planteamiento dramático es desatinado y tosquísimo; la trama rocambolesca hasta el desvarío sonrojante, y la narración de una credibilidad tan ínfima que uno piensa que nadie del equipo artístico se la ha atrevido ni a plantear. Como film de corte dramático jamás se toma en serio, y como comedia hay que concluir que resulta del todo inesperada, pues su gracia viene dada por la vergüenza ajena que provoca su enfadada contemplación: la escena de la caída de la joven por las escaleras, la de la lubricada introducción digital de la doctora en los bajos sin bragas de la joven dormida o la del baile en la pista de patinaje pueden pasar perfectamente a los anales del patetismo más absoluto. Para darla de comer a los renos de Papá Noel!

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LAKE TAHOE, de Fernando Eimbcke

Tras TEMPORADA DE PATOS, su estimulante y galardonado debut en el terreno del largometraje, había comprensible expectación ante el pase de la segunda obra del mejicano Fernando Eimbcke. LAKE TAHOE lo confirma como un cineasta a seguir, dado lo loable que resulta siempre advertir en un cineasta joven la búsqueda de un lenguaje propio, el intento por la adjudicación de una forma de filmar intransferible, que le permita afrontar el hecho cinematográfico asumiendo éste como medio expresivo liberalizador de un universo rabiosamente personal. La presente producción nos exhibe a un realizador que, aún con titubeos, se halla bien cerca de lograrlo.

La película se inicia cuando un joven tiene un pequeño accidente de coche. Éste, empotrado contra un poste de madera, no arranca. El adolescente iniciará entonces la búsqueda de un mecánico por toda la ciudad. El realizador se pliega a su seguimiento, pero encuadrándolo siempre a distancia, sin acercarse demasiado a su desanimada figura, permitiendo aprovechar el caminar desmoralizado y abatido de su protagonista para describir el entorno geográfico que éste transita: la luz plomiza de un sol indesmayable inundando la amplitud de los espacios, la blancor calina de las paredes de las casas, la aridez y la sequedad del paisaje no urbano, la ausencia de personas por la calle dan idea de un abatimiento desesperanzado, de una resignación generalizada  a la más absoluta reserva. Eimbcke opta desde el principio por una planificación severísima, fundamentada en planos generales fijos de larga duración, que no abandonará jamás durante el resto del metraje. El realizador así, expresa y voluntariamente, impide que nos aproximemos a la fatalidad que arrastra el chaval: el despliegue planificativo se funde por tanto con la manifiesta voluntad de éste por no transmitir abiertamente su conflicto. El espectador habrá de esforzarse en esa indagación. La andadura silente se conforma así como el movimiento expresivo preciso ante tal posicionamiento.

LAKE TAHOE, pues, fundamenta su fluir en torno al cosmos geográfico y humano que irá descubriendo Juan – un Diego Cataño prodigioso- en su esfuerzo denodado por reparar el coche. La galería de personajes que emplaza la historia es tan magnífica como inusitada: el viejo mecánico y su asombroso perro grande –impagable la escena del desayuno en la cocina-, la joven dependienta de la tienda de productos automovilísticos, y el mecánico apasionado por el kung-fu –descacharrante el plano oscuro con el sonido de los gritos de pelea de Bruce Lee- irán provocando un paulatino acercamiento a la figura masculina protagonista. Eimbcke aprovecha al máximo las apariciones de cada uno de ellos. No se conforma con la pincelada puntual, no compromete su credibilidad en beneficio de una excentricidad altisonante, sino que, desarrollándolos con una extraña prontitud,  los irá retomando a todos en aras de la definitiva revelación emocional de ese joven que acaba de perder a su padre.

Rigurosa, estricta, divertida, arriesgada,  LAKE TAHOE ha regalado a esta Berlinale la sinceridad con la que está hilvanada la hondura triste de su pequeñez aparente.

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JULIA, de Erick Zonca

Tras casi una década sin presentarse ante el gran público, Erick Zonca, el autor galo de aquella inolvidable LA VIDA SOÑADA DE LOS ÁNGELES y de la estremecedora EL PEQUEÑO LADRÓN reaparece para proporcionarnos esta contundente, dura y sobrecargada película cuyo título es JULIA. El film de Zonca, ante todo, abruma en el retrato tan poco compasivo de un personaje límite como es el de la mujer que lo protagoniza plano a plano. Julia es una mujer alcohólica que no quiere autoimponerse la voluntad de dejar de serlo. De carácter desinhibido, bronco, y desquiciador, las cosas comienzan a complicársele cuando la despiden de su trabajo por culpa de su irresponsable conducta.

Todo el  magnífico primer tercio del film está planteado al servicio de la cruda descripción de esta mujer mentirosa, inestable y de reacciones súbitas e impensadas. Zonca requiere  perentoriamente inflingirle esta degradante radiografía, porque el espectador sí que necesita conocer todo lo que ésta es incapaz de constatarse. El realizador-guionista oficia aquí de detective severo y profesionalísimo: el informe que de tal indagación surge no puede ser más elocuente en su descalificación. Julia, irremediablemente, lleva camino de perder el control, de estrellarse contra su propio despojo por culpa de su inconsciente obcecación en el precipicio de la adicción a las barras nocturnas y a las copas con desconocidos culminadas en cama resacosa compartida con el convidador de turno . Sólo mediante este concluyente retrato, el espectador puede aceptar sin reparos el cúmulo de necedades e inconsciencias en las que esta mujer adicta al vodka va a irse inmiscuyendo.

La narración de todos estos soberanos desbarajustes desvía a JULIA por el terreno del thriller, cuando la protagonista decide secuestrar al hijo  de una vecina tambíén con problemas desintoxcatorios. El pequeño no vive con ella, sino con su abuelo paterno multimillonario que tiempo atrás, dados sus problemas con la droga, le había quitado la custodia. Zonca desvía la orientación del relato, sin que, en un primer momento, este se resienta en absoluto. El director galo sigue observando de cerca a la descerebrada secuestradora. Lo rocambolesco e insospechado de la situación adquiere la verosimilitud necesaria para no descarriar su coherencia, porque está expuesto bajo el prisma de la inconsciencia patológica que con tan agrio verismo se nos había sido puntualizada en la larga presentación del principio. Zonca se emplea con intensidad en escenas como la del secuestro junto al río, en la entrada al habitación del hotel con el niño asustado y descompuesto y en la de la huida al desierto de la frontera con Méjico.

El problema principal del film reside en la incorporación a la historia de una último parte del todo innecesario. El film dilapida su vigor en forma de anexo improcedente. Además de contribuir a un metraje a todas luces excesivo, la trama secuestradora de unos matones de poca monta en Tijuana adolece de pertinencia, acumula muy pronto categoría de lastre gratuito, de emplasto de ocasión, de giro hacia ningún lado. JULIA reclama ostensiblemente una amputación, un recorte, una depuración que la devuelva a un final anterior. Zonca hubiera logrado un gran filme si hubiera tenido la valentía de censurarse. El film concluye herido de giros en una tuerca que hubiera debido ser mucho más corta. Jamás se hubiera desenroscado. Ni el film atisbado, ni, sobre todo, la enormidad extenuante del trabajo de una superlativa Tilda Swinton merecían semejante sobrecarga.

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AVAZE – GONJESH-KA (THE SONG OF SPARROWS), de Majad Majidi

El cine iraní vuelve a depararnos satisfacciones. THE SONG OF SPARROWS supone una  nueva demostración de las bondades de aquella cinematografía. Su director, Majad Majidi nos narra una historia de corte dramático que, punteada de eficiente hilaridad en muchos momentos, cautiva la ternura de un espectador siempre identificado con la franqueza fílmica que la colma de principio a fin. Majidi nos traslada hasta una pequeña población agrícola, sita en el extrarradio de la capital del país. Allí vive Karim con su esposa y sus tres hijos. Karim trabaja como encargado de una granja de avestruces. Sus problemas comienzan cuando a su hija mayor, intentando hacer salir a su hermano de un viejo depósito de agua, se le cae su aparato auditivo dentro de él. Entre Karim, su hijo y los amigos de éste logran encontrarlo. Sin embargo, pronto descubren que el aparato se ha estropeado. La joven necesita repararlo o tener otro nuevo, pues lo precisa para asistir y escuchar  las clases previas a un examen decisivo en la escuela. Esta contrariedad se ve agravada por la súbita aparición de una aún mucho más comprometida: la pérdida de su puesto de trabajo por culpa de la huída y desaparición en las montañas cercanas de una de los avestruces que estaban a su cargo. Karim decide coger su moto y acercarse a Teherán en busca de nuevo emplazamiento laboral.

Majidi nos depara un film encantador. El realizador somete la veracidad de su película al esfuerzo denodado y animoso de su protagonista. Sobre su espalda decidida recae la responsabilidad de la narración, de ahí que esta resulte del todo caudalosa, prolija en emergencias y pequeños acontecimientos. THE SONG OF SPAROWS fundamenta su valía en la falsa ligereza con la que está expuesto, concatenado, hecho discurrir el vasto anecdotario que despliega y la compone. Majidi, en este sentido, prácticamente explota a su inolvidable protagonista. Él genera, participa o contempla todas las intrigas, episodios y percances. No sólo eso. A su rebujo, el director no desperdicia la ocasión de potenciar una suculenta mostración de la compleja geografía física y social de su país. Si, de un lado, todas las escenas que tiene lugar en su pueblo, nos revelan una ignota realidad agrícola, humilde, desatendida, por otro, su marcha a la descomunal urbe nos descubre el hormigueo, la masificación, el caos de una capital en pleno proceso de cimentación.

El director, a tal menester, lejos de someterse al dictado de una puesta en escena potenciadora de una significación documental, apuesta por una realización contraria al plano fijo y lejano, al estatismo descriptivo, a la simpleza formal. Majidi nos sorprende con un trabajo tras la cámara que pasma por la  elegancia, la desenvoltura y la precisión nada común entre sus coetáneos. THE SONG OF SPARROWS  levanta su frescura asumiendo una suerte de clasicismo ingenuo con ecos de gran western tranquilo: toda la soberbia escena de la escapada de la avestruz y el intento de los operarios de la granja por apresarla filtra el empeño de unos vaqueros portadores por atajar una estampida de ganado característica del mítico far-west. El film encandila con los certeros apuntes cómicos que Majidi desarrolla muy diestramente ateniéndose al patrón nada asequible de la comedia pura: la prueba de la sordera que Karim realiza a su hija, la descacharrante galería de clientes en su moto-taxi, la búsqueda del aparato auditivo de la hija, y, sobre todo, el uso del disfraz de falsa avestruz en un desesperado intento por atrapar a la fugada ponedora de huevos gigantescos componen un entramado de jocosidades, que hacen de este magnífico ejercicio un film fundamental que pone de relieve la reivindicación de un comprometido neorrealismo, ejecutado con la sabia honradez de un cineasta como Majidi que, empapándose de históricos ilustres precedentes, sabe otorgar intransferencia a un discurso veraz, lúcido, de una hermosa transparencia costumbrista.

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ELEGY, de Isabel Coixet

Con la presente ELEGY  Isabel Coixet firma su mejor obra hasta la fecha. Sólo una realizadora consciente de su propio equilibrio creativo puede ser capaz de componer una delicadeza vitriólica, dolorida y emocionante como la que ofrendado hoy al muy expectante publico la autora de MI VIDA SIN MÍ. Basada en EL ANIMAL MORIBUNDO, excepcional obra del indispensable novelista norteamericano Philip Roth, la película nos narra la historia de amor entre un eminente profesor universitario de literatura y una alumna cubana suya treinta años más joven que él. Lo original de la propuesta radica en lo despojado, lo franco, lo rabiosamente explícito que se manifiesta el punto de vista que origina el film: el masculino. ELEGY la desencadena la confesión de un hombre de más de sesenta años que, semioculto por la oscuridad de una gran salón, ve llover desde una ventana. Se llama David Kepesh. Un tipo famoso, culto, elegante, dotado de cínica verbalidad varonil, en el umbral ya de una inapelable vejez, ajusta cuentas afectivas con su pasado. Su persistente pasado con Consuela Castillo, la mujer con la que vivió una inolvidable historia de amor, marcada por la amplia diferencia de edad habida entre los dos.

Toda la primera parte del film se cierne sobre ese periodo fundamental. El encuentro, las primeras citas, el reconocimiento mutuo, la felicidad de su vínculo y, finalmente, la aparición de las inquietudes zozobrantes por parte de él ante la inseguridad irreprimible que le plantea la juventud de ella. Coixet se muestra comedida, muy concentrada en la forma de capturar la particularidad de esta mutua atracción; esto es así porque la mirada retrospectiva la genera, la administra David: el es quien tutela con feroz honestidad el relato, y todo él, por tanto, queda absorbido por su brillantez oratoria, por su expertísima sabiduría, por su cerebralidad apabullante, y por su explícita desinhibición carnal y deseosa: la aparición de la figura de Consuela está perversamente sometida a éste último aspecto. ELEGY comienza su elevación, cuando ese primer punto de vista, esa primera apreciación puramente sexual y cosificadora se va resquebrajando. El film, en ese momento, se postula como una bella y amarga reflexión sobre la aparición de esa fisura imprevista por la que se inocula la ansiedad nueva del sentimiento amoroso.

La creadora de COSAS QUE NUNCA TE DIJE, quizás impelida por situarse al frente de un proyecto que no parte de su propia escritura, realiza tras la cámara un auténtico tratado de recogimiento ahuyentador de florituras remarcadotas y ornamentos estetizantes. Coixet encarcela a sus dos criaturas con una puesta en escena sobria, calmada, y avizor a la vigorosa intimidad erigida entre sus mutuos arrebatos temerosos. ELEGY susurra al espectador la historia de un amor zanjado por miedo puro y de la necesidad de su retorno, cuando los tiempos arrecian duro y no hay mejor cobijo que el de quien te ama. El film posee un “crescendo” casi sublime. Su último tercio asciende luctuosamente hasta el más preclaro y afligido lirismo vehemente. La fusión perfecta de los ojos, los gestos, los sufrimientos y las caricias de un Ben Kingsley y una Penélope Cruz literalmente majestuosos halla su perentorio acomodo  en el refinamiento reservado y susceptible con el que Isabel Coixet los abandona al recaudo de su piel.

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SPARROWS, de Johnnie To

Uno de los más aclamadísimos popes del cine asiático, requerido ansiosamente también por los a sus pies rendidos programadores de los grandes certámenes cinematográficos, Johnnie To, el hoy ya clásico director de las dos partes del díptico ELECTION se ha traído en cantonés el nuevo producto de su prolija factoría. Se titula SPARROWS. Y, desde luego, no se le puede augurar la repercusión de su famosa saga. El film es la muestra clarísima de un creador empeñado contra su propio atolladero; la evidencia juguetona de quien hecha mano de su inercia cuando no tiene ya más nada que contar que su propio estilo.

SPARROW apesta a broma, a travesura, a esparcimiento particular. No hay atisbo de cine tomado en serio. Queda meridianamente claro que To opta por desmarcarse de los códigos de verosimilitud fílmica implícitos a cualquier relato de corte tradicional. No es éste, ni mucho menos, argumento para defenestrar la validez de una obra. La postmodernidad en el cine ha dado ejemplos maestros de films adheridos a este precepto desmarcativo: ahí están Lynch, Van Sant, Ki-duk y tantos otros. Lo que no cuela, por lo menos para quien esto escribe, es adscribirse a esta corriente sin que las imágenes denoten cierta reflexión, cierto poso significante de partida. La relectura de cualquier tipo de genero no puede estar sustentada únicamente en su solo propósito. Debe de ir bien pertrechada de cavilación consciente y enriquecedora. Lo que le sucede a To es lo mismo que su reincidencia en el puro formalismo ha venido a depararle al irregular Steven Soderbergh: la debacle manierista.

No resulta baladí la citación del autor de TRAFFIC. SPARROW, abundando más aún en su gracia maldita, viene a ser una respuesta hongkonesa a la saga OCEAN´S ELEVEN. Está construida con el patrón del lucrativo compadreo de guante blanco y hurtador habido entre Clooney, Pitt, Gould y demás compinches. To se rodea de sus más habituales colaboradores para proponernos una trama protagonizada por un grupo de carteristas, a los que una extraña mujer, tras provocar que los agreda unos matones que la siguen, se acerca a hacerles una extraña proposición. El film se zambulle de lleno en la más absoluta de las banalidades. No tiene validez ni como parodia de género, ni como comedia de acción, ni como farsa estilosa. To aporta su virtuosidad realizativa, su elegante dominio visual, pero enoja contemplarlo al servicio de este artificio fatuo y trivial, quizás solo disfrutado por fanáticos de veneración inquebrantable.

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TROPA DE ÉLITE, de José Padilla

La cruda  realidad de las favelas establecidas en las colinas de Río de Janeiro asalta el celuloide de esta polémica TROPA DE ÉLITE, film brasileño dirigido con inusitada solvencia por José Padilla. Se trata de una cinta bastante discutible en sus planteamientos de escritura, en el dudoso posicionamiento de su mensaje de fondo y en su construcción dramática, a la que, en el plano puramente visual, sin embargo, hay que reconocerle la espléndida ejecución de una puesta en escena electrizante, directa, veraz, demoledora. Padilla se revela como un realizador brioso, intuitivo, capaz de insuflar un voltaje coléricamente cauterizador a esta pesquisa en los infiernos retransmitida bajo el punto de vista de los ángeles exterminadores, no de los demonios-dueños de aquel putrefacto reino, ni, como cabría esperar, de sus víctimas.

TROPA DE ÉLITE, mediando un relato enunciado en primera persona por el protagonista, nos cuenta las vivencias personales de un capitán de la policía de la gran urbe brasileña, miembro del BOPE (Batallón de Operaciones Especiales de la Policía), un grupo de élite organizado bajo el imperativo de aniquilar a los hampones de la droga ocultos en el laberíntico, inaccesible submundo de las citadas favelas. Caracterizada por la utilización de una violencia extrema, cuya metodología incluye la tortura y el exterminio como formas de combate, esta unidad ha sido muy cuestionada en su país. El film incide en ello generando una ficción en la que el punto de vista focalizador es unívocamente el de uno de sus integrantes. TROPA DE ÉLITE funciona muchas veces como un fidedigno docudrama dedicado a exhibir el “modus operandi” de estos guardianes de una ley que ellos no cesan de incumplir. Padilla se emplea a fondo en no abandonar el prisma que impone el drástico protagonista. El film, a este respecto, es intachable. El realizador sobrecoge con un espectáculo formal de primera magnitud. TROPA DE ÉLITE está anegada de un realismo tan brutal como certero. El espectador vive, es testigo  del terror instalado en aquel paraje casi a diario transformado en un no reconocido campo de batalla.

Si en la forma el film luce una efectividad incontrovertible, no cabe decir lo mismo de su firmeza estructural. TROPA DE ÉLITE adolece de una imprecisión de fondo que la zahiere medularmente. Padilla no dirime si escorarla hacia una vertiente rabiosamente documental o decantarla por una ficción dramatizada con denuncia al fondo. Como documental pierde validez al adentrarse, por ejemplo, en hilos argumentales tan insustanciales y tópicos como el de la problemática familiar que aturde al personaje principal. Como ficción narrativa, su problema principal le viene dado por lo endeble de su trama. La estructura temporal privilegiada se antoja asaz inoperante, pues hace sucumbir al relato en algunas reiteraciones ciertamente incómodas. El director, quizás obsesionado por otorgar el ritmo frenético, la enjundia visual y la tonalidad enfangada que requería la verdad de su proyecto, ha descuidado en demasía aspectos fundamentales de un film, que no alcanza por ello la valía que se le intuye a los modos nada desdeñables de su realizador.

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KIRSCHBLÜTEN-HANAMI (CHERRY BLOSOMS), de Doris Dörrie

No puede ser. Otra vez  su tosquedad expositiva causa la diáspora letal que fulmina las posibilidades de un relato puesto al servicio de la germana Doris Dörrie. La responsable de HOMBRES, HOMBRES vuelve a estar a la altura de su sempiterna escabechina. KIRSCHBLÜTEN, su nuevo patetismo, vuelve a confirmar la caída en picado de una cineasta que sólo en los ochenta –y, no seré yo, pero habría que repasarlo- dio contadas muestras de buen oficio. La presente pretende dar gato poético por liebre tonta.

La película, justo es reconocerlo, no principia mal. Su arranque y toda la primera parte del largo poseen cierto atractivo. KIRSCHBLÜTEN se inicia con una desoladora escena desarrollada en la consulta de un hospital. A una mujer ya de edad avanzada le dan los resultados de unas pruebas médicas de su marido: son nefastos. Ella decide callarlos, ocultar la verdad para que su vida en común no cambie. Dörrie aprovecha todo ese tramo para describir la cotidianeidad reposada y monótona del matrimonio. Él es un funcionario a punto de jubilación, y ella un ama de casa con mucho tiempo libre, pues ninguno de sus tres hijos vive con ellos. Dos lo hacen en Berlín y el otro en Tokio. La realizadora acierta a dejar intuir que tras el mutismo conciliador de esa mujer, además del dramático secreto que guarda, hay un poso de insatisfacción y de desánimo también oculto. Los numerosos insertos de planos de detalle de los alrededores de su casa en el pueblo así nos lo permiten hacer creer: las calles solitarias, los gatos al sol, un pato suelto, los ventanales, las puertas de madera, todo parece ser atisbado con una melancolía de cariz opresor. Las conversaciones entre ellos vienen a confirmarlo: ella siempre ha querido un gran viaje a Japón, que él, por pereza y falta de motivación, jamás ha consentido.

Los problemas del film se originan en el viaje a la capital germana que emprenden para ver a sus hijos y nietos. A la Dörrie ya se le notan las ansias por emprenderla con su particular mano de santa hacha. El retrato que realiza de los vástagos no puede ser más tosco. Las incomodidades que provoca la visita, las excusas que plantean para no estar con ellos, los reproches pasados quedan expuestos con una intencionalidad tan rauda y evidente que obliga a insertar un vaivén de justificaciones y amagos de afabilidad del todo sonrojantes.  A partir de ese momento KIRSCHBLUTEN queda anegada por iterativos desafueros, solo sostenidos por las excelencias de los unos veteranos actores protagonistas, Elmar Wepper y Hannelore Elsner, que, en ningún modo pueden sostener el cataclismo afrentoso que irrumpe con la visita del padre al hijo que vive en la capital nipona. La Dörrie deja el hacha para coger una catana del treinta y cuatro y ejecutar un hara-kiri fílmico digo de un samurai Hule. El pasaje en Tokio es un compendio de ridiculeces con anhelos lírico-sentimentales tan embelesadoras como el canzonzillo tanga de un luchador de sumo sin duchar. La realizadora se enreda alevosamente en un superficial y degradante recorrido turístico-emocional que concluye con la aparición de una mendiga bailarina más consistente como souvenir exótico que como entidad argumental valida. Y es que ya lo dije el haiku: aunque la Dörrie se vista de geisha…

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HAPPY-GO-LUCKY, de Mike Leigh

El magistral autor de SECRETOS Y MENTIRAS ha puesto a la Berlinale patas arriba, carcajadas al suelo, con esta maravillosa comedia titulada HAPPY-GO-LUCKY, que, si por la sonoridad de la ovación brindada en la abarrotada sala  fuera, salía ya disparadísima de la capital germana con el Oso de Oro obrando sonriente en su británico poder. El espléndido realizador abandona de forma momentánea la seriedad dolorosa que sus mazazos fílmicos acaudalan con portentosa nobleza, y abraza con majestuosidad los recovecos peliagudos y gratificantes de la gran comedia. En la rueda de prensa posterior al pase ante la crítica acreditada, ha declarado que ha sentido la necesidad de hacer algo diferente, de no repetirse, de involucrarse en un proyecto que fuera en contra de una  muy molesta tendencia por él denominada como moda catastrofista. Se ha declarado enemigo acérrimo de un cierto pesimismo “fashion” que aborrece sobremanera. Contra él va lanzada como una flecha hilarante la bonhomía competente de este bálsamo.

HAPPY-GO-LUCKY cabe toda en la forma de plantearse la vida su menuda protagonista. El film es ella. Ella se llama Poppy. Y Poppy coge al espectador de la mano, ya en los títulos de crédito, para convertirlo en  testigo privilegiado del espectáculo arrollador que escenifica su modo extrovertido de atacar el mundo que la rodea. Poppy tiene treinta años, vive en un piso del norte de Londres compartido con una amiga desde hace más de diez, es una profesora de escuela muy implicada en su cometido educativo, no tiene novio, y decide obtener el permiso de conducir porque le acaban de robar su bicicleta. El film acosa el descaro risueño que la caracteriza: la secuencia de arranque, a tal efecto, es inmejorable; su táctica de acoso y derribo al librero serio define su comportamiento de forma asaz impecable. Poppy es pura electricidad deleitable. Su inquebrantable sentido del humor, su decidida transparencia, su espíritu sonriente, su torrencialidad charlatana la convierten en un personaje de positividad peligrosamente vertiginosa. Leigh acomoda la tonalidad de su exposición a la urgencia imprevisible de su deliciosa criatura, a la fogosidad de su descaro. La magnífica banda sonora, el cromatismo desinhibido que la particulariza, y la seguridad con la que impone su continuo arrebato contribuyen ha trascenderla, a que pensemos en  ella como en la heroína de una comedia musical.

Claro está, tratándose del británico creador de VERA DRAKE, hubiera resultado del todo impensable que la estructura del film estuviera abandonada únicamente al encanto deliciosamente descrito de un solo personaje. Leigh se encarga de complicarle un poco la vida a su protagonista, y, con destreza de veterano forjador de intrahistorias, va haciendo surgir una serie de mínimas tramas mediante las cuales el retrato de Poppy se va haciendo más complejo. La protagonista habrá de actuar, de decidir, de salvaguardarse. Sin entrar en más detalles, la impronta desgarradora a la que Leigh nos tiene acostumbrados irá apareciendo de forma magistral gracias a la incorporación de un personaje tan duro y soberbio como el del profesor de autoescuela. Y desde luego, para la antología de la comedia contemporánea, una secuencia ya inolvidable: la que se desarrolla en una academia de flamenco.

HAPPY-GO-LUCKY reclama ya premio, porque, no nos engañemos, parafraseando a Capra: ¡Que bello es reir!

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KABEI (OUR MOTHER), DE Yoji Yamada

La maestría de Yoji Yamada sigue anegando de belleza las pantallas en donde se proyecta la pureza de su luz cinematográfica. Quede de antemano declarada mi más férrea devoción por este veterano director japonés. Creo que su valía no ha logrado la consideración que merece su portento creativo: su llamada trilogía “samurai” debiera figurar entre los hitos autorales más importantes del cine contemporáneo. Por eso no puedo mas que congratularme ante la beldad emocionante que exhibe diafanamente KABEI, su última obra.

En su última obra maestra, CARTAS DESDE IWO JIMA, Clint Eastwood  prestaba imagen y voz al ejército nipón sacrificado en aquel estratégico islote del Pacífico. El film relataba  las trágicas vicisitudes que acompañaron a los soldados allí enviados y, en su mayor parte, caídos. El norteamericano no escatimaba en ella crudeza, aliento trágico y piedad por sus personajes. En un par de antológicos flash-back, la acción escapaba de aquella isla convertida en cementerio para trasladarse a los lugares donde vivían los soldados que los narran: uno rememora la noche en que fue llamado a filas, y el otro el percance que motivó su reubicación definitiva en Iwo-Jima. Con este par de apuntes, Eastwood esbozaba el ambiente vivido por la población civil durante el conflicto de la Segunda Guerra Mundial. Yamada en KABEI lo aborda de pleno. El director japonés traza un sensible retrato de la opresión allí establecida a partir de la invasión de una parte del territorio chino por parte del ejército nipón. Pero lo hace, no desplegando un ejercicio organizado según los cánones del cine bélico-historicista, sino partiendo de las vivencias de una madre abnegada.

KABEI parte de un deseo retrospectivo. Una voz femenina nos cuenta la vida de su familia durante el principio de la década de los cuarenta. Pronto sabemos que se trata de la más pequeña de ese núcleo formado por su padre, un escritor censurado por las autoridades, su madre, y su hermana de doce años. Ella tiene nueve. Además de los problemas económicos originados por la ausencia de publicaciones del padre, un sobrevenido aciago va a complicar la modesta existencia de todos ellos: aquel es encarcelado por motivos ideológico-políticos. Su postura contraria a la incursión en territorio vecino le cuesta el camino a la prisión. A partir de este momento, KABEI origina su propósito central: el seguimiento de los esfuerzos que la madre habrá de ir realizando para sacar a sus dos hijas adelante. Yamada arrima su visión al punto de vista que le presta la voz originadota. La posibilidad de un relato implacable, atroz o trágico la cercena la mirada venerante que articula el enunciado: la de una mujer que recuerda su infancia. KABEI despliega visualmente esa rememoración.

Yamada vuelve a regalarnos la esencia de su clasicismo intachable y cabal. KABEI es otro tratado de elegancia expresiva. El director sigue obcecado en imponer la delicadeza como principio inquebrantable y motriz de su puesta en escena. El gusto por el detalle en la escenografía, por el encuadre preciso y significador, por el ritmo reposado y progresivamente elevado, por la incursión de entrañables peripecias cómicas (el delicioso ex-alumno del padre que acude a socorrerlas) y, sobre todo, por la descripción humanista y sutil de sus personajes principales le ayudan, en esta ocasión, a delinear con una penetrante finura a la madre protagonista. Yamada logra con ella auténtica conmoción. Y la actriz que la encarna, Sayuri Yoshinqaga, puro prodigio.

Comedida, transparente, clásica y dolida, KABEI será apreciada como debe por todos aquellos que gusten aún de emocionarse con la imagen cinematográfica y su artesanía.

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CAOS CALMO, de Antonello Grimaldi

Bueno, sorpresa, sorpresa; figaro, fígaroooooooo! Con esto no contábamos: la representación italiana no invita a maldecir a Garibaldi. Llevábamos muchos años ya sufriendo detestabilidad transalpina al pesto inmundo. CARO CALMO, por fortuna, ha zanjado esa atormentante tendencia al bodrio perenne. Esta producción dirigida por Antonello Grimaldi se ha revelado como una notable comedia dramática, a la que se le nota por los cuatro lados del encuadre la sombra alargada de su guionista y actor principal. Estamos hablando de la figura más popular del cine italiano contemporáneo: el polémico e inquieto Nanni Moretti. De hecho, las concomitancias argumentales con LA HABITACIÓN DEL HIJO son en apariencia muy evidentes.

CARO CALMO gira también en torno a la súbita desaparición de uno de los miembros fundamentales de la familia protagonista. Pietro está en la orilla del playa jugando a las palas con su hermano Carlo. De pronto se oyen unos chillidos, la gente corre alertada. Dos mujeres piden auxilio desde dentro del agua; se están ahogando. Los dos hermanos se lanzan al agua raudos y consiguen rescatarlas con vida. De vuelta en el coche Carlo no logra disimular su enfado; nadie les ha agradecido su arriesgada acción salvadora. Al llegar a casa una ambulancia en la puerta les alerta de algún accidente allí sobrevenido. Pietro logra alcanzar a ver como es cubierto el cadáver de su mujer. Una caída le acaba de causar su fallecimiento. El film inicia su periplo, pues, con meollo dramático desgarrador. Sin embargo, las expectativas luctuosas, que sin duda maceran toda la narración, no irrumpen en su devenir de la forma atronadora que cabría prever. El libreto de Moreti, basado en la novela homónima de Sandro Veronesi, elude todo planteamiento trágico para entregarnos así una elegante comedia agridulce, en la que se advierte positivamente que la decisión de Moretti de no situarse tras las cámaras redunda beneficiosamente en el resultado final. Grimaldi, no sabemos si con mucho esfuerzo, somete, vehicula, acalla cualquier atisbo de exceso propio del autor de ABRIL. Moretti se recupera a sí mismo en una obra suya que no le pertenece.

La curiosa pirueta argumental que provoca la implicación por derroteros reposados, amables y jocosos no es otra que el particular estado de animo en el que entra el personaje principal, cuando, el primer día que lleva a su hija de 10 años al colegio, decide esperarla afuera, sin moverse de allí hasta que salga. También lo hará al siguiente, al otro… Pietro se instala en la plaza que hay en la entrada del recinto escolar. La espera en un banco del pequeño parque parece dotarle de un reposo que, de algún modo, mitiga su dolor. La atención obcecada con la pequeña le reconforta, lo apacigua, lo calma. Allí encuentra el espacio en el que arrullar su propio dolor. La eficacia narrativa de CARO CALMO radica en la respuesta con la que el entorno le agradece su diaria aparición. Cual si de una criatura viviente se tratara, el entorno comienza a entrometerse en el duelo aparcado de Pietro. El film se enriquece con la aparición de una serie de personajes que cotidiana, afablemente, irán recavando la atención de éste. La joven con el perro gigantesco que todos los día saluda, el joven disminuido al que le gusta oír el pitido de la puesta de la alarma de su coche, el camarero del kiosco del parque, el vecino que lo invitará a comer, y otros cuantos más irán incorporando su paso por allí a la agenda contemplativa de este alto directivo de una empresa audiovisual, que traslada el confort de su lujoso despacho a la calma  medicinal de un banco de madera.

Grimaldi se encarga perfectamente de aprovechar al máximo las posibilidades que la historia le presta. Se muestra como un realizador mucho menos desaliñado que el autor de CARO DIARIO. De ahí que el film exhiba un acabado delicioso, efectivo y reparador. Ya era hora de que  la maltrecha comedia italiana criara un hijo que no le sacara los ojos.

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STANDARD OPERATING PROCEDURE, de Errol Morris

En todas las crónicas periodísticas previas, elaboradas por la prensa especializada aquí sita para dar la cobertura del certamen se hacia un repaso a lo que a priori podría resultar más prometedor; STANDARD OPERATING PROCEDURE ocupaba mayoritariamente un lugar privilegiado. Por tres motivos. El primero, por supuesto, el nombre de su autor, el norteamericano Errol Morris, autor de la espeluznante THE FOG OF MAN. El segundo, la naturaleza genérica del mismo; nos hallamos ante un documental, el primer documental que participa en la Sección Oficial a concurso del festival berlinés. Y el tercero, la deleznable temática que se anunciaba desarrollar: STANDARD OPERATING PROCEDURE pretende arrojar luz sobre los abyectos delitos contra  los derechos humanos cometidos en la prisión iraquí de Abu Gharaib por militares norteamericanos. Estamos hablando del miserable episodio bélico dado a conocer en la primavera de 2004, gracias a unas fotos y a unos vídeos que varios medios de comunicación hicieron público, generando así una fuerte polémica que concluyó en los tribunales. Todos los soldados que aparecían en los distintos materiales grabados acabaron condenados. Pero superiores, ninguno.

He de dejar constancia que no me considero en absoluto especialista en el comentario sobre obras adscritas a este tipo de género. En ZINEMA.COM gozamos de la participación de toda una experta, mi colega Esmeralda Barriendos. Me apresto a confeccionar mi texto amparándome en lo que de su sabiduría reposa en mi abotargado intelecto.

Morris fundamenta su investigación en una serie de entrevistas hechas a los protagonistas de las infracciones cuatro años después de acaecer éstas. Sin duda, lo mejor del film es la escrutación que le es permitida al espectador de esos rostros enfrentados a un pasado del que todos se muestran muy arrepentidos. STANDARD OPERATING PROCEDURE conmociona por lo desazonador de ese primer plano de la persona entrevistada. Los titubeos, la frialdad, la sonrisa, la ira, la propia exculpación aparecen esculpidos en unas expresiones que sorprenden, en su mayor parte, por la ausencia de contrición profunda que revelan. Los ex-militares  exhiben una naturalidad enervantemente calma. Morris va trazando un mínimo hilo narrativo a través de las declaraciones. Todos relatan los pormenores del acto evidenciado en una foto o en un vídeo. Las confesiones a la cámara son aprovechadas por algunos como oportunidad para defenderse de su imagen dada. Repugna escuchar ciertos pasajes en los que los lamentos desenmascaran la verdadera aflicción: el hecho de la propagación mediática los corroe más que la humillación, la tortura, la brutalidad flagrante y asesina que no dudaron en cometer. Este bien hilvanado soliloquio de semblantes causa pavor por, pese a lo despojado y sincero de su testimonio, lo poco que cuesta adivinar que en esa galería de tranquilos difamados hay mucho lobo disfrazado de cordero.

Ahora bien, dejando al margen la efectividad de ese continuado discurso declarativo, la valía del documental queda muy cuestionada por el empleo de la s recreaciones de los hechos. No por la decisión de llevarlas a cabo, sino por el diseño formal empleado para realizarlas. La mayoría de ellas son innecesarias; abundan efectistamente en lo ya narrado, expuesto o visto en formato original. Parecen insertos flash-back mucho más propios de ejercicios ficcionales que de un documental agudo. A Morris parece que no le ha sentado bien la abundancia de presupuesto y medios de los que ha dispuesto. Su mimo en el acabado formal definitivo, lujoso y esmerado hasta límites bien discutibles,  le ha granjeado  un fracaso por descuido. Tras la contemplación del filme, el espectador se queda con la sensación de que no le han aportado nada nuevo. El verdadero mazazo hubiera sido la indagación de los hechos que aquí sólo se apuntan: la ausencia de condenados de rango mayor. STANDARD OPERATING PROCEDURE no duele, por tanto, como la contemplación hace cuatro años de la instantánea de una joven soldado norteamericana paseando por un pasillo del penal, cual si fuera un perro, a un militar iraquí apalizado, desnudo, con un collarín en el cuello del que ella tira muy sonriente. La guerra como justificación de ciertos comportamientos. Quien hizo la foto, sabía muy bien cual era su objetivo. Al realizador del presente documental, lamentablemente, no le ocurre lo mismo.

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LADY JANE, de Robert Guédiguian

Acumulador de una filmografía obsesionada por el crudo retrato social de las clases más desfavorecidas, poseedor de una ideología de marcado carácter combativo y progresista, condicionadora substancial del contenido de los  enunciados de todos sus proyectos, el director galo Robert Guédiguian da un giro inesperado a su singular trayectoria, tan radical como el demostrado en su también presentada aquí a competición hace dos años, LE PROMENEUR DU CHAMP DU MARS, la magnífica semblanza que efectuó sobre la eminente, compleja figura de un anciano François Mitterrand, ya en los postreros días de su existencia. El autor de MARIUS ET JEANETTE se atreve ahora, con esta LADY JANE, a involucrarse en los resbaladizos  y muy codificados vericuetos del particular cine negro francés. Lamentablemente, en esta ocasión el quiebro genérico efectuado no consigue la notabilidad de la aproximación biográfica antes citada. El desmarque culmina en el peor de los tropiezos: el de la incapacidad manifiesta. Hay entierros para los que a algunos no les dan la vela y sí el pésame.

La debacle final no parecía advertirla un arranque del film más que competente. La propietaria de una estilosa tienda de ropa y complementos del centro de una población cercana a Marsella recibe una llamada desde el móvil de su hijo, mientras atiende a una clienta. Al contestar, una voz desconocida le comunica que lo tiene secuestrado. Muriel, así se llama ella, deberá reunir una cuantiosa cantidad de dinero y no avisar a la policía si quiere conservarle la vida al chaval. Desesperada, decide ponerse en contacto con dos conocidos suyos a los que hace mucho tiempo que no ve. Se trata de dos antiguos compinches suyos. Los tres, en el pasado, formaron un grupo de ladrones que disolvieron tras el asesinato vengativo, por parte de ella, de un joyero al que asaltaron en un parking. La primera media hora del filme adquiere la sobriedad y el fatalismo que requiere la adscripción al buen cine policiaco. Guédiguian se muestra muy competente en el laconismo con la que ejecuta la sucesión de acontecimientos que genera el secuestro. La revelación de ese pasado oscuro, tumultuoso, delictivo que arrastran los tres personajes principales amplía tenebrosamente la tonalidad austera del relato.

Sin embargo, tras la fatal resolución del rescate, LADY JANE sufre un estancamiento letal. El realizador, literalmente, no sabe qué hacer con la continuación de la trama. La película se enroca en una discursividad venenosa para el enrarecimiento que debiera irse generando. Los personajes son las primeras víctimas de tal frenazo narrativo. Sobre todo el propietario del club, antiguo miembro del trío delincuente, deviene en un personaje innecesario, entorpecedor. Su presencia daña la apuntada relación amorosa entre Muriel y el mecánico del puerto. A Guédiguian le pierde su evidente planteamiento moralista: su decidida reflexión en torno a la naturaleza incontrolada de los efectos de una venganza se hace notoria hasta el exceso enojador.

Rutinaria, confundida, insatisfactoria, LADY JANE vale como ejemplo fatídico de todos los que anteponen su intención a la estructura dramática de su propuesta. El conocimiento de los géneros clásicos radica en su respeto. Y viceversa.

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BALLAST, de Lance Hammer

Premio al Mejor Director en el 2008 Sundance Film Festival, BALLAST ha traído hasta Berlín el portento de su silencio enfangado, gris, sureño y, sobre todo, real. Cine independiente americano genuino y cabal. Un pedazo de realidad que fulmina el impedimento físico de la pantalla para humedecerse en nuestro estremecimiento, en nuestros deseos de gozar de cine en estado puro. La primera obra de Lance Hamer, con la misma discreción que la encumbra, ha salido disparada a por el dorado tributo que merece  la sobriedad del tangible desamparo que la encharca.

BALLAST nos traslada a la planicie acuosa, gélida y solitaria del Delta del Missisipi. Un hombre mayor entra a una casa con la puerta abierta preguntando por su propietario. Nadie le contesta. En el pequeño salón hay sentado otro hombre que, con la mirada perdida, no parece apercibirse de la entrada del primero. Este se mete por el pasillo al que dan las habitaciones. Sigue preguntando. Llega al dormitorio y descubre el cuerpo sin vida de la persona que busca. De repente, el que permanecía sentado en el sofá se levanta va hasta un habitáculo exterior y se dispara con un revolver muy cerca del pulmón. La celeridad de los servicios médicos alertados impide su muerte. Este luctuoso prólogo condiciona dramáticamente la devastación emocional de los tres personajes principales del film; James, un joven de doce años de edad que pasea su muda conflictividad por los páramos enlodados de la zona; Marlee, su madre, una mujer angustiada por el derrotero que toma la existencia de su hijo y por algunos problemas económicos; y Lawrence, el fracasado suicidio del inicio, que solo sabe afrontar la muerte de su hermano gemelo, -el fallecido en el dormitorio- sumiéndose en la más absoluta desidia e indolencia. La película describe el severísimo periplo de superación al que las respectivas e inclementes necesidades de cada uno de ellos les aboca. BALLAST nos propone la historia de unos cristales rotos a los que la desolación incitará a tratar de aliviar sus fisuras.

El soberbio distanciamiento que el realizador inflige a la capturación de éstos deslumbra, aturde y duele. BALLAST no parece la obra de un debutante. Exhibe control, seguridad, sabiduría y firmeza. El despojamiento estético que caracteriza a su puesta en escena parece construido por un curtido retratador de desconciertos y crudezas. Hammer se atrinchera en una observación naturalista rigurosamente explícita en la que la opresiva  aprehensíon de un paisaje nebulosamenteamplio, los sonidos de las pisadas, los pájaros y los coches en la carretera abundan en la cruenta soledad que abruma la realidad cercana de los personajes. El realizador solo se permite quebrantar el citado verismo  mediante la prodigiosa utilización de algunos planos con el fondo desenfocado. Son planos que atienden sobre todo a  la atención subjetiva que impone la mirada del adolescente. En la escena que tiene lugar en la tienda recién reabierta, James escucha desde el mostrador como conversan su madre y su tío. Hammer coloca la cámara en la nuca del crío. Vemos claramente su cabeza, su perfil atento, pero las figuras de los dos adultos no se perciben con nitidez. Hammer con un solo plano de espaldas a quien lo focaliza describe tres espacios distintos a los que la ubicación temblorosa del eje pone en relación: el niño mirando, Marlee y Lawrence hablando en el umbral de la puerta –su conversación se escucha claramente- y la distancia que los separa. Esta discreción silente, esmerada y filtrante acaba convirtiéndose en postura estética fundamental desde la que hacer estallar el conflicto central del film.

Hammer, en una decisión que da medida de su osadía creativa, pone rostro, cuerpo, alma, dolor y silencio a sus personajes convocando para su primer largometraje a tres actores no profesionales. La prestación de los tres es indescriptible. Su implicación es abrumadoramente estremecedora. No crean, no construyen, no interpretan a su personaje. Los personajes los habitan a ellos. Micheal J. Smith, Jimmyron Ross y, sobre todo, Tarra Riggs le dan a Hammer la piel encontrada, dolida y nueva que BALLAST necesitaba para conmocionarnos con esta historia de final abierto y hermoso. Señores del jurado, habrá que agradecérselo.

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IL Y A LONGTEMPS QUE JE T´AIME, de Phillippe Claudel

Sobre la sombra del pasado de una mujer que, cuando la vemos por primera vez, espera en un aeropuerto a que alguien vaya a recogerla versa esta irregularísima obra del director francés Philippe Claudel. IL Y A LONGTEMPS QUE JE TÁIME cumple a la perfección los requisitos de una obra fallida por partir de un asunto central, acumulador de gran interés, al que no se le sabe arropar ni con el tacto ni con la medida que reclama la magnitud vertebradora de aquel. De esta forma, en lugar de intensificarlo, lo que ocurre es que los elementos secundarios sucumben en calidad de anécdota deshilachada, intrascendente  y pegote.

La mujer que aguarda es Juliette. La que llega se llama Léa. Juliette apenas sí muestra un ligero asomo de alegría. A Léa,  en cambio, el rostro le delata ilusión por el reencuentro. La conversación en el coche de camino a casa nos da información. Juliette y Léa son hermanas. Hace catorce años que no se ven. Los años que la primera acaba de concluir en prisión acusada del asesinato de su propio hijo. El film se inicia, pues, en el momento en el que Juliette comienza a disfrutar de su libertad. IL Y A LONGTEMPS QUE JE T´AIME radica su desarrollo cercando la adaptación a la normalidad de una mujer rota, una mujer que solo pide respeto al silencio autoimpuesto como terapia de supervivencia. Juliette calla y contempla. La vida parece haberse convertido en un mero trámite. Léa le ofrece su hogar. Hace ya tiempo que vive en Nancy con su marido, sus dos hijas adoptadas, y su suegro.

Claudel somete la tonalidad de su relato a la introversión de Juliette. La trata con la  deferencia, el espacio que el personaje demanda dentro de la historia. Los primeros recelos aparecen inscritos con moderación: el marido de Elsa muestra su inquietud ante las preguntas que la hijita mayor comienza a hacerle a su tía sobre los motivos de su ausencia. El realizador acertadamente opta por renunciar al desgarro manifiesto. Lo mejor del film es la consideración dramática que lo define. El posicionamiento, las características de un personaje tan consciente de su aislamiento como es el de Juliette resulta definitivo a este respecto. Y, sobre todo, contribuye esencialmente el recital de control interpretativo con el que una Kristin Scott-Thomas introvertidamente destrozada, irreprochable, incorpora a este personaje en trance de resurrección. La película la logra ella. Scout-Thomas presta una mesura que, lamentablemente, la escritura de partida del filme lesiona.

El desequilibrio vulnerador de la potencial virtud de la película es la absoluta inconsistencia de los elementos argumentales desplegados para arropar este viaje hacia el retorno que emprende Juliette. Ninguno de ellos está a la altura de su protagonismo. Esta película era sólo cosa de dos. Se debiera haber prescindido de casi todos  los componentes secundarios. IL Y A LONGTEMPS QUE JE T´AIME se desvirtúa por falta de depuración. Juliette y su actriz no merecían ese regusto costumbrista que desprende la obra Caudel –nefasta la secuencia en la casa de campo con los amigos-. Hay historias que exigen  riesgo formal como cauce. A la presente la coarta ese miedo.

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BOY A. de John Crowley

Honesta producción británica, BOY A da cuenta de la complejidad de la reinserción social de un joven con un pasado adolescente marcado por una larga estancia en prisión. El film de Crowley basa su estrategia dramática en un interesante suministro de la información argumental y en el sensible retrato que se hace de su protagonista. La estimable mixtura de ambos aspectos cuaja una primera centrada en la descripción de Jack, el joven tímido, inseguro y nuevo que estrena trabajo, identidad y lugar en el que vivir. La adaptación a su nuevo destino, la solvente eficacia con la que asume su actividad laboral,  la afabilidad en el trato con sus compañeros de empresa y las conversaciones con su tutor dan buena muestra de lo satisfactorio de su comportamiento.

La incursión de unos reveladores flash-back, los temores y las inseguridades del joven ante una incipiente relación amorosa irán enturbiando, poco a poco, un relato que escorará su devenir dramáticamente en su tramo final. Debido a éste precisamente, BOY A no remata con complacencia la precisión de su conjunto. La gravedad de un desenlace como el que se va vislumbrando habría de haber estado mejor graduada. La revelación  del auténtico meollo dramático debiera haber sido efectuada con anterioridad, pues la narración de las consecuencias que origina adolece de cierta precipitación. Crowley dispone al espectador para un sobrecogedor  acto final que no sabe dirimir ni con la trascendencia, ni con la hondura, ni con la asfixiante fatalidad que hubiere debido. BOY A, pese a ello,  no debe ser asimilada  como un fracaso. Ni mucho menos. La sensibilidad, el verismo, la fluidez de su meridiana narración la dignifican muy decorosamente. A Crowley le falta la furibunda lucidez del  Ken Loach de MY NAME IS JOE para descerrajar con más brío la potencialidad dramática de su sincero film.

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I´AM FROM TITOV VELEZ, de Teona Strugar Mitevska

Tan estimulante como confusa, tan osada como fallida, I´AM FROM TITOV VELEZ, acumula candorosamente todos los defectos propios de la esforzada obra de una realizadora novel. Mitevska no lo es. El presente es su segundo largo de ficción. Pero la bisoñez  de su manifiesta voluntad estético-poética semeja la de una voluntariosa primeriza, que, sin embargo, estimulada por su propia confianza en el empeño de un proyecto rotundamente personal, logra en determinados pasajes demostrar unas nada insubstanciales dotes realizativas. La realizadora macedonia se embarca en una historia  marcada por la perspectiva críptica, imprevisible y tornadiza de una joven muda, que vive en un pueblo de aquel país en una casa junto a sus dos hermanas mayores.

I´AM FROM TITOV VELEZ radicaliza su relato en torno a una doble captura: en primer lugar la de la cotidianeidad deambulante, activa y observadora de la protagonista, y en segundo la de su particular, escapatorio y significante mundo interior. El posicionamiento de la cámara dentro del filme se fija en torno a la especial captación de la realidad que privilegia el punto de vista incomunicado de la joven. Mitevska despliega una puesta en escena que se empeña en reflejar el carácter evasivo y sigiloso que caracteriza su comportamiento y rige su cosmos interior. Los acontecimientos que irán sucediéndose son apenas entrevistos, sugeridos, fugados. La contemplación de la protagonista es siempre esquinada, elíptica, oculta. Tal imposición formal da rienda suelta a un lastrador intento por parte de la directora de exhibir la intimidad onírica y deseante de la protagonista mediante una suerte de “performance” estetizantes, hueras y artificiosas. El film distorsiona a conciencia la delimitación entre lo real y lo ilusorio. En este balbuceo Mitevska malogra en parte el estimulante retrato femenino potenciado en el planteamiento del filme. El devenir de las tres hermanas vislumbrado desde el retraimiento de la más pequeña de ellas se bastaba por sí solo para consolidar el potente desarrollo de un filme que, intermitentemente, dilapida la extraña solidez vislumbradora agazapada en todas las escenas que transcurren dentro de ese hogar nebuloso y convulso,  en cuyo interior tienen lugar las mejores escenas del filme.

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WHAT NO ONE KNOWS, de Soren Krag-Jacobsen

Abolido ya cualquier intento de retomar los mandamientos imperativos del combativo y no muy longevo movimiento DOGMA, resulta curioso observar los designios de sus devotos socios fundadores, ahora exiliados o ignotos. Von Trier lo toma y lo deja, va y viene, lo cata y lo vomita, no cesa de deshojar la margarita orientadora del Dogma sí, Dogma no. Vitemberg feneció gloriosamente a la primera de cambio: FESTEN fue principio y final: su renuncia propició una huida hacia el espanto (DEAR WENDY) a la que no se conoce desembocadura. “Panorama” nos da la oportunidad de reencontrarnos con Soren Krag-Jacobsen, autor de la magnífica MIFUNE,  uno de los miembros fundadores de la extinta secta escandinava.

WHAT NO ONE KNOWS se sitúa en las antípodas formales y estéticas de las obras albergadas bajo los preceptos DOGMA. Es un ejercicio fílmico sustentado en el desarrollo de una trama sometida al canon del “suspense” en estado puro. La sombra del Hitchcock más kafkiano y preciso, el de CON LA MUERTE EN LOS TALONES, merodea por todos los fotogramas de su vertiginoso desarrollo. Un hombre dedicado a la creación de espectáculos infantiles ambulantes se ve envuelto en una persecución asesina, que se inicia cuando acude a una cita con su hermana. Al llegar al lugar acordado ésta ha muerto. Alguien le ha dado un golpe en la cabeza mientras nadaba de noche en una playa junto a unas amigas. El film se pliega al seguimiento angustioso de este personaje que deberá ir resolviendo un continuado laberinto de enigmas que apuntan a un militar, antiguo amigo de su fallecido padre.

Tensa, esquemática, intrigante y rauda, WHAT NO ONE KNOWS está resuelta con la solvente eficacia de un film encargo. Krag-Jacobsen evita a la par cualquier exceso noqueador de la mínima verosimilitud exigible a este tipo de productos, y también cualquier intento de hondura turbia, desasosegante, oscura. Su film camina seguro sobre la gélida brillantez de quien se somete al dictado de lo seguro bien hecho. Entretenidísima, intensa y sin riesgo. Del DOGMA, ni el primer mandamiento.

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ESKALOFRÍO, de Isidro Ortiz

Abonada al últimamente exitoso cine de terror misterioso patrio, ESCALOFRÍO resulta un film absolutamente frustrado por causa de un guión a todas luces errado, titubeante y manido. La historia de este adolescente con un grave problema dermatológico –apenas puede estar en contacto con la luz solar- que se ve obligado a marcharse con su madre de la gran ciudad donde vive, porque su obligado aislamiento le origina conflictos personales a los que está a punto de sucumbir, se revela muy pronto como una cinta vapuleada por la inconsistencia de una trama y unos personajes encorsetados, inconsistentes. El planteamiento del inicio desaparece tras la llegada de madre e hijo a la aldea montañosa; la nueva historia se desentiende de la patología, por lo que, narrativamente, todo el prólogo deviene en nociva gratuidad. El realizador, además, abusa sobremanera de esteticismos, aceleramientos y cambios de tonalidad cromáticos a la hora de capturar el paisaje. Las posibilidades que presta la geografía abrupta y boscosa del Pirineo catalán quedan cercenadas por la ya manida obcecación en el recurso a la cámara subjetivo-nocturna tipo REC o proyecto bruja. . De ESKALOFRÍO ni pío. Sólo el título.

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OTTO; OR UP WITH DEAD PEOPLE, de Bruce LaBruce

Abanderada figura del cine de temática homosexual, el canadiense mucho tiempo ya  instalado en Estados Unidos, Bruce LaBruce ha puesto la nota “underground” a esta Berlinale 2008. OTTO; OR UP WITH DEAD PEOPLE se adscribe, se postula y se corona genéricamente, ahí es nada, como un film porno zombi-gay. El film chorrea jocosidad “trash” en cada uno de sus planos, proclamando su delirio originante en todos los apartados que la componen: argumentalmente, esta historia de un joven zombi que escapa de su tumba y va a dar con el rodaje de una película que versa sobre un muerto resucitado y lerele como él mismo, reivindica el despropósito como miembro principal de su lógica interna; estéticamente, resulta una nada desdeñable mezcolanza homófaga de estéticas y referentes tan dispares entre sí como el expresionismo alemán, el ínclito George A. Romero y el Cronemberg de los inicios; y formalmente, se concluye como un trabajo romo en resultados, pues no logra en muchos momentos la audacia descarada que cabía suponer. Con momentos de hilaridad desopilante, con hallazgos visuales muy jugosos (el blanco y negro con el que adorna las apariciones de la novia de la directora), con apuntes metacinematográficos nada baladíes, OTTO; OR UP WITH DEAD PEOPLE termina por convertirse en un chiste privado tan desinhibido como petulante, tan “destroyer” como ingenuo. Una “gore” broma más pasiva de lo que debiere.

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