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BERLINALE MIT CELSO
BERLINALE 2007

por Celso Hoyo

 

Berlinale, 9 de febrero de 2007

No me lo puedo creer. Si me hubieran dado la oportunidad de elegir un lugar en el cosmos desde el que estrenar este blog, sin duda alguna que hubiera gritado Berlín. Pues bien, alguien se ha empeñado en concederme ese deseo. Aquí estoy, regresado a esta ciudad prendedora, fría y apresante. Pasan los años, y ella se mantiene intacta en su fugacidad; inasequible a las certidumbres de los recónditos misterios que la recorren. Todos los cielos confluyen en Berlín. Por eso a tu sombra siempre la guarece un ángel. Si me pierdo, que me busquen en lo alto de la columna. Esperando. A Berlín se viene uno a esperar. Sobre todo buen cine en la siempre inabarcable Berlinale. El clásico festival cumple su 57ª edición. Sobre el papel, simplemente haciendo una valoración apriorística de la programación confeccionada este año, cabe aventurar diez días cuanto menos esperanzadores. Hay un cartel de nombres ciertamente interesante. Nada más y nada menos que, entre otros, están convocados Clint Eastwood –me muero por asistir a su rueda de prensa-, que trae su esperadísima LETTERS FROM IWO JIMA; François Ozon, que, que en la clausura, estrena otra colaboración con la eterna Charlotte Rampling, ANGEL; un recuperado Bille August, que se adentra en el cautiverio de Nelson Mandela con GOODBYE BAFANA; la armada francesa, que desembarca con galeones de la envergadura de Techiné (LES TEMOINS) y Rivette (NE TOUCHEZ PAS LA HACHE); el veterano cineasta checo Jiri Menzel, del que se proyectará I SERVED THE KING OF SCOTLAND; el venerado creador de SIMPATHY FOR LADY VENGEANCE, el coreano Par Chan-Wook, que acude con su nueva producción I AM A CYBORG BUT THAT´S OK –esperemos que Par esté a la altura de la gracia de su título-; el imprevisible Soderbergh, que se atreve en esta ocasión con un thriller ambientado en la Alemania nazi con George Clooney y Cate Blanchet de por medio, THE GOOD GERMAN; Robert De Niro, que, en su segunda obra, THE GOOD SHEPHERD, hurga en los orígenes de la C.I.A.; y el gran Paul Schrader, que, fuera de concurso por ser presidente del jurado internacional que tiene que repartir los premios, presentará THE WALKER. Además cabe esperar alguna que otra sorpresa con propuestas más desconocidas que nos llegan de cinematografías como la brasileña, la pujante argentina, la incógnita china, la israelí o la muy últimamente laureada germana, aunque tengo para mí que han ido a traer lo peor de su casa, pues se han endiñado a sí mismos YELLA, lo último de Christian Petzold, cineasta con el que sueñan disfrutar de una especie de Almodóvar alemán, pero que, en realidad, es el timo de la “estampiten”: mis abdómenes aún no se han recuperado de un espanto visto aquí hace dos años titulado GHOSTS. Pero bueno, es inherente a este tipo de eventos algún que otro mal presagio. Veremos… Y rajaremos.

Los programadores de una Berlinale más gala que nunca han tenido a bien obsequiarnos con un recital autobiográfico de uno de los mitos de la “francesidad” más absoluta: la genial e insuperada Edith Piaf.

 

Berlinale, 9 de febrero de 2007
Los programadores de una Berlinale más gala que nunca han tenido a bien obsequiarnos con un recital autobiográfico de uno de los mitos de la “francesidad” más absoluta: la genial e insuperada Edith Piaf, más que intérprete, creadora de algunos de los hitos melódicos mas universales de la historia de la canción. LA MOME (LA VIE EN ROSE), del joven realizador frances Olivier Dahan ofrece un recorrido por la vida de la gran diva que no rehuye de los pasajes más sórdidos y desconocidos de su existencia. El retrato que queda configurado de la cantante es el de un ser completamente arrasado por determinadas circunstancias familiares, escuálido, aquejado de graves problemas de salud y no menos de índole emocional. Dahan no oculta su devoción por la protagonista, y el seguimiento que le presta es casi brutal. Es manifiesta su intención de hacer del periplo vital de la protagonista una suerte de canción confesional y reveladora de sí misma interpretada por ella. Vida y obra parecen confundirse. El realizador nos muestra a una artista que no cesa de indagar, de salir a la búsqueda de textos que expresen la carcoma, el desencanto, la placidez o el naufragio en que anda sumida. Buena prueba de ello es la escena en la que le es presentada “Rien de rien”: tras escuchar la primera estrofa, ilusionada y renacida, no puede dejar de exclamar que esa letra no es otra cosa sino su vida.

Sin embargo, pese a declarar que nunca ha deseado llevar a cabo un clásico biopic, el director (y también guionista) sucumbe nefastamente a los tributos esquematizadores y superfluos que propicia este tipo de proyectos. Muy pronto advertimos que la obcecación de Dahan por acumular episodios, vicisitudes y peripecias reales condenan al desarrollo argumental del film a una fragmentación del todo empobrecedora. Además, el director opta por una estructuración temporal no continua, decantada por la mediación de constantes saltos temporales que, en modo alguno, contribuyen en la consecución de la densidad dramática que reclama el relato en todo momento. El abuso de este recurso cercenador de la linealidad narrativa, muy al contrario, lo que ocasiona es sensación de complejidad gratuita, y, lo que es mucho peor, aboca a la intrascendencia, a la frivolidad y a la bagatela a uno de los elementos fundamentales del film: la aparición de importantísimos personajes secundarios. Estos sucumben a la exigua concentración con la que son tratados. Resultan realmente muy poco convincentes la forma que tiene de despachar pasajes como el de la muerte de su primer representante, la disputa final con su amiga, o la relación amorosa con el boxeador. Dahan se preocupa más por acumular que por penetrar, de ahí que LA MOME (LA VIE EN ROSE) acabe por convertirse en un lujoso álbum inútil, en un repaso de momentos estelares nada esclarecedor y mucho menos emocionante, por culpa de un guión que no ha sido capaz de depurar sus ambiciones. Queda, eso sí, la intensidad de una Marion Cotillard absolutamente creíble en una composición nada fácil, en tanto que ha de reflejar un vertiginoso deterioro físico al tiempo que mimetizar los ademanes artísticos de la intérprete. Y por encima de todo, permanece la voz. Vive, desde ella, aún, la Piaf.

Hay muy poca oferta hoy. Es día de tomar contacto. Repasar con esmero los horarios de la programación, subrayar las citas que cada cual considere obligatorias, acudir a por la imprescindible acreditación, y abrir por primera vez tu taquilla. Hecho todo esto, decido aventurarme a visionar SAKURAN, una producción japonesa que supone el debut cinematográfico de una reputada fotografa nipona, Mika Ninagawa. El film pretende proponerse como un singular acercamiento al muchas veces frecuentado universo de las cortesanas medievales de aquel país. Basado en un popular cómic del mismo nombre, obra de un prestigioso artista manga, Anno Moyoco, SAKURAN muestra a una realizadora excesivamente preocupada por el acabado formal de su obra, que no ha sabido compensar con fortuna lo arriesgado de sus propios intereses con las graves deficiencias de partida que acumula su producto. Ninagawa apuesta por una puesta en escena arriesgada y forzadísima, sustentada en un deslumbrante -hasta la desorbitación- uso del color. El ascenso de esa adolescente vendida por su madre a uno de los prostíbulos más conocidos de Yoshiwara, el barrio rojo de Tokio, se salda con tanta originalidad como ineficacia. La directora parece empeñada en poner viñetas en movimiento más que ensamblar escenas y secuencias con coherencia dramática. Ésta es inexistente, por lo que, transcurrido el primer impacto ante el talento formal desplegado, lo que resta es un continuo esteticista, hueco y banal. Un catálogo de kimonos, cojines, y papeles de empapelar paredes. Ninagawa confunde el celuloide con una de sus exposiciones y se estrella con este artificioso trabajo. Más escritura y menos efectos visuales. No lo soluciona todo el photoshop.

Me sabe mal hablar así de SAKURAN, sobre todo cuando la productora ha tenido a bien agasajar con presente a todos los asistentes; unas señoritas asiáticas nos han dado un pack que incluía un pañuelito de color blanco y negro, y un pequeño empaquetado de forma alargada. Pensé que se trataba de unos palillos de comer. Cual ha sido mi sorpresa al comprobar que se trataba de un abanico de oscuro bambú telado en papel. Teniendo en cuenta, que uno, además de dedicarse a ratos a esto de la crítica cinematográfica, es abaniquero, es comprensible entender que mi gozo se haya ido corriendo al pozo. No vengo yo a Berlín a promocionar a mi competencia. De “geisha” en celo que se disfrace otro esta noche.

 

Berlinale, 10 de febrero de 2007
Conforme pasan los años y voy adquiriendo más experiencia en esto de acudir a certámenes cinematográficos, sigo manteniendo que si hay algo que los hace especialísimos es la aparición del factor sorpresa. Bien es verdad que ocurre muchas menos veces de las que a uno le gustaría, pero cuando lo hace la satisfacción es deliciosa. Viene esto a cuento de lo que hoy ha acaecido en la primera jornada competitiva. Si había hoy una cita del todo incuestionable, si tenía lugar un acontecimiento sobre el que girar todos los focos, ese era, sin duda, el pase de la última producción del siempre inquieto Steven Soderbergh, THE GOOD GERMAN. Existía también más que notable expectativa ante lo que pudiera depararnos la contemplación de lo más nuevo de uno de los autores de culto del cine asiático actual, el autor de SYMPATHY FOR LADY VENGEANCE, Par Chan-Wok, que exponía a juicio general I´M A CYBORG, BUT THAT´S O.K. Sin embargo, ha sido la cinta oculta, la desconocida, la firmada por un realizador no estrella, la programada en el horario menos “prime star”, la proveniente de la cinematografía menos briosa, la que ha cautivado poderosamente con la humildad de quien sabe advertir, apostar por la grandeza que atesora el cine pequeño. La pequeña maravilla nos llega de Brasil, la produce Fernando Meirelles, se llama O ANO EM QUE MEUS PAÍS SAÍRAM DE FÉRIAS (“El año en que mis padres se fueron de vacaciones”) y la dirige Cao Hamburguer, un cineasta completamente autodidacta, que imparte una lección de sensibilidad cinematográfica verdaderamente emotiva.

O ANO EM QUE MEUS PAÍS SAÍRAM DE FÉRIAS viene a ser un cruce efectivo y original de dos joyas del cine argentino argentino: KAMCHATKCA, de Marcelo Piñeyro, y EL ABRAZO PARTIDO, de Daniel Buhrman. De la primera retoma el asunto de partida, la ocultación de unos padres a su hijo del gravísimo trance en el que se hallan; de la segunda , la descripción distanciada y , por momentos, cómica del particularísimo modo de vida que imponen las normas judías a su comunidad. El film describe la incertidumbre y el caos que vivió la población carioca a principios de los años setenta en plena dictadura militar. Un joven matrimonio ha de huir de su hogar. Desconocemos los motivos concretos, mas la tensa espera de la madre en la soberbia primera secuencia hace presagiar pánicos bien ciertos. Hamburguer prima desde el inicio el punto de vista ignorante y abstraído del pequeño: un niño de unos diez años completamente enfrascado en un juego de chapas con el que ficciona un partido de fútbol; el chaval es un forofo de la selección de su país, colecciona cromos de sus jugadores, y espera con ansiedad el debut de esta en la copa del mundo. El realizador se adscribe con absoluto apego a esa concepción esperanzada y devota que le dispone su personaje principal. El pequeño Mauro orienta hacia la expectación un relato que, desde otro ángulo, hubiera debido teñirse de tintes mucho más explícitamente políticos, denunciadores y fatales. La desenvoltura angustiosa y pertinaz que imprime su llegada al barrio de su abuelo (al que es trasladado con urgencia por sus padres) posibilita una narración desenvuelta, tensa, incómoda, desconcertada, triste y apiadante, que no reniega de la comicidad que impone la adaptación del pequeño a la normativa judía, y, como no, tratándose de un film brasileño con fútbol al fondo, todo lo concerniente a las reacciones de los aficionados al deporte rey de ese país que deliraban con cada fulgurante aportación del mítico Pelé.

Hamburguer demuestra una querencia por el detalle descriptivo absolutamente taimada. Esa mesa de juego abandonada por la premura de la huida, el pañuelo del anciano que Mauro utiliza para jugar al fútbol en solitario en el pasillo , el pescado del desayuno o el cromo que le falta para completar la colección son apuntes que corren parejos de la mano de una jugoso detenimiento en cada uno de los personajes secundarios que van apareciendo: el anciano que lo recoge, la niña vecina que lo introduce de lleno en el barrio, la empleada del bar, su novio portero del equipo del barrio, o el activista político a quien acaba cuidando. Hamburguer acumula con ellos veracidad, cercanía y lucidez, sin escatimar jamás la hondura dramática que requiere el telón de fondo transitado por la historia relatada: el pánico por la ausencia, la espera ante el teléfono que no suena, y el desinterés por el resultado final de una competición que no podrá ser disfrutada en compañía del padre, son apuntes que así lo corroboran. Brasil, no podía ser menos, ha embelesado con este requiebro de cintura que ha clavado un gol por toda la escuadra a la Berlinale en el minuto uno.

Luego venía Soderbergh, el impredecible y camaleónico Soderberg; con permiso del siempre también inquieto Winterbottom, posiblemente el tipo que más palos ha manejado dentro del cine anglosajón de las dos únicas décadas. Sólo les falta un músical. Confieso mi predilección por el segundo, mas un repaso a la trayectoria del primero (SEXO, MENTIRAS Y VIDEO, KAFKA, UN ROMANCE MUY PELIGROSO, ERIN BROCKOVICH, OCEAN´S ELEVEN, TRAFFIC o BUBBLE) nos lleva a cuanto menos esperar de él siempre algo novedoso, una búsqueda, un desmarque. Desde luego, con THE GOOD GERMAN lo intenta con creces. El suyo es un intento a contracorriente de rescatar un clasicismo narrativo y visual algo más que osado. El norteamericano pretende nada más y nada menos que homenajear al cine bélico de los años cuarenta y cincuenta. Nos hallamos ante una operación arqueológica de magnitudes imponentes: la factura formal del film es deslumbrante. Soderbergh nos regala un blanco y negro rutilante, espeso, refinado e irreal. Una grisura platino que nos retrotrae a una época en la que el cine era sobre todo un ejercicio de elegancia. De repente nos trasladamos a la edad dorada del cine clásico americano. Resulta imposible negarse la evocación a un imaginario en el que van confluyendo destellos de Welles, fulgores de Tourneaur, angulaciones langianas, premuras a lo Hitchcock, y, sobre todo, nostalgia por CASABLANCA.

Además, Soderbergh, ya desde los títulos de créditos, somete los beneficios, las posibilidades de prodigio alcanzadas por la técnica hoy en día al servicio de esta magna operación rescatante, y consigue una miscelánea perfecta entre las imágenes documentales originales, el material manipulado y el rodado por él mismo en estudio. Los planos de exterior se dirían arrancados directamente del Neorrealismo. Los de interior, en cambio, se esfuerzan en patentizar su naturaleza ficticia, incidiendo así en el modus operandi del modelo anteriormente citado; abundan recursos artesanales propios de este referente: las transparencias, los planos rodados ante imágenes proyectadas en movimiento, la cortinilla delimitadora de secuencias, etc. Soderbergh se emplea a fondo en la labor autoimpuesta de celebración evocativa. Estéticamente, THE GOOD GERMAN logra el embeleso de tal remembranza. Ahora bien, a cuyo tiempo se produce ese impacto memorativo, conforme va avanzando el metraje del film, poco a poco se va manifestando la evidencia de que nos hallamos ante una operación que no se esfuerza – o no sabe esforzarse- en ocultar los andamiajes de su naturaleza simuladora. De ahí, que como experiencia fílmica en sí, como obra despojada de ese impulso –lícito- homenajeante, la última obra del creador de la fallida SOLARIS acaba sucumbiendo a lo excesivo de su planteamiento retromaquillador.

Desconozco los motivos de quienes lo han hecho (yo, desde luego, no creo que sea para tanto; me guardo mi derecho a exteriorizar mi cabreo para otra ocasión; que haberla, habrála), pero hay que dejar constancia de que THE GOOD GERMAN, además de un silencio no sé si despreciador, ha cosechado los primeros abucheos en la platea del critiqueo. Seguro que se me escapa alguna clave de índole germana, pero más allá de circunstancias extracinematográficas, en lo que a mí concierne los “peros” que habría que imputarle al famoso realizador atañen fundamentalmente a su trabajo en el material de partida. Sabedor de lo evidente de su intencionalidad motriz en esta ocasión, quizás un poco a la desesperada, Soderbergh no ha sabido limar enrevesamiento en la trama que nos propone, y el resultante no es otro que un relato confuso, enmarañado, a todas luces excesivo. Tal dificultad dinamita internamente la credibilidad de un producto a todas luces ya artificioso. El andamiaje citador, resonante se explicita y muestra su impostura. El efecto nostalgizador acaba relumbrando glacialidad melancólica, la cita, desenmascaramiento. THE GOOD GERMAN, dolorosamente, se extingue en la trampa de su propio truco.

 

Berlinale, 11 de febrero de 2007
La enorme sala de cine en donde el personal criticador ve los filmes a competición, para luego dictar veredicto se ha quedado angosta y mínima ante el excedente de asistencia que ha tenido a bien confluir con motivo del primer pase de uno de los filmes que más ansias de visión había suscitado: THE GOOD SHEPPERD (EL BUEN PASTOR), obra de uno de los histriones más admirados por el público en general, el casi siempre difícil de contener Robert De Niro. Éste es su segundo filme. El primero, UNA HISTORIA DEL BRONX, era magnífico. De Niro daba muestras en el de ser un realizador duro, conciso y emotivo a la vez. El ya inmortal protagonista de EL PADRINO II se movía con habilidad y arrojo por los vericuetos turbios de una historia que se desarrollaba entre gansters, hampones de barrio, matarifes de baja estopa, niños fascinados por el mal y un conductor de autobús preocupado por salvaguardar el destino de su hijo. Lo primero que cabe decir tras contemplar su nuevo proyecto es que, además, se confirma ya como un director solidísimo, que no renuncia a enfrentarse a empresas de una envergadura nada asequible. Como la ingénita a ésta. De Niro, por decirlo de alguna forma, amplía la “categoría”, el status o la magnitud de su objetivo. Si en UNA HISTORIA DEL BRONX no era difícil entrever en la relación seductor-admirativa que se establecía entre el capo y el pequeño protagonista una especie de radiografía del origen de un captado para el ámbito del delito, en EL BUEN PASTOR de lo que somos testigos no es, ni más ni menos, que de la gestación de la C.I.A.

De Niro se asigna un propósito de amplitud mastodóntica. Para ello, emplea un metraje de casi tres horas de duración en seguir la trayectoria de su protagonista principal, James Wilson, un joven graduado por la Universidad de Yale que es reclutado por el servicio secreto del Estado durante la segunda guerra mundial. EL BUEN PASTOR, mediante una calculadísima estructura interna fundamentada en una serie de flash-backs, describe, por un lado, la ascensión de Wilson dentro de la organización para la que trabaja hasta convertirse en uno de sus cerebros superiores, y, por otro, la incidencia que los requerimientos de su profesión va a tener en el ámbito de su vida privada. El film es un ejercicio de realización fílmica basado en la austeridad, en el rigor de una puesta en escena denodadamente meridiana y en la imposición de un laconismo rítmico que persigue una observación pormenorizada de la forma que tiene de asumir y desarrollar el protagonista su trabajo. Aportan notable templanza expositiva un dosificado uso de la violencia, una exclusión de escenas de acción, y la formidable aportación de unos diálogos abundantes, medidos, excelentes, que contribuyen al cinismo, a la lucidez y al desasosiego generalizado. Las comadrejas de guante blanco y desconfianza oscura que lo pululan así lo demandan

Todo ello es así debido a la radicalidad con la que el director se adhiere a las vicisitudes del personaje que incorpora a la perfección un muy concentrado, tenso, esquinado Matt Damon. Su James Wilson es un tipo calculador, silencioso, pertinaz y frío como un informe en un cajón. De Niro lo utiliza como paradigma de su hurgamiento en las cañerías inmundas y potentadas que discurren desde los despachos en donde el poder decide el mundo. La película expone la metodología de los aparatos ejecutores que actúan en las cloacas del control, incrustándose en los sesos de quien las emprende. EL BUEN PASTOR destila cerebralidad tan exquisita como nauseabunda. Sabe exponer con penetrante discreción el ambiente paranoico-militarista que caracterizó la época de la guerra fría. En una de las escenas más impresionantes, la del interrogatorio al sospechoso de ser un agente infiltrado, éste le espeta a su torturador que Rusia es un invento de la administración norteamericana, un enemigo inexistente pergeñado como coartada para forjar un estado de terror mundial, conveniente para estructurarlo según el interés imperialista e interventor.

En contrapartida a toda este vertiente de índole político-ejecutadora, EL BUEN PASTOR culmina su retrato de este brillante agente dando cancha a la tosquedad y la indolencia con la que se maneja en su vida privada. Contrasta la eficacia y la brillantez en su quehacer maquinador con la nula capacidad que posee para atender con mesura el espacio de su intimidad. Wilson no sabe desabotonarse el traje de su impermeabilidad. Su perenne disposición para la alerta condiciona su relación con el entorno afectivo más cercano. No es de extrañar, pues, que, en una pirueta algo alambicada, pero poseedora de una carga emocional terrible, al final, el ámbito de su secreta misión laboral estalle en el centro mismo de su familia, obligándolo a dirimir un dilema francamente desgarrador. Con EL BUEN PASTOR, De Niro nos ha deleitado con un testimonio riguroso, sólido, de lo turbia que puede llegar a ser la trastienda de la oficialidad. Aunque, bien pensado… ¿puede no ser otra cosa que turbia una trastienda?

Para cierto sector de la nueva crítica internacional, existen un grupo de directores asiáticos por los que se siente una radicalísima veneración. Con obras como SYMPATHY FOR MR. VENGEANCE y OLDBOY, el nort-coreano Par Chan-Wok se ha granjeado un hueco entre ellos. Aquí a Berlín se ha traído su última criatura bajo un título cuanto menos curioso, I´M A CYBORG, BUT THAT´S O.K., al que mi mínimo conocimiento de la lengua anglosajona aporta la siguiente traducción, ¿PASA ALGO, TRONCO, POR QUE YO SEA UNA CYBORG?. Traspasado el fraseo titular, lo que le sigue a continuación nos sitúa en el plano de la chifladura. Nos vamos al manicomio. El señor Par ha tenido a bien urdir una historia de locos, porque le apetecía un poquito de desmelene cencerrero antes de acometer su nuevo producto, EVIL LINE. Hay que diagnosticar rápidamente que a Mr. Chan Wok el “kit-kat” de turno le ha salido de psiquiatra colectivo: él, que acuda para sosegarse las neuronas, y los que la hemos visto, para encontrárnoslas.

Planteada como una excéntrica comedia romántica entre dos moradores de una muy “chic” clínica mental, I´M A CYBORG… recorre la crisis desquiciante que acarrea los delirios indóciles de Cha Young-goon, una joven que está convencida de ser una cyborg, y Park II-soon, un veinteañero acuciado de un grave problema en la memoria desde que es pequeño. El film, durante buena parte de su metraje, es un torrencial despropósito que acumula dislates y excentricidades por doquier, amparado en la propia coartada del marco espacial elegido por el director (y co-guionista) para desarrollarla. Parece que el hecho de que tenga lugar en un sanatorio, que, por lo tanto, esté transitada por toda una caterva de descerebrados, haya actuado como licencia para el desbarajuste con líricas poético-imaginativas. La película tiene el aspecto de ser una copia burda, barata e indignante del personalísimo estilo acuñado por el genio caudaloso de Michael Gondry, entre otras razones porque el trabajo de éste en la impregnación de un humor siempre frágil y de etérea ingenuidad, se torna en el de Corea del Norte carnavalerismo de bobería anti-epatante. Hay que decir que la espantada de los presentes en la sala ha sido contundente hasta la mitad de su proyección. Si no ha ido a más, ha sido, justo es reconocerlo, porque el último tercio del film, dentro de su perturbación inasequible, entra en cordura. Chan-Wok se toma más en serio el surrealismo de su función, despeja fanfarria, se concentra en la odisea de los dos personajes centrales, y comienza a desenvolver con pertinencia y lógica algunos apuntes manifestados en torno a los efectos secundarios desprendidos de sus desvaríos y convencimientos. La anorexia voluntaria de ella al obcecarse en que la comida humana es mala para los robots, su obsesión por las baterías; la facultad de él para inocularse el espejismo alucinatorio de ella y penetrar en sus visiones íntimas; los esfuerzos de los médicos por darle de comer; los de Park II; la utilización de los zapatos voladores y la aparición de los dedos-bala funcionan como acotaciones argumentales que van integrándose en un discurso, que, muy al final, ya a deshora, consigue simular aquello que debiera haberse intentado desde el inicio: una estrambótica historia de amor, asentada en la lógica disparatada y tierna de una locura fabuladoramente romántica.

 

Berlinale, 12 de febrero de 2007
Si esto es un festival de cine, los italianos colocan bodrio. Como siempre, año tras año, la máxima se ha vuelto a cumplir. Con Italia llegó el espanto. Son ya muchas las muestras sufridas en carne cinesufriente de la barbarie creativa por la que atraviesa el cine transalpino. No los cito ahora, porque se me han olvidado en casa los medicamentos contra la alergia al polvo. Hay que tomar medidas ya de una vez por todas. Propongo desde estas líneas, darle tratamiento médico-preventivo al asunto. Cual si de una gripe aviar se tratara, urge aniquilación masiva y paralización comercial del producto hasta confirmación en toda regla de su recuperación. Que se lo engullan ellos solos mientras tanto en forma de cotoletta. El resto de los ciudadanos del planeta no hemos de, nunca mejor dicho, comulgar con esta penitencia. Porque, encima, esta vez lo han intentado salvaguardados en sacra manera. Nos ha llegado en forma de sermón. IN MEMORIA DI ME, así viene bautizada la lectura, nos traslada al interior de un convento. Un convento de apostolantes al que llega un jovezno con desalentadas ansias de, según propia confesión en plano frontal a la cámara que abre la ceremonia, ser persona.

Este hombre en crisis, un tal Andrea, que, por cierto, gasta menos gestos que un cura confesando o dando la extremaunción, se nos mete a novicio para intentar encontrar el camino de su propia identidad. El director de esta parábola del hombre en el corredor de sí mismo, Saverio Constanzo, a través de este “vía crucis” iterativo y monótono, pretende hacernos percibir cuan complejo y arduo es el camino hacia el conocimiento de la fe. Lo minado que está el proceso de dudas; lo expuesto que se está a la vacilación; la acechanzas que tientan desistir en el empeño se unen, además, a la desubicación que producen las nuevas normas de la cotidianeidad en el retiro, al aislamiento intramuros, al silencio sepulcral y a la vigilancia impuesta de unos a otros. El problema principal de la hecatombe bíblica que crucifica esta propuesta desganada y roma es la casi total ausencia de historia. Constanzo incide una y otra vez en el seguimiento de un personaje inexistente, que más tiene de espectro que de humano mortal. Repite hasta la saciedad el mismo tipo de movimiento: el que consuma con nocturnidad Andrea pasillo arriba, pasillo abajo, impelido por una (se quiere) confusa atracción hacia la celda de un compañero de espiritualidades. Probablemente sabedor de que, por causa del material abordado, cabía el riesgo de la ridiculez y el deslustre, el realizador ha querido amarrar tanto los trazos más desestabilizadores que, cual pieza escultórica religiosa, su narración se ha quedado exangüe, laxa, extinta por amojamamiento. Concebida en el aburrimiento, nacida hecha tormento, IN MEMORIA DI ME nos ha sabido a todos a purísima maldición. Amén.

Justo en las antípodas geográficas y artísticas hay que situar la que, sin duda, se ha revelado como una de las sorpresas más agradables de esta primera mitad del certamen. Desde Mongolia nos ha llegado TUYA´S MARRIAGE (LA BODA DE TUYA), admirablemente dirigida por Wang Quan An, joven director de cine chino que pertenece a esa nueva hornada de realizadores de ese país que está empezando a ser conocida fuera de sus fronteras, fundamentalmente por estar focalizando su interés creativo en mostrar con su cámara los efectos transformadores que están produciéndose en aquel gigantesco país, dada la magnitud y la trascendencia de la revolución industrial, social y mediática que está viviendo. El presente film de Quan se traslada a las remotas tierras de Mongolia que aun no han sido pasto de las violentas sacudidas que están infringiendo a ese territorio una desmadrada y violenta expansión mercantil. El marco espacial que atisbamos es la yerma, árida y solitaria zona en donde una esforzada pastora cuida su rebaño de ovejas.

TUYA´S MARRIAGE descansa sobre la portentosa resistencia de esa mujer con el aliento siempre en los ojos. El director describe sin escatimar autenticidad la ingente cantidad de tareas a las que ha de hacer frente en condiciones casi medievales. En tono, podríamos decir, semi-documental Quan dispone su cámara cual testigo impotente de la cotidianeidad que tiene delante. Su protagonista pastorea los animales montada en un camello, les da de comer, hace las tareas del hogar, cuida a sus dos hijos pequeños, va a por agua a un pozo muy lejano, compra el alimento de los borregos. Con un estilo directo, claro, sencillo, prescindidor de cualquier pirueta formal, el realizador sabe captar el estoicismo reseco y recóndito que sostiene con dignidad resquebrajada Tuya. Ella es el film; sobre sus silencios se asienta su arquitectura; a lomos de su cuerpo menudo y endrino progresa.

Pese a que, aparentemente, en muchos momentos se aproxime, TUYA´S MARRIAGE, en esencia, dista mucho de ser un documental. Existe una mínima anécdota argumental, explotada de forma jugosísima por el realizador. El marido de Tuya, Bater, es un discapacitado. No puede andar. Enfermó justo cuando se disponía a hacer un pozo de agua cercano a casa. Esta contrariedad es la causa que obliga a Tuya a hacerse cargo de todas las labores que debiera ejercer su esposo. Una revisión médica advierte a Tula de los riesgos de su extenuación; debe dejar de trabajar tanto. Bater le hará una proposición sorprendente: le propone que se divorcie de él, y que se busque otro hombre que pueda mantenerla a ella y a sus dos hijos. Esta leve circunstancia le basta al realizador para hilvanar una serie de situaciones del todo variopintas: desde la limpia comicidad que airean todas las secuencias que tienen que ver con la presentación de los candidatos a alianza, al dramatismo estremecedor que motea el abandono de Bater en la residencia. Cruda, cautivadora, simple y sagaz, LA BODA DE TUYA convence por el valor trascendente que impone la serenidad con la que embiste la geografía que alcanza a capturar.

Por desgracia no todos los cineastas manejan esta captación con la misma nobleza. Si, como ha quedado dicho, el recurso estilístico principal de la película china era la limpieza mostrativa como método de aproximación a los personajes y a su entorno, el británico Richard Eyre abusa de la trampa, el artificio y el estruendo en la ejecución de NOTES ON A SCANDAL (DIARIO DE UN ESCÁNDALO). Su impronta es la alharaca grandilocuente, cuando el material altamente explosivo que maneja hubiere debido estar manipulado con más prudencia, con menos deriva atronadora. El film se adentra en el peliagudo tema de la maledicencia en trance de escándalo. En un centro educativo londinense, Bárbara, una amargada profesora de historia a punto de jubilación pretende conseguir el afecto de Shiba, una mucho más joven colega recién llegada al departamento de historia del arte. Para su fastidio, mientras transcurre una representación musical llevada a cabo por los alumnos, Bárbara descubre que Shiba tiene un affair con un pupilo suyo de quince años de edad. Éste es el punto de partida a partir del cual el relato comienza a hilvanar un discurso por el que se cuelan temáticas como la envidia para con el objeto del deseo, el rencor ante el amor no correspondido, la villanía de quien maneja un secreto ominoso en su favor, la posesión del otro entendida/exigida como favor debido, la perversión como consecuencia de la soledad mal asumida, o la calumnia como arma de destrucción consciente. La contrariedad continua que menoscaba la credibilidad de NOTES ON A SCANDAL es la poca habilidad del director para encauzar la historia con discreción. Muy al contrario, la película acaba convertida en un pseudo-telefilme obsesionado por los aspectos más superficiales de la historia que (mal)trata. Se advierte con facilidad liviana el abono al amarillismo impúdico, el afán tremebundista, un regodeo por la explicitación morbosa que hace naufragar una trama precipitada, tosca, y mentecata.

Ahora bien, créanme, uno acaba disfrutando de la función, pues la película nos depara un deleite portentoso: un trabajo actoral protagónico in-su-pe-ra-ble. La mortificación severa de Bárbara la ejecuta la gran Judi Dench, y la inocencia caliginosa de Shiba la remacha el magnetismo rubio de Cate Blanchett. El duelo entre ambas achicharrara la pantalla y deriva la visión del espectador al más puro hipnotismo. La Dench hace de la asquerosa que le toca en suerte una creación villana, afilada y pútrida que no cae jamás en el esperpento. Sus ojos resentidos convocan de inmediato toda la represión y las ganas ocultas que envenenan a esa maestra antipática, inteligente e inicua con modales de víbora y temperatura arrugada por gastar. La Blanchett defiende con desconcierto caldeado la torpeza inevitada de su personaje. Su corderito equivocado por desabrochamiento a menor salido sobrecoge cuando toma conciencia de que el rol que juega en esta encrucijada de desatinos pendencieros es el de víctima. Olvídense del filme y mírenla a ellas. No quedarán defraudados.

 

Berlinale, 13 de febrero de 2007
Había curiosidad en el ambiente por ver si la crisis artística por la que, indudablemente, atraviesa el cine del veterano creador francés André Téchiné sigue tan pronunciada como quedó demostrado aquí, hace dos años, con la presentación en esta misma Sección Oficial de su, entonces, última y decepcionante obra LES TEMPS QUI CHANGENT. En ella, quedaba confirmada una frustrante desorientación creativa que como resultado propinaba un film del todo insuficiente, por confuso, deslabazado y sin brío. No obstante, avancémoslo, LES TÉMOINS muestra ya la rehabilitación que todos los que admiramos LOS JUNCOS SALVAJES, LOS LADRONES y MI ESTACIÓN PREFERIDA estábamos esperando. Los dos primeros tercios de éste filme manifiestan la garra, la desenvoltura y la capacidad para el desasosiego naturalista y cotidiano, propios de los mejores momentos del cine del autor de LES INNOCENTS.

LES TÉMOINS vuelve a entrecruzar los destinos de varios personajes. Téchiné torna a detenerse en la descripción desenvuelta de éstos. Desde ella, desde la delineación de sus características individuales, parte a la confrontación de unos con otros. La película avanza mediante una serie de careos, a través de los cuales el espectador va avanzando en el conocimiento de los deseos, las inseguridades y los antojos de aquellos. LES TEMOINS inicia su recorrido con la llegada del joven Manu a París para compartir habitación con Julie, su hermana, en un económico hotel de un modesto barrio de París. Flirteando en un parque de citaciones y colisiones gay, conoce a Adrien, un médico cincuentón que, muy pronto, se apasiona por él. El doctor le presentará a una pareja de amigos suyos, Sarah, una impulsiva escritora que se adapta mal a su recientísima maternidad, y Medí, un comisario de la policía parisina, que está al cargo, precisamente, de la zona en donde se hospeda Manu. Téchiné zarandea a sus personajes para ponerlos en crisis, para, friccionándolos, cuestionar la habitualidad de sus propias certezas. Los cruces a los que impele el conocimiento que va manifestándose entre ellos desliza el relato por derroteros insospechados. El director sostiene con un aplomo nada coercitivo el rumbo que va tomando el gozo, el desengaño o la fatalidad que los ha de ir sorprendiendo .

Lamentablemente, LES TEMOINS, en su última parte, incide, con un detenimiento de limitante contraproducencia, en un aspecto dramático que se empeña en reflejar desde un punto de vista médico-sociológico: la aparición del SIDA. El film decae, se paraliza, no sabe recomponer la vertiginosa densidad emocional alcanzada justo hasta que la enfermedad emerge. A partir de la desaparición de uno de los personajes convocados, Téchiné no acierta a restablecer el ímpetu desvanecido. Las secuencias finales saben más a epílogo mórbido que ha desenlace coherente. No merecía cierre tan desaplomado, un film que hubiera debido clausurarse antes. LES TEMOINS, no obstante, apreciado globalmente, queda conformado como un estimable ejercicio cinematográfico que nos devuelve al Techiné atento, movedizo y clarividente de sus mejores obras.

Comentando ayer NOTES ON A SCANDAL, la chismorrera producción del británico Richard Eyre, vine a dejar constancia del placer que puede llegar a producir un trabajo actoral en una obra que no está a la altura del talento allí malgastado. Soy un defensor a ultranza de acudir a una sala cinematográfica, sólo por el hecho de disfrutar con las maneras de un actor admirado. O, incluso, deleitarme con una actuación, hasta el punto de obviar la calamidad en la que se ha enfrascado, llegando incluso a conmoverme algo que debiera estar maldiciendo. El año pasado pasó injustamente desapercibida una sólida producción argentina titula da EL CUSTODIO. La protagonizaba un, para mí, desconocido Julio Chávez. Su actuación en ella era absolutamente memorable. Incorporaba allí a un introvertido guardaespaldas de un alto cargo gubernamental. Con pocos elementos a los que asirse, el intérprete ponía inquietud, hondura y alma a un tipo silencioso, tosco, concentradísimo en una tarea profesional que, básicamente, consiste en estar sin ser visto. Un año después, Julio Chávez vuelve a imponerse con radicalidad en la pantalla, pero esta vez, desdichadamente, en un film que está muy por debajo de aquel otro. En EL OTRO, de Ariel Rotter, sólo su aportación merece ser reseñada. La vacuidad que se nos intenta adjudicar oculta tras una narración que se quiere trascendente, misteriosa, únicamente (mal)embauca gracias a la tensión expresiva que desprende su rostro en todo momento. Chávez salva a Rotter del dislate, la pretenciosidad, la falacia fílmica. Mejor dicho, no lo salva, sino que se esfuerza en camuflarlo. Aunque hay determinadas oquedades que no existe mohín que las transforme en sustancia significante.

El actor asume el rol de Juan, un abogado casi cuarentón, a quien su esposa oculista le dice que van a ser padres. Tras hacer una visita a casa de su padre, un anciano casi impedido a quien ayuda a ducharse y vestirse, tiene que marcharse todo un día fuera de Buenos Aires a un pueblo en el que debe concretar un asunto inmobiliario para el bufete en el que trabaja. Para ello coge un autobús. Al llegar a la estación destino, se despierta y advierte que el señor que estaba su lado ha muerto. A partir de aquí, asistimos a una desconcertante y cansina serie de reacciones del protagonista, que jamás se terminan de entender, entre otras cosas, porque al director parece no interesarle en absoluto que esto ocurra así. Rotter se limita a acompañarlo en su estancia, sin más gracejo que el de hacerlo cambiar de nombre varias veces: según con quien esté o a donde vaya, Juan lo mismo dice que se llama Luciano, Miguel, o Luis, añadiendo que es doctor, funcionario o arquitecto. La necesidad de ser otro, la crisis de identidad, el encaje de ciertas noticias derivado en parálisis emocional, en shock enajenante… el espectador debe incorporar la voluntad que el realizador ha detestado incorporar. Valdría la pena hacerlo, si EL OTRO obsequiara con algún tipo de fascinación más allá de sus tres primeras secuencias y el sorpresivo e ingenioso plano en negro que sostiene los títulos de crédito: las letras de éstos de pronto dan paso a líneas de letras sin significado; una voz en off comienza a leerlas en voz alta; entonces descubrimos que nos hallamos ante la prueba de visión de un paciente en la consulta de un oculista: Juan en el de su mujer. Rotter en el arranque demuestra habilidad para capturar con cierta intensidad la realidad afectiva que rodea a su protagonista: percibimos ilusión y afectividad con la esposa al saber de su nuevo estado; destila veracidad y dolor todo el encuentro con su viejo padre, y se apunta inquietud en la forma que tiene de mirar el vientre respirante, desnudo de su mujer antes de marcharse. Sin embargo, todas las expectativas se malogran debido al agotamiento de un discurso quimérico, ausente, nulo. Rotter parece enrocarse, afirmarse en que con estos mínimos trazos basta para alumbrar conocimiento sobre el resto del relato. Mas la jugada nos deja jaque mate. Que se sepa, no tener nada que decir jamás ha sido una buena idea de partida. Y cada vez hay más que no lo saben, o no lo quieren saber. A lo mejor los que andamos buscando algo, dejamos de ser válidos como espectadores y nos tenemos que dedicar a ver que hay en nuestro frigorífico. Yo ya he puesto una sillita frente al mío. Dentro siempre hay algo. El objeto de mi deseo, seguro. Que con huevos, tortilla.

Para muestra un botón. Ha bastado una película que ha tenido la cortesía de incorporar una historia dentro, y la Berlinale se ha puesto patas arriba en general, y los caballeros, en particular, con los pantalones al suelo. Apunten este nombre porque va dar tanto que hablar como de poner en erección: IRINA PALM, así se llama la señora y el filme que el germano nacionalizado belga, Sam Garbarski, nos ha presentado a toda la espesa -y predispuesta a muermo- asistencia. Además, con alevosía y diurnidad, IRINA PALM venía cargada con muchas ganas de hacer reír… y lo ha conseguido. ¡Terror en el hipermercado, horror en el ultramarino! ¡A la Berlinale le han metido una comedia, y nadie sabe como ha sido! Bromas aparte, conviene hacer un poco de crónica antes de iniciar las líneas dedicadas al análisis del film. Porque sería una injusticia no reseñar aquí la enorme y entusiasta ovación que se ha brindado al film en la sala, cuando han comenzado a caer los títulos de crédito finales. La película lo merecía. Nos hallamos ante un producto que aglutina todos los mimbres necesarios para simular el éxito internacional que obtuvo el delicioso FULL MONTHY, de Peter Cattaneo. Narra con la misma grave desinhibición, con la misma suspicaz frescura una historia de naturaleza dramática, pero manipulada por un tratamiento que hace, del humor, la estrategia de su encanto.

IRINA PALM es, en realidad, Maggie, una viuda londinense de mediana edad, cuyo nieto sufre una grave enfermedad que sólo puede ser tratada con éxito en un centro médico de Australia. Ni ella, ni su hijo y nuera disponen de la cantidad de dinero que necesitan para culminar el traslado y el tratamiento. Requieren unas seis mil libras. La búsqueda de un trabajo a la desesperada da con la ignorante Maggie, ni más ni menos, que en todo un Sex-club. Allí, Miki, el mandamás del tugurio, le explica el contenido del “Hostess Wanted” que ha reclamado la atención de la buena abuela desalentada. La oferta consiste en arromangarse hasta los codos y entregarse a fondo al arte de la masturbación. Ella ha de situarse tras un tabique horadado, por el que el cliente coloca el miembro a manejar hasta que se produzca el descorche. Ni cliente, ni masajista del trasto se ven las caras. Maggie no debe descubrir su identidad al depositario de la cañería a desatascar. Este mínimo hallazgo argumental permite al director desplegar un relato que tiene, como centro neurálgico, toda la evolución de la viuda dentro del antrazo. Progreso, que es apurado con brillantez y elegancia para la elaboración de una serie de situaciones cómicas, formalizadas con tanto descaro como prudencia expositiva. Garbarski se descubre como un magnífico comediografo. El respeto para con sus personajes se antoja impecable y máximo. Se nota el apego que siente por ellos, de ahí que despliegue toda una puesta en escena absolutamente elegante, nada pacata, que no elude la inclemencia ambiental perteneciente al submundo en el que se desarrolla. Particularmente inolvidables son todas las escenas que tienen lugar en la salita con el agujero al fondo.

IRINA PALM pertenece a esa clase de cine pequeño costumbrista que gusta a todo tipo de público. Cine de ideas plasmadas con situaciones bien reconocibles, que no puede evitar el estar sometido a la rigidez de ciertas codificaciones, pero que, elaborado con rigor, saben superar esas ataduras, mediante la singularidad de su voluntad netamente narrativa. Películas con encanto, que deben buena parte de su consecución a la entrega de los intérpretes que le ponen rostro a sus personajes. Marianne Faithfull inmortaliza aquí a una Maggie/Irina, que, con todo merecimiento, debería subir el próximo domingo a por su Oso de Plata a la mejor interpretación femenina. La legendaria cantante pasará a la historia por ser la artista que ha tocado un mayor número de instrumentos.

 

Berlinale, 14 de febrero de 2007
Existen cosas pocas cosas peores que un ejercicio fílmico fatuo. Una de ellas es que, además, sea imitativo. Que huela a chamusquina vista; que vuele a ras de otro; que le haya pegado al calco. A la mítica e inagotable HAPPINESS, del ya decrecido Todd Solondz le han salido muchos cuervos que no le han quitado los ojos, pero sí la sangre. La conmoción, el influjo de su poderosa originalidad ha cautivado a numerosísimos abducidos por la novedad de su planteamiento dramático condensado, morboso y empañado de turbiedades. El último en asomar la patita deudora ha sido el joven Ryan Eslinger, que nos ha refregado su trocito de malestar general con WHEN A MAN FALLS IN THE FOREST, y nos ha sumido a todos en el mismo interrogante: Ryan, my darling, ¿qué te hemos hecho nosotros para que nos desayunes con esto? (Porque, todo hay que decirlo, la tostada tostona ha sido a las nueve de la morning).

El film nos muestra un surtido de insatisfacciones varias. La de Bill (Dylan Baker), un inadaptado, un retraído, un incomunicado, un huidizo del mundanal mundo, con gafas de culo de vaso, que trabaja como empleado nocturno de limpieza de una gran empresa; la de Gary (Timothy Hutton), un infeliz en su matrimonio, que no sabe afrontar con su esposa el grave deterioro afectivo que los está destruyendo, y, sin embargo, siempre con una copa de vino en la mano, sí sabe acertar en el diagnóstico que hace de las anomalías emocionales de otros; la de Karen (Sharon Stone), esposa de Gary, que manifiesta con cleptomanías y disgustos por el paso del tiempo, el desencuentro continuo con su marido; y la de Travis (Pruitt Taylor Vince), amigo desde la infancia de Gary, marcado por un luctuoso acontecimiento sucedido hace unos años, que lo tiene paralizado, y no coge ni el coche. El inconveniente que lastra el devenir de WHEN A MAN FALLS IN THE FORREST no es la más o menos fortuna en la caracterización de los arrasados personajes, sino que ahí se agota entera. Se le adhiere una o varias nebulosidades a cada uno de ellos, para luego hacérsela remolcar cual niño lloroso con globito explotado paseando cabizbajo por la alameda de los “Mocos sin Pañuelo”. Una cosa es un guión, y otra muy distinta es un calvario de almas en pena.

Eslinger plantea unos conflictos que deja sin causa, para luego no demorarse a analizar ni mucho menos a hacerlos avanzar. Sólo los exhibe con parsimonia de cachalote deprimido. De ahí que, exhaustos de tanta autoinmolación, todos acaben derrapando en criaturas aburridas, congeladas. Todo apesta a retorcimiento de saldo, a dolor teórico y gritado jamás sentido, a menudencia dramática de estopa antipática. Especialmente desalmada es la deriva que toma el personaje del empleado de limpieza. Hay que tener un poco más de pudor en el tratamiento de personajes patológicamente limitados. Merecen no estar condenados a la exageración, a la desmesura. Esto es lo que consigue esta deleznable producción canadiense, producida por una Sharon Stone, que, dicen, tras la reacción de la prensa especializada, ha cancelado todas las entrevistas concertadas. Y es que antes de poner los cuartos, hay que cerciorarse de que la cosa tenga muy claros los instintos más básicos. La pátina de película modesta e independiente no tiene la validez de hace unos años. El ensimismamiento, la iteración de fórmulas son un abrigo con rotos del tamaño de un puño. Empezamos a estar muy hartos de tanto drama con ínfula de terapia exorcizadora.

Con la bienintencionada GOOD-BYE, BAFANA, el realizador danés Bille August nos traslada a uno de los episodios históricos más repugnantes de la segunda mitad del siglo pasado, el Apartheid implantado en Sudáfrica. Para ello, se vale de la biografía de James Gregory, el celador-guardián que, durante más de veinte años, estuvo al cargo de la custodia de Nelson Mandela en varios centros penitenciarios. El film se esfuerza por describir las consecuencias que tal toma de contacto supuso para el militar. Para ello, centra todo su interés en torno al ambiente familiar y laboral que lo rodeaba. August rehuye la frontalidad de la denuncia, del dolor, del documento histórico. Aprovechando esta elección del personaje principal, prefiere trazar una suerte de bosquejo sociológico que intenta reflejar, quizás, el modo de vida del bando que imponía su ley, esto es, el que tenía completamente humillado al otro. Cuatro millones de personas, durante más de cuarenta años, ejercieron de raza superior, mientras otros veinte pululaban el mismo territorio sin la protección del más mínimo de los derechos, condenados a la humillación y el sometimiento de ser considerados de categoría inferior. GOOD-BYE, BAFANA eleva su medianía general, cuando, de soslayo, sin aplicar ostensibles evidencias maniqueístas, captura, mediante apuntes integrados con discreta eficacia, la naturalidad con la que la masa social opresora participó de una nociva ignorancia general, que fomentaba las consignas crueles instauradas por el poder blanco establecido. El film radiografía la barbarie no ensangrentada ni consciente de quienes se plegaron por comodidad al infundio y a la atrocidad falseadora. De ahí, que no sean ni el histórico líder preso, ni su carcelero, en un principio, racista los personajes más interesantes del film, sino la mujer de éste (una Diane Kruger espléndida) y todo su grupo de amistades femeninas: la conversación de ésta con su hija pequeña, en la que le dice que los hombres negros son inferiores porque Dios así lo ha querido, da buena cuenta de esta postulación.

Planteada esta consideración, cabe decir que GOOD BYE, BAFANA asume con notable monotonía esta grave fractura interior. En la película adquiere mucha más relevancia el telón de fondo que el primer plano privilegiado. El desarrollo de la baza argumental que lo origina cae en el sombrío territorio de la codificación socorrida y trillada. Descartada la opción de ahondar en la figura del que llegó con el tiempo a ser presidente del país sudafricano, August no se esfuerza en absoluto por escapar a las reglas del típico relato de autoconvencimiento personal, de alumbramiento de una nueva toma de postura. Su puesta en escena se pliega a los estatutos del clasicismo más cercenador y complaciente. No hay atisbo alguno por intentar combatir con algún recurso novedoso, con algún golpe de efecto original, la rémora de una elección del héroe principal tan perniciosa (dicho sea de paso, evidenciada más aún por la interpretación de un Joseph Fiennes plano, plano, plano). GOOD BYE, BAFANA damnifica el compromiso de su mensaje políticamente activista con su adscripción tan poco estimulante a los cánones establecidos por la creación cinematográfica más conservadora, predispuesta y engullible. Para denunciar, no hay que ser correcto.

 

Berlinale, 15 de febrero de 2007
Como presidente del jurado internacional de este año, el veterano Paul Schrader no ha de verse en la tesitura de tener que juzgarse a sí mismo, ya que, obviamente, la película que se ha traído dentro del equipaje para estos diez días se ha proyectado en la sección oficial, pero fuera de concurso. Se llama THE WALKER, y se muestra como una de las obras más irregulares del autor de obras maestras de la talla de AFLICTION. La intensidad cínica y contundente que caracteriza a los mejores momentos de su ya dilatada carrera aparece aquí también, pero encorsetada, diluida. Schrader no dosifica con soltura la rabia fervorosa que sabe inocular siempre en sus films, pues éste padece, desde su partida, de un tambaleo en su escritura, que va en su contra, que se manifiesta, impertinente, zancadilleador, cuando parece que ha quedado remontada tal vacilación.

THE WALKER centra su andadura en un complejo, curiosísimo personaje: Carter Page III, una suerte de bufón de la corte actual, un dandy presumido, homosexual, deslenguado, arrogante y cariñoso, que pasa la mayor parte de su tiempo escoltando, entreteniendo, divirtiendo a un grupo de mujeres pertenecientes a la clase alta de Washington. El las adula, escucha sus confidencias, las lleva de compras, les presta atención precisa y perfumada con modales primorosos. Se muestra como el amigo ideal, como el ayudante de cámara que disfrutara acomodando trascendencia y fragancia al aburrimiento de su señora. Precisamente tanta abnegación acaba ocasionándole problemas. Una de las componentes del selecto grupo de amistades poderosas se ve involucrada en un asesinato. Acude a Carter a pedirle ayuda, y este decide involucrarse en el incidente, inventando una coartada que hace que ella desaparezca del caso. A partir de aquí, da comienzo una trama policíaca que el film no sabe digerir nunca. THE WALKER desbarata buena parte de sus esplendores al enmarañarse en un proceso investigativo de escasa credibilidad, manejado con rutina e incomodidad (la nefasta secuencia de la persecución corriendo por la calle) y solucionado con una precipitación casi ofensiva.

La película que podría haber sido -y no es- cuaja cuando Schrader se detiene en la contemplación de ese grupo de hienas lisonjeadas que forman las señoras bien a las que Carter venera y ameniza. Son un prodigio de elegante mordacidad todas las escenas que tienen lugar en el saloncito privado de un club de alto standing, en donde pasan horas jugando a las cartas. El director muestra especial observación a la paulatina caída en desgracia del cortesano; el distanciamiento espacial que va demostrándose entre los cuatro personajes, o mejor dicho, de ellas para con él, así lo certifica: de la armoniosa connivencia que se desprende de la cercanía ante la mesa de juego a la que asistimos en la escena que abre el film, vamos pasando a una serie de encuentros individuales de Carter con cada una de ellas, hasta que, finalmente, en la que lo clausura, él ya no integra el corro de estupendas aristócratas, sino que queda fuera del cenáculo. El sacrificado benefactor se ha apercibido de su condición de perrita de damisela. Las ricachonas del póker antes del almuerzo demuestran que saben más por callar que por hacer confesión verdadera. Schrader, sabedor de la altura de éstos personajes femeninos y plural, no ha reparado en lujos para buscarles el rostro preciso, el porte adecuado y la distinción siniestra, y el trío de ases emplazado para manejar a un Woody Harrelson (contra pronóstico) soberbio es, nada más y nada menos, que el formado por Lily Tomlin, Kristin Scott-Thomas y la gran Laureen Bacall. Sólo por contemplar el concierto pérfido que nos obsequia este terceto con acompañante de conveniencia vale la pena el visionado de este discontinuo y admirable THE WALKER, que esperemos sea únicamente un delicado traspiés en la trayectoria de un cineasta necesario.

Comentábamos aquí muy recientemente, a cuenta del pase de GOOD BYE, BAFANA, la rémora que supone a ciertos films adecuarse al mandato del formulismo más trillador, cuando la idea motriz de su planteamiento requiere algún tipo de arrojo, de temeridad o desmarque. BORDERTOWN (CIUDAD DEL SILENCIO, creo que la van a titular así en nuestro país), supera con creces el nivel de inanidad sorpresiva del citado ejemplo anterior. Gregory Nava, el perpetrador de la barbarie, merecería el más indiferente de los silencios, sino fuera porque, primero, está ocupando un lugar de gala en uno de los tres eventos cinematográficos más importantes del mundo, y, segundo, viene a ocuparse de un tema tan dramático que de ninguna manera merece la obviada por respuesta.

Respecto al primer inciso, creo que ya va siendo la hora de pedir ciertas responsabilidades a la dirección organizativa de un certamen, al que se supone un cierto criterio seleccionador. Resulta verdaderamente lamentable que un producto de la calaña de BORDERTOWN haya pasado la criba exigente que debería imponerse. Pensar en el beneficio que podría haber ocasionado a otra producción, no solo mucho más necesitada, sino que poseedora de mas calificación para utilizar el beneficio de la cancha mediática, produce verdadero estupor. No quiero decir con ello que sea obligación siempre el hallazgo de magnanimidades. Todos sabemos que eso es tarea imposible -no hay más que ver el tablero de calificaciones de los críticos convocados por “Screen”, la revista que cubre el certamen oficialmente-, sino que, además, discutible. Esta misma semana hemos tenido la oportunidad de visionar obras de calidad bastante discutible, pero no creo que nadie pueda manifestar su malestar ante la inclusión a priori de títulos como los aquí presentados por Soderbergh, Chan-Wook, Eslinger, Eyre o Constanzo. Aun siendo obras prescindibles, no es menos ciertos que todas ellas evidenciaban un mínimo intento de discurso propio. Pero, de ahí a servir de escaparate a una película adscrita de forma tan descaradamente burda a las estipulaciones del cine comercial que debiera pasar directamente al mercado del consumo de alquiler o venta directa, hay un trecho muy sangrante: el que supone cortar el paso a otras obras, que, sin ir más lejos, han quedado postergadas fuera de la competición. Sólo he tenido oportunidad, por ahora, de acudir a la sección “Panorama” dos veces. En una de ellas, pisaba sobre seguro. Ni más ni menos que la nueva obra del maestro Yoji Yamada, LOVE AND HONOUR. Un autentico regalo, un prodigio de cine mayor e imperecedero a todos los niveles, que será comentado más adelante. En la otra, juro que no tenía referencia alguna de lo que acudía a ver. Se trataba de una película brasileña, A CASA DE ALICE, dirigida por, un para mí, desconocido Chico Teixeira. La sorpresa ha sido fantástica. Todo un hallazgo de cine verdadero, realista y entusiasta. No quiero extenderme más, pero, lo siento mucho, da pena asistir a éste circo, que deja fuera sus mejores números por querer magnificarse en feria de vanidades yermas.

Respecto al segundo de los enunciados expuestos dos párrafos más arriba, cabe entrar en el análisis de BORDERTOWN por la única nobleza que la cierne: su tema de partida, esto es, la denuncia que se quiere hacer sobre los ya miles de asesinatos cometidos impunemente sobre las “maquiladoras”, las trabajadoras con sueldo ínfimo que forman parte de las plantillas laborales de las fábricas existentes en la frontera entre Estados Unido y México, que surgieron auspiciadas por el Nafta, el acuerdo norteamericano de libre comercio. En su mayoría son mujeres muy jóvenes, que son asaltadas aprovechando la enorme distancia que separa las factorías de sus hogares. Los trayectos en autobús nocturno prácticamente las condena a una brutalidad segura. Los cadáveres aparecen mucho tiempo después enterrados en el desierto. Las violaciones y asesinatos se vienen produciendo desde hace años, sin que ningún medio de comunicación estadounidense quisiera hacerse eco de semejante barbarie colectiva. Ojalá que el estreno de BORDERTOWN sirva, al menos, para que, dados los nombres implicados en el proyecto, se ponga en conocimiento general la bestialidad de este auténtico genocidio impune.

Dicho esto, solo resta dejar constancia de la magnitud del despropósito cometido al albur de semejante villanía humana. BORDERTOWN se limita, con grosera ineficacia, a ceñirse ramplonamente a las coordenadas más bruñidas del thriller pseudo-policiaco protagonizado por periodista investigador. La película de Nava no escatima ninguna de las insuficiencias propias de tal subgénero: a sumar, gusto por la mostración violenta, desviación argumental en beneficio de la línea detectivesca, implicación de personajes monolíticos, resolución final angustiosa mediante lucha encarnizada con el malvado, desaliñado nerviosismo visual ( a lo Scott, Tony), ordinaria puesta en escena y simpleza en los diálogos. No obstante, ninguno produce tanto rubor como el de comprobar que se enarbola una determinada denuncia como coartada dignificante. Para cierta parte de la industria, cualquier cosa es un aval.

 

Berlinale, 16 de febrero de 2007
Rivette cést Rivette. El veterano cineasta frances, el viejo abanderado de la Nouvelle Vague, el cahierista incombustible a los presupuestos de su despojada normativa fílmica, nos ha traído a Berlín una delicadeza virtuosa bajo el título de NE TOUCHEZ PAS LA HACHE, un nuevo acercamiento del autor de LA BELLA MENTIROSA a la obra del gran genio de la literatura francesa, Honorato de Balzac. En esta ocasión, el cineasta de los grandes metrajes se atreve con la novela “La Dúchese de Langeais”,y, justo es reconocerlo, los temores somníferos que se presuponen a toda obra rivettiana no se han confirmado. NE TOUCHEZ PAS LA HACHE no reniega de la densidad conceptual y reflexiva inherente a su canon creativo, pero nos la entrega convertidos en el material de la munición dialéctica que va a ser utilizada en un portentoso duelo. Todo el filme bascula, pende, se bifurca a dos caras. Su estructura es la de un combate por la posesión del amor del otro.

En una de las réplicas de la condesa al militar napoeleónico que la pretende desesperadamente, ésta le dice que no ha podido asentir a sus peticiones, porque no le ha dejado reflexionar el amor que ella siente. Sobre esta respuesta, gravita todo el filme. Rivette pretende iluminar el proceso amoroso, invocando una racionalización sobre el poder de su premura. Los dos “parteraires” se emplean a fondo desde el lugar que se les ha dispuesto para el enfrentamiento: el convencido de que la única verdad es su arrebatamiento, y ella exigiendo su derecho a someter tal intensidad al tamiz de la cavilación. El director escenifica con ellos dos el anverso y el reverso de toda pasión amorosa sin decantarse, en principio, por ninguna de las dos. La omnipresencia de los dos amantes casi viene a significar que la disyunción, en apariencia, no es posible.

Rivette se muestra más lúcido que nunca en su labor realizativa. Su puesta en escena, tan depurada, firme y febril, se somete por entero al empeño proyectado. Particularmente apasionante es el despliegue planificatorio en las escenas en las que sólo aparece uno de los dos protagonistas. Las de él que abren el filme lo matizan como un ser impulsivo, vehemente y torturado; las de ella que lo concluyen exteriorizan la brutalidad del sentimiento de abandono que la está mortificando. A destacar también la entrega y la precisión de un trabajo actoral nada fácil de conducir a buen puerto. Balibar y Depardieu se vuelcan con sus respectivos roles; sin la febril seriedad que imponen al tormentoso ímpetu que respira todo el film por dentro, este osadísimo drama romántico ambientado en el siglo XIX, pero de alcance plenamente contemporáneo, no atesoraría la gentileza que lo sostiene. Rivette, con ella, se postula como uno de los seguros vencedores de esta Berlinale que tanta insignificancia nos está proyectando. Lo suyo es cualquier cosa menos futilidad.

Desde Escocia nos ha llegado un ramalazo de sinceridad cinematográfica, que ha sido cumplidamente laureado mediante una calurosa ovación en la proyección de la mañana. Viene bajo el título de HALLAM FOE, y está dirigida por David Mackenzie, el interesante realizador de YOUNG ADAMS. Su nueva entrega delinea con sencillez agudísima y desenvuelta las vicisitudes de un “voyeaur” aturdido, que ha de hacer frente al dolor de concluir un dolor abismado, afanoso, torturador. Hallam Foe es un chico de casi dieciocho años, que vive en el seno de una familia muy adinerada de Glasgow. Pese a poseer una impresionante mansión, él ha hecho de una cabaña diseñada por su padre en lo alto de una gran árbol su auténtico hogar. En él acomoda enseres, cama y, sobre todo, un particularisimo templo en el que venera a su madre, consistente en un gigantesco póster de su rostro y un pequeño baúl en el que guarda algunos objetos de ella. La madre de Hallam murió hace unos tres años, y él no ha encajado su desaparición. Ese pequeño habitáculo de las alturas le sirve también al joven como centro estratégico desde el que camuflar una afición muy particular: vigilar, observar el comportamiento de la gente que lo rodea. Hallam acecha y pinta, controla el área que le interesa con sus prismáticos. Tras un escarceo sexual con su madrastra – de quien está convencido que participó en las extrañas circunstancias que intervinieron en el fatal destino materno-, decide partir con lo puesto a Edimburgo, abandonar un núcleo familiar en el que no hace esfuerzo alguno por encajar.

El film se convierte a partir de ese momento en un obsesivo, desinhibido, libérrimo, cruce escocés de LA VENTANA INDISCRETA y el VÉRTIGO hitchcocknianos. Pronto se ofuscará en la tarea de espiar furtivamente a una chica rubia de la que se queda prendado, ni más ni menos que porque se parece mucho a su madre. Mackenzie maneja con una habilidad fundamental, básica para la credibilidad del relato, el oteamiento desde las alturas en que acaba convirtiéndose el seguimiento del absorto chaval. Sus andanzas por los tejados, las callejuelas y las cañerías están descrito, por ello, con mucha minuciosidad, en principio. La utilización de la particular arquitectura de la capital escocesa es magnífica. La belleza neoclásica, húmeda y puntiaguda de Edimburgo deviene inigualable símbolo de lo arduo del esfuerzo del muchacho. Su aprovechamiento es máximo. A tal efecto, cabe destacar un impagable uso del interior del reloj más conocido de la ciudad: el enorme que corona el edificio que alberga el hotel Balmoral. Hallam remeda urbanamente su elevado escondrijo de la casa familiar en Glasgow.

La incorporación de la joven provocará que el relato se adentre en el terreno de la pasión amorosa. Hallam insistirá con inteligencia y osadez por alcanzar su objetivo. Sin embargo, esta relación, el director, muy brillantemente, no la hará derivar por una vertiente romántica quizás empobrecedora. Ésta actuará como elemento espoleador de la solución al conflicto que arrastra Hallam. El film nos descubrirá entonces la verdadera naturaleza del protagonista: el muchacho escudriñador de acciones ajemas, el oculto avistador de sus atracciones mira porque necesita ver más allá de lo que le hace daño. Su hábito no es patológico, es aliviante. Viendo, no se mira. La revelación a la chica rubia del hotel lo precipita al abordaje de su tortura, a encararse a la única persona que le puede dar las claves tanto tiempo ocultas.

Interpretada por un (crecido) Jaime Bell – el memorable danzarín BILLY ELLIOT-, que borda con descomedimiento concentrado al héroe de esta modélica función, HALLAM JOE queda configurado como un notabilísimo ejercicio fílmico, que destila una autenticidad, de la que, en demasía, ha carecido esta Berlinale. Para muestra, las chinas de los dos últimos días.

 

Berlinale, 17 de febrero de 2007
Con mayor o menor insistencia, pero, si hay una constante en todas las ediciones de la Berlinale a las que he podido acudir, esa es la cita con el pasado nazi que germinó en este país medio siglo atrás. SOPHIE SCHOLL o FEARLESS son dos buenas muestras de ello. No me parece nada malo, en absoluto, que la expresión cinematográfica haga su aportación a la sociedad que la genera -y de la que forma parte como expresión artística- sobre las cuentas pendientes que hayan de efectuarse sobre su pasado. El séptimo arte está obligado a ser medio generador de debate y contribuciones. Lógicamente, si la obra en sí trata de aportar luz elaborando un discurso que intente salirse de las convenciones más frecuentadas dentro de ese tema específico, la recepción por parte del espectador distará mucho de abocarse al hastío que pudiere provocar el retorno al más de lo mismo. Por fortuna, esto parece ser el empeño de una de las dos aportaciones germanas a la selección oficial del concurso. Se llama DIE FÄLSER, y la ha dirigido notablemente Stefan Ruzowitzky. DIE FÄLSER arranca con una hermosa, sugerente imagen. Un hombre trajeado, con sombrero, sentado en la arena de la playa, de espaldas a la cámara, mira el mar. Medita. Escuchamos el rumor de las olas. El hombre se levanta. Camina hasta unas escaleras que lo conducen a una gran calle. Vemos pequeños carteles pegados en las paredes, que exhiben un gran titular: la guerra ha terminado. A partir de ahí, el misterioso varón, un tipo bajo, delgado, no muy agraciado físicamente, con un rostro anguloso, tosco, concentradísimo, de apariencia desaliñada, un tanto menesterosa, se dirige a un lujosísimo hotel. Estamos en Montecarlo. El hombre callado se transformará en caballero dispendioso ostensivamente empeñado en festejarse un acelerado, virulento, férvido despilfarro. DIE FÄLSER no es sino un larguísimo flash-back que nos informará de la trayectoria de ese hombre borracho de ganas de gastarse un buen fajo de billetes: desde unos años atrás hasta el momento en el que lo recogemos tranquilo frente al mar.

La historia de Salomón Sorowitsch, así se llama el protagonista, es la del “héroe” principal de uno de los episodios menos conocidos del periodo nacionalsocialista alemán; más concretamente, de uno de los pasajes enclavado dentro del genocidio judío cometido en los campos de concentración: el proceso de falsificación de moneda extranjera que puso en el campo de concentración de Sachsenhausen el aparato logístico nazi para financiar sus arcas maltrechas, y para, de paso también, castigar las economías vecinas, especialmente la británica; su primer objetivo fueron las libras esterlinas. Muy inteligentemente, la larguísima evocación, la sitúa el realizador meses antes de la captura, por judío, de Sorowistch. Mediante dos secuencias portentosas, precisas, ágiles éste se nos es descrito con jugosa prontitud. STEFANNN es un pícaro, un capo de los bajos fondos, un conocido personaje del submundo en la capital, sobre todo especialista en falsificación de documentos. Su maestría en esta habilidad copiante es majestuosa. La originalidad de DIE FÄLSER radica en dos aspectos. El primero, el tratamiento desprejuiciado, ágil, casi cómico, que permite la elección de este personaje para acometer una historia desarrollada en los campos de la ignominia. El descaro espabilado y alerta de este lince bien ducho en el manejo de sus facultades tolera un acercamiento casi aventurero al dramático tema que lo engloba. El segundo, la radical deriva que toma el relato en cuanto comienza la trama de la espectacular falsificación monetaria. Surge una oposición dialéctica realmente tormentosa en el momento en el que Salomón y el grupo de privilegiados que lo acompañan en el taller-imprenta toman conciencia de que, en beneficio de su propia salvaguarda –se les mantiene con vida por la función que llevan a cabo-, lo que consiguen es el fortalecimiento de sus opresores. Su trabajo les protege, pero a un precio muy alto: el de propiciar que la máquina de matar siga en marcha. El dilema plantea un espinoso enfrentamiento entre los partidarios de negarse a fabricar billetes extranjeros –se les obliga incluso a emprender la copia del dólar- y, por lo tanto, morir; y los que deciden continuar con la tarea desestabilizante; esto es, intentar salvar la propia vida. DIE FÄLSER resulta ser una sólida reflexión fílmica sobre las estrategias de autoprotección en circunstancias agónicas, terribles, concebida desde la impudicia y la eficacia -lista y borde- de un personaje arrollador, a quien Karl Markovics, presta furiosamente el alma, la chispa y la caradura. No sería de extrañar que sus manos alzaran un osito gratificador de su trabajo. Sería más que merecido. Ha concluido ya el pase de todas las películas seleccionadas a concurso. Dediquémonos por tanto a elucubrar con los premios. Para quien esto escribe, los galardones deberían estar repartidos entre LA BODA DE TUYA, IRINA PALM, EL AÑO QUE MIS PADRES SE FUERON DE VACACIONES, DIE FÄLSER, HALLAM FOE, y, sobre todo, las aportaciones de RIVETTE, ( NE TOUCHEZ PAS LA HACHE) y De Niro (EL BUEN PASTOR). La primera de ellas por la limpieza narrativa que impone su realizador para dramatizar un relato de impronta casi documental. La segunda, por su adscripción a la comedia y por la autenticidad que desprende su delirante trama argumental. La tercera, por la contenida emotividad que la sostiene. La cuarta, por la solidez de su proceder narrativo. Y la quinta, por la espontaneidad y la nobleza con la que resuelve una historia de alto voltaje traumático. De la creación de Rivette, ensalzaría el arrojado arrebatamiento con el que está sacudida; y de EL BUEN PASTOR, la concentración, la solidez y la ausencia de concesiones con los que está ejecutada.

En cuanto a las interpretaciones, en el campo de las féminas, sin duda alguna, una divertidísima Marianne Faithfull ganará el Oso que debiera llevarse Jeanne Balibar por esa condesa lúcida y rota que inmortaliza para Rivette, aunque yo no perdería de vista a la intérprete china, Yu Nan, de LA BODA DE TUYA, dado el descomunal esfuerzo físico, dramático y realista que gasta y logra. En el bando masculino hay mucho donde elegir. Mis colegas más cercanos apuestan por el alemán de DIE FÄLSER y por el intérprete checo de la película de Jiri Menzel. Mi favorito, rotundamente, entre estos dos, es el primero. La rabia, la sagacidad y la picardía expuestas en su trabajo son impresionantes. Sin embargo, si no es Karl Markovics, mis predilectos son JAIMIE BELL, por la facilidad en prestar hondura e inocencia desconcertada al adolescente que da vida en HALLAM FOE, y Guillaume Depardieu, por la seriedad y el control que impone al impetuoso proceder de su militar enamorado en NE TOUCHEZ PAS LA HACHE. Muchos apuntan al soberbio Julio Chávez. Yo mismo destaqué en mi análisis que su interpretación era lo único salvable de una irregularísima cinta argentina, EL OTRO. Pese a la calidad de su trabajo, no lo incluiría por lo desaprovechado de su empeño. Así pues, aún a sabiendas de que no voy a acertar ni una, me voy a mojar hasta la altura de mis pestañas y voy a dejar por escrito el palmarés que creo que va a salir del jurado presidido por Paul Schrader:

OSO DE ORO, para NE TOUCHEZ PAS LA HACHE PREMIO ESPECIAL DEL JURADO para LA BODA DE TUYA

PREMIO AL MEJOR REALIZADOR para Robert De Niro por EL BUEN PASTOR OSO DE PLATA AL MEJOR ACTOR para Karl Markovics por DIE FÄLSER

OSO DE PLATA A LA MEJOR ACTRIZ para Marianne Faithfull por IRINA PALM Esta noche veremos.


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