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BERLINALE MIT CELSO
BERLINALE 2006

por Celso Hoyo

 

Berlinale, día 7

A excepción de Amelio, Belloquio y, espero, de algún otro novísimo que no tengo el transalpino gusto de conocer (de Moretti hace tiempo que no hay noticias y Benigni, desde la "oscarada bella", se ha quedado en volantinero con la risa a piñón fijo –cómo debía de ser la napia de su PINOCHIO, que ni lo han estrenado en nuestro país-), hay que ver lo decepcionante que resulta siempre la participación italiana en los festivales internacionales. No la atinan ni en Venecia. ROMANZO CRIMINALE, y mira que lo siento, no va a ser la excepción que confirme la regla. Aunque de momento, en la presente edición un laurel imperialino sí habría que darle: el de la mayor espantada habida en la sala. Hemos quedado cuatro, contando a la que esperaba a que le devolviera el sonotone políglota simultáneo. Y es que más de dos horas y media de mafiosos mondadores en yugular, agotan hasta al más avestruz.

ROMANZO CRIMINALE adolece de grandilocuencia y perece de trivialidad. Pretende la condición de gran fresco histórico criminal romano y, en lo que acaba convertido, es en una chabacana "Roma citta aperta a il tajo e al orificio pistoletto". El origen, el ascenso, el ocaso y la fulminación de este grupo de gansteres sitos en la milenaria capital italiana no funciona jamás ni como documento histórico, ni como relato policial, ni como ahondamiento en las formas y modos de estas organizaciones criminales. Su metraje lo gasta en la mera yuxtaposición de violentas escenas ajusticiadoras, ensambladas una a la otra con una rusticidad que parece alardear de pasmosa mentecatez. Porque, créanme, no se puede concebir un guión mas esquemático, insalvable y defraudador, en el que a una secuencia le sigue siempre aquella que hasta el espectador menos ducho podría esperar, sin que el virulento pastiche se escore jamás hacia el terreno de la complejidad o del análisis concienzudo, ahondador, tajante. Aquí es que él que la hace, la paga, pero rapidito. A continuación, el hermano del que ha pagado, hace pagar ipso ipso a quien primero había ido a cobrar. Y así, así, durante ciento cuarenta y seis minutos pomodoros. No hay más cera que la que arde inmediata, ni más masa a punto de fermentación cortada. Esto en lugar de un filme, lo que parece es un nada sibilino spot publicitario de una funeraria de urgencias veinticuatro horas al día, porque, sobre todo en la última hora, salimos a muerto por plano. Las referencias al asesinato de Aldo Moro, a la terrible matanza acaecida en la estación de trenes de Bolonia, o al atentado contra el papa Juan Pablo II no valen como coartada de seriedad, de verosimilitud, o profundidad en el tratamiento de los hechos. La nula validez del plano ficcional resultante en el desatinado producto no tiene categoría suficiente para salvaguardarse en semejantes citas documentales. La vulgaridad narrativa es la única ley no escrita que salpica de cansino reduccionismo a las andanzas de Lebanese, Ice, Dandy, Black, la bandita de matarifes, amigachos de la droga y la mafia, que nos han torturado durante mucho más tiempo del que la mayoría ha podido aguantar, y ni nos han dicho a cuanto estaba nuestro rescate. Porca miseria!

El gran Chabrol nos ha traído a la Berlinale a un Chabrol demasiado pequeño. No pasará L´IVRESSE DU POUVOIR (THE COMEDY OF POWER) a el listado de eminencias exquisitas que el adorable autor galo nos ha ido sirviendo a lo largo de su dilatada trayectoria. Este palaciego menú elaborado con intenciones tres estrellas michelin se le ha quedado crudo al maestro; no lo ha terminado de cocer. Se reconoce la frescura, la calidad de los materiales empleados; ventea chabrolianamente los aromas que lo distinguen, pero con el fuego no ha podido rematar la faena. Lo apaga antes de tiempo, y llega a la mesa deslabazado y tibio. Nuestro paladar cata a temperatura ambiente un manjar que debiera habérsenos hecho servir ardiendo, muy caliente. Por eso aborda las papilas gustativas de los comensales con textura grumosa, un cocinado en teoría cremoso y contundente; como lo eran EL CARNICERO, UN ASUNTO DE MUJERES, LA CEREMONIA, GRACIAS POR EL CHOCOLATE y tantas otras más.

A una reputadísima juez francesa, Jeanne Chamart, apodada por su implacable metodología profesional como "La piraña" –el primer plano en el que la conocemos, burlescamente, nos la presenta comiendo en un elegante restaurante, situada justo de espaldas a un magnífico acuario- le toca en suerte la investigación y la búsqueda de cargos contra el presidente de un vasto y poderoso grupo industrial, al que se le acusa de apropiación y uso indebido de fondos y subvenciones públicas. La primera parte del film es prodigiosa, deslumbrante. En ella, Chabrol despliega toda la artillería pesada que es capaz de desplegar la perspicacia vitriólica condensada en su modo de captar al personaje principal de esta función. El retrato que hace de la juez es inapelablemente demoledor, sofisticado, cáustico e inquebrantable. A esta alta funcionaria menuda, empeñada en la legalidad vigente con fervor finiquitado en sonrisa inmisericorde, no la detiene en su escudriñamiento de las bronceadas esferas financieras absolutamente nadie. No la reconcome ningún temor; es más, diríase que la va excitando el vislumbre cercano de las fauces del monstruo que, poco a poco, va acorralando. Esta mujer, que usa guantes de piel roja para sorprender a sus víctimas con inspecciones por sorpresa, disfruta cada vez más y más con el ejercicio de su labor, hasta incluso correr el riesgo de emborracharse con él. Resulta estimulante el reverso familiar que no nos es escatimado: las consecuencias en su vida afectiva de pareja que devendrán motivadas por tan empecinada, absorbente y peligrosa implicación personal en él, y la aparición de un delicioso personaje incorporado con encantadora desenvoltura por Thomas Chabrol, hijo del realizador: un joven desenfadado y extrovertido, sobrino de la legada, que sirve de sostén cómplice estimulador y bromista al cansancio que aquella irá achacando con nocturnidad: el mismo que le irá negando la oposición temerosa y clarividente de su marido, Philippe, un médico desencantado, algo oscuro, nada conforme con la deriva mediática y policial, avasalladora de la intimidad de la pareja –se hará imprescindible la protección de unos guardaespaldas dentro del hogar-, que toman los acontecimientos. En todo este primer tramo, deslumbra el retrato de esta mujer valiente, fría, afilada y listísima: su comportamiento en los interrogatorios es mordazmente inflexible; sus cuestionarios embisten, acorralan, oprimen al acusado con la aspereza estrujante de una soga en la nuez; sus respuestas, sus conclusiones también así los acarician, de la misma disposición agarrotante están envenenados.

L´IVRESSE DU POUVOIR, empero, sucumbe por completo en su segundo acto. Chabrol se enreda con seriedades de género que defenestran la tonalidad ambigua por la que había ido encauzando el relato. A partir de la escena del accidente con el coche, la película tambalea. Se adentra, desorientándose, en un terreno conspirativo que no convence a nadie. Ni al mismísimo realizador, que parece no saber como zanjar esa vindicación de seriedad del todo empobrecedora. Desde luego, haciendo virar la historia por el terreno de las conversaciones entre poderosos fumando puros, no se atina con la solución más afortunada. La alta calidad de los diálogos concebidos en la primera parte se torna superficial parlamentarismo mercantil de manual en la segunda. La galería de magnates comilones "bon vivant" no puede ser más torpemente guiñolesca, ni la claudicación de los superiores más facilona. Da pena asistir a como desemboca en el plumazo talador, esta comedia, en principio, primorosamente labrada con bisturí perverso y jocoso. Ése que ha sabido utilizar casi siempre el excelente autor de L´ENFER, con la misma facilidad de quien requiere los servicios de un simple mondadientes.

Ya ocurrió el año pasado con una impactante producción danesa llamada ACUSADO, en el último momento, cuando la sección oficial está ha punto de colgar el cartel de "Closed" salta la sorpresa, y se nos abruma con una producción espléndida, con una candidatura al Oso de oro casi a deshora, que nos pilla a todos a traspiés, con la maleta a punto de cerrar y la valoración conjunta prácticamente concluida. RÉQUIEM, la última de la cuádruple delegación germana en el certamen, ha desatado todas las alarmas que detectan el buen cine: el que ésta lleva dentro desde luego que lo es. Su director, Hans-Christian Schmid, con ella, ha dejado clavados en su butaca, a todos los privilegiados que la hemos podido contemplar en el segundo pase de la mañana.

RÉQUIEM es, en el fondo, un estricto análisis de la fragilidad del ser humano, de lo convulsos que pueden ser los conflictos internos, azotadores, del espíritu íntimo de un ser zarandeado en lo más profundo de sus convencimientos. Nos hallamos ante el eterno dilema de la fe y el hecho científico. Michaela, una joven alemana, habitante de un pequeño pueblo del sur de Alemania fue víctima de este dilema convulso, agonizador. Convaleciente de una alarmante epilepsia, la protagonista desea pasar por alto el peligro ante lo súbito de su dolencia e incorporarse a unos estudios que la obligan alejarse del hogar familiar. Tal decisión nos sirve como hecho introductor al núcleo familiar que la rodea, caracterizado sobre todo por un fortísimo imperativo religioso. La cámara penetra en ese ambiente fervoroso, cercador, impelido a ciertas asperezas y tensiones ofuscadas. El silencio severo, la actitud interrogante, rigurosa y austera con la que se muestra a la madre apuntan, sin necesidad de más evidencias subrayantes, hacia un universo dominado por imposiciomes y exigecias de índole moral arraigadas como forma de comportamiento. El retrato del padre, en cambio, huye de ese perfil. Su disposición para con su hija así lo delata. Es quien la lleva hasta el lugar dónde Michaela ha querido realizar sus estudios.

RÉQUIEM fascina por la solidez con la que cimienta su avance, por la habilidad con la que, sin mediar alharacas mostrativas ni ultradimensionales, va asentando el pantano de su perplejidad, la encrucijada tenebrosa y extenuante del auténtico misterio que la va royendo. Michaela se va convenciendo a sí misma de que sus achaques son otra cosa. Dice escuchar voces. La aterran grotescas figuraciones circundantes. Sus manos se enroscan cuando intenta acariciar la figura de Cristo. La golpean violentos espasmos corporales. No consigue evitar que se desmorone la existencia conseguida al margen de la tutela familiar. Éstos, sus padres, acaban acatando la conclusión a la que dos sacerdotes llegan tras escuchar las revelaciones de Michaela. Se ponen en marcha los mecanismos necesarios para efectuar un exorcismo. RÉQUIEM, ahí radica su poderoso arrebato, no redirecciona su crispada andadura hacia los cauces del relato fantástico. Evita cualquier vislumbre terrorífico o sobresaltado de influencia fantasmagórica. La tentativa de Schmid posee un marcado carácter observativo, escrutador, expositivo. Michaela es enmarcada como la víctima de una durísima conspiración de silencios alimentados de moralidad, de desprecio por su libre albedrío, de arraigada ortodoxia imperturbable. Ella es el objeto de la historia y su finalidad. La realidad que ve y que actúa su castigada figura objetivamente; no la que siente, la que percibe o la que sueña. Los únicos monstruos no son los que genera la razón, sino los que dicen tenerla. La estudiante no es un ente atravesado de espíritus demoníacos, aunque ella, penitentemente, así los acepta. Es una persona que perece, cuando se aleja del habitáculo ancestral, rígido y dogmático que la ha visto crecer. Un pez al que nadar solo, le parece estar fuera del agua. Un polluelo con el cascarón roto, acuchillado por la rajadura. RÉQUIEM se salda como un drama eficaz, medidísimo, duro y espeluznante, que impresiona por la rotundidad opresiva de su sobrecogido realismo.

Berlinale, día 6

Valeska Grisebach nos entrega la tercera de las cuatro partes del pack germano, que la Berlinale ha colado para que no sólo sean los colegas galos de Cannes los que puedan ser tildados de chauvinistas. Ni rastro de las francesas, de las españolas, de las japonesas o de las coreanas cinematografías. A éstas se las pasan aquí por la Puerta de Brandenburgo, o les clavan la torre que remata celestialmente la Alexandreplatz. Como usted guste. Volviendo a Valeska, lo primero que hay que destacar; es la rigurosa capacidad de observación que demuestra como directora con SEHNSUCHT (en inglés LONGIN; en español, no lo sé y en valenciano tampoco), el estimable film de corte dramático, que supone el segundo de su carrera. Rodada con unos ajustadísimos actores no profesionales, esta película alemana nos cuenta una sencilla historia de amor roto. Un joven matrimonio, sin hijos, conversa en el arranque. Ambos se confiesan una devoción infinita. Llegan, incluso, a citar a los inmortales amantes veroneses que Shakespeare en ROMEO Y JULIETA. Viven en una granja familiar, que comparten con los padres y el hermano pequeño de ella. Él forma parte del grupo de bomberos del pequeño pueblecito rural al que pertenecen. Un fin de semana, junto con todo el resto de la brigada, debe de partir de viaje a realizar un cursillo de puesta al día en las labores de tan delicada función. Durante la cena conjunta que tiene lugar la primera noche, el se emborracha, y, sin recordar absolutamente nada, al día siguiente amanece en la cama de una de las camareras del restaurante donde ha sido celebrada la comilona nocturna.

Grisebach inicia a partir de ese momento un análisis exhaustivo de la infelicidad del protagonista, en tanto en cuanto éste se muestra como un individuo del todo sobrepasado por el descubrimiento de una nueva atracción. Markus no sabe solucionar el tormento de la sinceridad de ese sentimiento: se declara culpable de todos los acontecimientos que provoca su parálisis afectiva desbordada. Desconoce el modo de volver a querer, cuando se da cuenta de que ama de nuevo. Le viene grande a su esquema vital este trastorno pasional emergido. Se ve incapaz de racionalizarlo, de indagarlo. SEHNSUCHT impacta por el naturalismo casi documental que emplea la realizadora para encajar el escaso argumento que tiene en sus manos. Grisebach tiende a la disección aséptica, a un laconismo expresivo casi hanekeniano, que, en ningún modo, atenúa la intensidad del conflicto íntimo que expone, porque está efectuado con claridad, con cohesión, con una inflexible atención, que consigue penetrar en la tortura que maltrae a Markus. La cámara de la directora logra un duro intimismo, que no descuida ni un solo instante de permitir la influencia luminosa, primitiva, y aisladora del entorno casi aldeano que presta su paisaje a la exposición. A destacar también, un precioso epílogo en el que un grupo de escolares disertan sobre el significado del amor y sus sacrificios en un parque. Uno de ellos cuenta una historia que les sirve de punto de partida para su desinhibido, limpio e ingenuo debate. La historia es SEHNSUCHT. Difícil, exigente, quizás alargado, pero, sin duda, nada desdeñable filme.

El gran cineasta iraní Jafar Panahi nos ha regalado una preciosidad, un plácido cuento oscuro que ha llenado la pantalla del Berlinale Palast de emoción, de ternura insatesfecha, esquinada. Se llama OFFSIDE, aunque, si hubiera que incluirlo en alguno de los clásicos, llenos de leyendas, que caracterizan a la literatura tradicional oriental, podría muy bien ser titulado como "La fábula de la niña que quería ver un partido de fútbol", porque ese es su sencillo argumento, el pequeño hilo de algodón con el que Panahi teje el pañuelo de su denuncia.

Hablábamos el otro día, a propósito de la implacable ROAD TO GUANTÁNAMO que ha hecho estallar aquí Michael Wintterbottom, de la fustigante formalidad expresiva que en ella emplea su creador como método creativo, de la urgencia estilística y frontal que vehiculaba en una propuesta basada en la inmediatez de los testimonios en primera persona, y en la fortísima fragmentación planificatoria ejecutada con vértigo en la mesa de montaje. Pues bien, situada en las antípodas formales del ejercicio propuesto con éxito por el británico, anclada conceptualmente en la tradición ficticia que caracteriza a la cinematografía de su país, OFFSIDE arriba al mismo puerto denunciante que la historia de presos pakistaníes ultrajados en la ya tristemente famosa prisión de la no menos polémica bahía.

Tras un pequeño prólogo en el que vemos a un señor angustiado en un coche, intentando por todos los medios hacer parar un minibús atiborrado de hinchas exaltados, dentro del que cree que va su hija, Panahi nos introduce casi de inmediato en la vorágine hiperadrenalizada, inevitable al típico furor festivo y gritón de los prolegómenos a una importante cita futbolística. La selección nacional de Irán se juega contra la de Barein el pase al campeonato mundial de selecciones nacionales que va a tener lugar en Alemania este verano. La tensión está servida; a los locales les basta con el empate para lograr el objetivo. Mas de cien mil personas se van a dar cita en el campo donde ha de disputarse el partido. Las mujeres no tienen acceso a él porque los hombres se desahogan en las gradas, y dicen muchos tacos. Una adolescente intenta, camuflada bajo ropa masculina, acceder al recinto. No lo conseguirá. La interceptan en la misma entrada a los aledaños, al negarse a ser cacheada. (Un chaval, que la había descubierto en el vehículo colectivo, ya la ha advertido de que, dada la importancia y la magnitud del evento, las medidas de seguridad iban a ser extremas, y, por lo tanto, su tentativa, se antojaba imposible.) Un militar recibe la orden de llevarla a un pequeño espacio vallado en el que ya hay otras niñas detenidas.

Panahi imprime un jugoso tratamiento humorístico a la mayoría de las pequeñas anécdotas que van a ir ocurriendo a lo largo de la (no vista) celebración de la histórica y sexistamente vetada contienda. OFFSIDE destila ligereza, encanto, crédulo apasionamiento, entrañable picardía. Está escrupulosamente narrada: el realizador arranca un magnífico acorralamiento a la aventura; la aprehende con una verosimilitud casi loachniana. Pero a la vez que todo ello, junto con la frescura que desprende la sencillez formal que encuadra el relato, la prontitud fácil y reconocible de la vicisitud, la película iraní articula un demoledor discurso a favor de los derechos de la mujer en ese turbulento país, tan hostigante como el que ROAD TO GUANTÁNAMO fulmina respecto a la realidad que se exige denunciar. Lo que ocurre es que la imputación en el film del realizador de EL GLOBO BLANCO y EL CÍRCULO no hay que situarla en el territorio de la evidencia. Hay que rascarla. No se emplaza en la primera línea, en la frontalidad de la superficie del relato. Panahi, y su guionista, Shadmehr Rastin urden un trabadísimo salpicado de oposiciones significantes, nada explícito, que origina la voz del grito desgarrador al que se quiere poner megafonía.

No de otra forma hay que atisbar el agazapamiento con el que se nos presenta a la niña frente al exhibicionismo de hincha poseso que la rodea. Al pánico con el que comienza su entrada a los alrededores del campo, frente a la alegría desatada y campante del resto de los que allí van acudiendo. A la celebración final de la población en la calle, en oposición a la de las niñas hecha desde un autobús de la policía. El simbolismo es patente en la evolución descrita: la ocultación inicial se torna júbilo a la postre, pero dentro de un espacio carente de libertad. Las niñas vitorean el triunfo bajo la vigilancia de los militares que las retienen. Por el camino, escenas inolvidables como la de la compra de la entrada, como la de la usurpación del móvil, como la aparición de la adolescente detenida disfrazada de militar, que ha podido ver hasta la media parte: en todas, a esta Caperucita futbolera, el lobo se le va transformando en engaño, en humillación, en sometimiento, en prohibición. Bordeamos, incluso, el horror, al intuir abusos de otro tipo en la descomunal secuencia –para éste humilde cronista salchichista, la mejor de todo lo visto en el festival- que tiene lugar en los aseos públicos a los que es llevada una niña que dice no poder aguantarse la orina de la pura excitación. Y entramos en los terrenos del absurdo, del surrealismo lacerante con momentos como el de la narración de un soldado de todos los lances del juego. Lo dicho, por cortesía del señor fabulador, a la Berlinale le han contado un cuento magistral y lindo, en el que el monstruo no se tiene como tal, porque es él quien lo escribe.

 

Berlinale, día 5

Sorprendente producción argentina que, pese a no ser ni mucho menos redonda, parte de un planteamiento arriesgado, imperturbable y complejo por su desmedido despojamiento. Me refiero a EL CUSTODIO, el primer largometraje del joven director Rodrigo Moreno, que tiene como objetivo el análisis depurado y persecutor de la monótona existencia profesional del guardaespaldas de un ministro. Moreno se impone el retrato de este hombre gris, haciendo asimilar a su cámara la perspectiva distanciada con la que Rubén, el protagonista, desarrolla su tarea celadora. Lo vemos a él de la misma manera que él observa la realidad de su imperativo laboral. Nos hallamos ante la fábula del vigilante vigilado, del guardia aguardado en pleno acto de atención. De esta forma, la acción del film, o la mayor parte de ella, es pura configuración, simple seguimiento, pues de lo que se trata es de integrarnos en la asepsia individual en la que acaba condenado un individuo cuya máxima es estar sin ser percibido. Convertirse en la sombra, en la huella postrera, en el rebujo de otro. Si el ministro quiere parar en un bar a tomarse un bocadillo, el se detiene y lo observa. Si lo que tiene es necesidad de hacer una visita a media mañana a casa de su amante, el lo lleva y lo espera en el coche a la salida del patio. Si el ministro alarga una reunión dos horas, el permanece dos horas más de pie en el pasillo fuera del despacho.

Moreno radicaliza aún más su propuesta al mostrarnos la gelidez casi autista que caracteriza el universo cercano a Rubén fuera de su trabajo. La grisura le salpica en todos los órdenes que comprimen su vida. Contemplamos la medianía de su hogar, la soledad con la que se sanciona como individuo –es soltero-, la insoportable vulgaridad de sus relaciones familiares: una hermana hiperansiosa, parlanchina, enferma y plasta; una sobrina ramplona, a la que su madre, la latosa, ha convencido de que tiene madera de artista, y que destroza, en realidad, los boleros que trina. Moreno nos lo exhibe como un ser incapaz para la reacción, para el vencimiento de su propia inmovilidad, de su doloso ensimismamiento. Parece como si el mutismo que le exigiera su quehacer avistador y custodiante se hubiera introyectado en el ámbito de la construcción de su cotidianeidad. Que él hubiera llegado a somatizar de forma paralizadora las exigencias que le impone el ser el perrito que no hace sino seguir por donde le estira el collar del amo. A tal efecto resulto sumamente clarificadora, la espléndida secuencia que tiene lugar en la casa de campo del ministro a donde, con toda su familia y unos amigos franceses, han ido a pasar el fin de semana. En un momento dado, mientras el está sentado dentro del coche descansando, el señor ministro lo llama a que se reúna con ellos, que están tomando café en el jardín. Ante la sorpresa de todos, el impresentable mandamás, caprichosamente, obligándolo a ello, le pide que le haga un retrato a lápiz de su amigo extranjero –antes ya se nos ha hecho alusión a su oculto interés por la pintura-. Él, sin mediar ni una mala cara, cumple con el antojo grosero del alto funcionario. Éste, así queda recalcado, lo tiene integrado como una parte más del inmueble, como un extra que le permite su cargo político.

EL CUSTODIO, empero, sucumbe en cierta medida a la exigencia contemplativa que la genera. Llega un momento en el que se hecha en falta la incorporación de alguna incertidumbre. Sólo hay atisbos de avance narrativo en escenas resueltas con trabada eficacia sorpresiva como las que acaecen en el restaurante chino a donde acude con su familia y unos amigos a celebrar su cumpleaños, o la más opaca que tiene lugar en el piso de la prostituta. Hay que añadir también lo, cuanto menos, discutible del final escogido. Ciertamente creo que no es el más adecuado, no casa en absoluto con la idea central desplegada durante todo el film. Un film éste, EL CUSTODIO, curioso, llamativo, al que su esforzado formalismo, al que la casi absoluta falta de diálogos, más que a la argentina, a la cinematografía que parece adecuarse es a la coreana.

Flojísima participación china en el festival. ISABELLA del realizador cantones Pang Ho-Cheung es una absurda producción de tintes melodramáticos, que no ha convencido absolutamente a nadie tras su proyección. Asistimos en ella al improbable reencuentro entre un rudísimo inspector de policía de Macao, apartado de su profesión temporalmente por estar acusado de corrupción y una espigada joven de diecinueve años que lo persigue hasta revelarle que, en realidad, es su hija. La película no sabe iniciar un verdadero conflicto dramático una vez ha sido planteada la situación inicial de partida. Insiste en el desarrollo de esa relación sin apuntalarla narrativamente con alguna trama que la haga avanzar hacia delante, únicamente describiendo con rutinaria reiteración ciertos hábitos domésticos del todo desagradables. Ho-Cheung guarrea con demasía perseverando en una estética fiesta y desaliñada que no escatima en cascos de botellas rotas, en cristales sucios, en cocina atascadísima, en suelos sin fregar, y, sobre todo en vómitos: hay vómitos de cerveza Calsberg, vómitos a la boca del inodororo, en los servicios de una discoteca. Se palpa cierta tendencia desguazadoro-estomacal, que, a lo mejor, intenta sugerirnos una socavada crítica al especiado excesivo de la comida asiática, pero, créanme, que uno a las nueve de la mañana no está para disquisiciones gastronómicas de esa índole arcadoesquizoide.

ISABELLA despacha su inconsistencia con un denodado intento de lirismo pseudo-lacrimoso en la parte final de su dilatado metraje, cuando la convivencia entre los dos personajes comienza a cuajar y la narración se precipita por un afán redentorio del orondo comisario. Demasiado tarde ya, pues a esas alturas el film ha dejado ya de interesar; se ha perdido en el demorado, banal itinerario hacia sí mismo, en el aturdiente e inconexo recurso de alargar el instante, cuando no se tiene nada que decir, o, por lo menos, no se sabe cómo hacerlo. La película china es un galimatías tosco, enfangado en su pringosa simpleza, que va de afectos tardíos, memoriosos y redescubiertos, y lo único que consigue es engendrar sopor, indiferencia y mala gana. Porque es que encima, salen todos comiendo fast-food macanés de muy malos modos y haciendo mucho ruido. Y es que para hacer buen cine, a lo primero que tiene que aprender es uno es a masticar, que los noodles y la sopa no crujen.

El ya veterano director norteamericano Sydney Lumet, magnífico creador de alguna maravilla como DOCE HOMBRES SIN PIEDAD, TARDE DE PERROS, EL PRÍNCIPE DE LA CIUDAD o DISTRITO 34: CORRUPCIÓN TOTAL, nos trae su última producción, FIND ME GUILTY. Ha sabido a poco. No está a la altura del maestro. Esta recreación del juicio más largo de la historia penal de los Estados Unidos adolece de un guión tramposo, que esquilma al espectador una parte fundamental de la balanza que intenta (o no) referir el autor de VEREDICTO FINAL. Tras un laboroso trabajo de investigación efectuado por la fiscalía de Nueva York a lo largo de varios años de reunir el mayor número de pruebas y testimonios posibles, una veintena aproximadamente de miembros de la familia Lúchese, uno de los más poderosos clanes mafiosos de la década de los setenta, es llevada ante el juez de la corte, con el objetivo de ser condenada a un amplio número de años en prisión. El informe en contra se concentró en setenta y seis casos distintos. El juicio duró más de dos años, y su sentencia ha sido una de la más polémicas de las últimas décadas. La película, se nos dice al principio, recoge casi textualmente muchos de los testimonios que allí se dieron.

El problema principal de FIND ME GUILTY es el errado punto de vista que escoge para introducir al espectador en la historia. Ésta la recorremos de la mano del más descerebrado de los acusados, Jackie Dinorsio, un impetuoso, graciosillo, y mastodóntico miembro de mafiosa familia, que decide llevar él mismo su defensa, porque no se fía de unos abogados, que él considera incopetentes, pues está condenado ya de antemano a 30 años por una causa anterior, en la que, según él, su defensa fue totalmente incompetente. Este personaje conlleva un tono de ligereza, de discursividad quasicapriana en algunos momentos, que no da el tono de seriedad que la sobria realización de Lumet anuncia, dispone y establece. Y lo que es peor, escamotea los momentos de dureza dramática que exclama cierta ecuanimidad inherente a este tipo de formato genérico, el judicial. Son varias las alusiones, las que, siempre mediante diálogos, nos hacen referencia a la enjundia poderosísima y desagradable para el jurado de las pruebas y los informes que van a ser revelados en la sala. En uno de sus parlamentos a sus ayudantes, el fiscal incluso recuerda que lo que se sienta en la sala no son angelitos: son criminales, asesinos, ejecutores del terror. El guión esto parece olvidarlo. El relato toma partido por la presunta ironía que supone atribuir características de héroe a semejantes fieras: tal manipulación menoscaba la credibilidad de la película tanto como documento denunciador de la ineficacia del sistema judicial, como de contundente alegato contra el organizado sistema criminal que impera en la sociedad yanqui. FIND ME GUILTY es un producto que no se entiende, pues no sabe ni siquiera cual es su camino. La sátira no se puede vestir de inmaculado clasicismo.

 

Berlinale, día 4

Michael Winterbottom ha descerrajado un zarpazo letal y certero de verdad. THE ROAD TO GUANTÁNAMO es, sin duda alguna, la mejor película vista en la gran pantalla que acoge todas las proyecciones de la sección oficial a concurso. Le ha birlado el aliento a toda la audiencia allí presente. No es para menos. La presente obra del creador de WONDERLAND duele, apasiona, enerva, insulta, ensordece, inflama la conciencia asentada del espectador que intenta asimilar esta radiografía del dolor ante la barbarie del más fuerte. THE ROAD TO GUANTÁNAMO es un dossier que denuncia el atropello de la sinrazón elevada a justicia impartida con la sentencia dictada; un certificado de autenticidad que desenmascara los métodos utilizados por el orden establecido para construir la verdad interesada, no para buscar la verdadera. Nos hallamos ante un informe definitivo, ante una denuncia superlativa de cómo son masacrados los derechos humanos más elementales por unos estamentos oficiales que quieren hacer firmar a un individuo su propia claudicación: el despojo de su propia identidad, la rendición tras el machacamiento, la obediencia tras el trato vejatorio. 

Los hechos son los siguientes: En otoño del año 2001, Asif, un joven pakistaní de 19 años, que ha vivido buena parte de su vida en un modesto barrio de una ciudad inglesa llamada Tipton, viaja a su país de origen, porque su madre ha encontrado una mujer para él con la quien casarse. Una vez allí, el que iba a ser su padrino le llama lamentando no poder acudir al enlace. Asif decide entonces llamar a Inglaterra y le pide a Ruhel, su mejor amigo en ese país, que acuda allí a suplirlo. Ruhel acepta enormemente agradecido, y junto con dos colegas más, Shafiq y Monir, parten hacia Pakistán. Todos se encuentran en Karachi. Allí, en cumplimiento de los deberes que su religión les obliga, acuden a una mezquita. Son días cruciales en el desarrollo del conflicto bélico que se está dirimiendo en el vecino Afganistán, tras la invasión norteamericana en ese país. En el templo, atienden a un llamamiento que hace un Iman a los fieles para que se ofrezcan voluntarios a ir en ayuda humanitaria a ese país. Los cuatro resuelven embarcarse en esa misión pacífica, del todo desinteresada. A partir de aquí, lo que les va a esperar no es sino el infierno, la locura de la inmersión en una guerra a la que ellos no se habían apuntado. Tras muchos casualmente fatales acaecimientos, son capturados por el ejército aliado: este se empeñará en hacerlos confesar que son miembros de una de las células al servicio de Bin Laden. Son fechas posteriores a los horribles atentados del once de septiembre, y el ejército norteamericano tiene demasiadas ganas de buscar culpables y inflingirles un castigo. Shafiq, Asif y Ruhel son deportados en enero de 2002 a las infames jaulas que fueron habilitadas en los penales de Guantánamo. 

Wintterbottom resuelve su acercamiento ante tan volcánico material con un brío, un ardor, y una exigencia deslumbrantes. Yuxtaponiendo con una celeridad resquebrajante, frenética y palmaria materiales tan diversos como las declaraciones frontales a las cámaras de los auténticos protagonistas, imágenes televisivas de archivo concernientes al conflicto, y recreaciones de los hechos rodadas en los lugares donde acaecieron, el realizador asume el punto de vista de un notario que viene a dar fe de unos sucesos, haciendo mediar la prontitud de un reportero privilegiado, oculto, atónito, que captura, depura, higieniza la realidad  que ha decido exhumar para que la ignominia no sea archivada. Su apego a las confesiones de los tres jóvenes paquistaníes es visceral, ferviente, lícito, irrefutable. Esto evita cualquier atisbo de maniqueísmo, caída alguna en la trampa harto viable del panfleto denunciador. Winterbottom, en la explicitud meridiana de la barbarie del saco en la cabeza, del aislamiento total, del vandalismo vociferante de la intimidación, no señala a nadie con dedo torticero: las acciones son las que delatan. Al inclasificable realizador británico sólo le obsesiona hacer hincapié en la sinrazón de semejante empecinamiento, el desafuero irracional que le supone a un individuo inocente verse involucrado en la espiral de esa tortura administrada por los supuestos garantes de la justicia y la seguridad. Y todo sin apenas sangre, sin mostramientos, sin violentar los planos con brutalidades prescindibles. El terror lo espeta aquí con toda virulencia el hedor oscuro y asfixiante del remolque cerrado de un camión en marcha; las bombas hacen más ruido al ser presentidas, al ser reconocidas en la noche por ojos que las presencian por primera vez, cual si fueran fuegos de artificio. La locura es un viaje que iba a ser de boda y resulta durar dos años, porque tú no eres la cabeza por la que se paga la recompensa más alta. Tú llegas a creer durante todo ese tiempo que nunca más volverás a probar una pizza con el borde muy gordo relleno de queso, y aún ni siquiera nadie te ha pedido excusas. 

La única representación española dentro de esa sección paralela casi siempre interesantísima que es PANORAMA corre a cargo de la segunda película que firma la directora Mireia Ros. Nota aclaratoria: juro por todas las currywurst que me he atornillado, que cuando en el día de ayer hice chiste roperil-estilístico sobre el vídeo de la boda de Farruquito, a propósito del bodrio de Chen Kaige, no tenía ni mostazera idea de que el hermano, el Farruco, (junto con uno que se llama el Cheto) era el protagonista del estreno de la Ros. Lo juro. Si miento, que me crezca pelo en la azotea. Ha sido espasmódico vérmelos aparecer a los dos, minutos antes de que empezara la proyección. Abundo en mis juicios estéticos aquí efectuados. Por un momento pensé que el guerrero melenas de WUJI había legado a Berlín a darme katanazo. Son calcados, sólo que, lógicamente, el del film chino tiene los óculos más rasgados, no habla con acento andaluz, y seguro que tiene carné de conducir. Farruco, además, iba con el mismo traje blanco del famoso enlace, lo cual que lo hacía indicadísimo para aunar promoción –falta le va a hacer- con el altercado artemarcial del Kaigé. 

Dejémonos de albures personales, y volvamos a lo nuestro. EL TRIUNFO, la producción española con la que principiaba el párrafo anterior, es la adaptación literaria de una obra homónima de Francisco Casavella, que nos relata los avatares cotidiano-violentos de un barrio barcelonés, habitado por gente de muy baja extracción social en la España de finales de principio de los ochenta. Se nota el apego de su directora por el mundo que retrata en cada uno de los planos del film. Éste condensa una autenticidad,  una honestidad realmente apreciables, y está narrado con una solvencia muy superior a la demostrada en su anterior largometraje, la fallidísima LA MOÑOS. Sin embargo, globalmente, evidencia una irregularidad notoria, que la malogra en buena parte. Hay un abusador, infecundo, redundante uso de una voz en off narradora, que se debiera haber supervisado con más criterio. Ésta, una y otra vez, o bien se encarga de verbalizar acciones, pensamientos que las imágenes ya han dejado muy patentes, o, por el contrario, se enfrasca en explicaciones que aquellas no han sido capaces de sugerir. La oralidad se enreda con recursos estilísticos mucho más propios del lenguaje literario que del cinematográfico. La palabra se sobrepone al plano, lo descifra o lo desorienta por completo al revelar intencionalidades que no se plasman en la pantalla. Da la impresión de que la realizadora no está del todo segura de plantear con nitidez los numerosos hilos narrativos que atiborran la acción, y sucumbe al recurso de introducir ese interlocutor que pretende reconducirlos, encaminarlos. 

Y es una pena, porque Mireia Ros sale muy airosa del vasto envite que se plantea. Esta crónica rumbera, colorista y navajera del lúmpen pseudogansteril hispano de barrio chino, pululada de yonquis, borrachos, ex-legionarios hampones, gitanillos cantaores, moros camellos, travestis y mocitas recién llegadas a la capital resulta, como confesaba ella misma en la pequeña presentación que hizo en la sala donde se proyectaba, “muy sentida”. Demuestra un arrojo inesperado con la divertidísima citación que hace al cine español musical, sección “Manolo Escobar and his palmeros”, y con la fresca evocación de azoteas transformadas en salas de ensayo bailongueras con radiocasette, donde el grupete de chavales da rienda suelta a sus coreografías. Personalmente, me parece que la película gana mucho más cuando permite la evocación de la tumultuosa historia de amor y venganza que incorporan los personajes que interpretan apasionada, vulnerablemente una admirable Ángela Molina –preciosa la escena del cine- y un ponderado, tenso Juan Diego. Creo que es un error la aparición del tercero en discordia: su grandeza rememorada se desvanece tras su forzadísimo, mal explicado retorno; como consecuencia de éste, el personaje del Nen (Farruco, muy verde aún para la gran pantalla) queda desubicado de forma palmaria. No obstante, pese a las desavenencias, Mireia Ros nos ofrece con EL TRIUNFO un competente segundo trabajo, que la perfila como una sólida directora de puesta en escena, dotada de un muy profesional sentido del ritmo fílmico: su trabajo con la banda sonora, la ejecución de escenas como la de la boda, y el crescendo dramático alcanzado en la última media hora del film así lo rubrican. 

Una nada despreciable propuesta de cine australiano nos llega de la mano de CANDY, del cineasta Neil Armfield. La temática que desarrolla está ya ciertamente muy transitada. Son muchas las manifestaciones fílmicas las que  han  centrado su argumento en analizar los devastadores efectos que en todo ser humano produce la adicción a las drogas. Quizás la mayor virtud de CANDY sea la ausencia de grandilocuencia, la de evitar cualquier vislumbre de análisis sociológico de manual al uso. La modesta producción australiana se centra en las consecuencias de índole íntima que el consumo de cocaína asesta  a la joven pareja protagonista, Candy y Dan (incorporados con una autenticidad y un dramatismo espeluznante por Heath Ledger y Abbie Cornish). Ambos, desde el principio, ya se nos muestran como dos seres completamente enganchados. Son una pareja de vida del todo caótica, despreocupada, revuelta. El interés, la originalidad de la propuesta de Armfield radica en el certero análisis que efectúa sobre las secuelas afectivas, de desbordante dependencia mutua, que origina el distorsionador apego a la jeringuilla. CANDY describe con inusitado impudor la degradación individual que se agazapa tras esa enfermiza intersubordinación alimentada de orificios en las venas. Él, poeta de medio pelo que no ha trabajado en su vida; ella, talentosa pintora que no ha sacado adelante ni una sola exposición, viven engañados en la muy apasionada, cegante constatación de que uno es el paraíso del otro. El amor que se profesan, que se demuestran a cada instantes es inmenso, pero la bajada a los infiernos que éste provoca es inequívoca, vertiginosa, letal. Candy no duda en prostituirse para sacar el dinero necesario con el que comprar las pequeñas bolsitas de plástico repletas de polvo blanco. Ambos intentarán una y otra vez abandonar en vano el consumo. La necesidad de calentar cucharillas siempre será superior. El director demuestra una sensibilidad nada encubridora en el modo con el que observa el desmoronamiento, la atracción emocional profunda que va destruyendo a la pintora y al poeta. No ahorra peldaños degradativos en la fisicidad de su propuesta, pero sabe aprovechar muy bien el lirismo que le ofrece la naturaleza artística de sus protagonistas. Delicadísima es la escena en la que Dan llega a la casa de campo a la que huyen para intentar solventar el mono con éxito, y descubre que Candy no está, y que ha dejado escrita en todas las paredes de la vivienda, con pintura de uñas, un mensaje que parece sacado de un diario personal, que arde en deseos de revelarle. Asimismo, completamente contenida resulta la intervención de los padres de la joven. Por lo tanto, nada original en su argumento, por eso también un punto vaticinable, CANDY, no obstante, se configura como una muestra limpia de cine pequeño que se revela franco con su propia coherencia intensiva.

 

Berlinale, día 3

La primera ovación realmente sentida que hemos podido escuchar en la gran sala del Berlinale Palast, se la ha brindado la prensa desplazada a la presente edición a una modesta coproducción germana, austriaca, croata, bosnia y herzegovina. GRBABICA es el primer largometraje de ficción de Jasmila Zbanic, una joven documentalista bosnia muy preocupada por dar a conocer los enormes traumas que siguen carcomiendo a la inmensa colectividad de su país tras los recientes conflictos balcánicos. Su film es una buena muestra de tan loable, necesario propósito. Grbanica es el nombre de uno de los barrios de Sarajevo en el que fueron cometidos más cantidad de fusilamientos contra el ejercito bosnio. El film rastrea en el silencio cansado y mutilante de Esma, una vecina de ese barrio, viuda y madre de una hija de catorce años. Zbanic sabe captar con su cámara el sufrimiento, el esfuerzo, la extenuación de esa mujer, que, ademas de dedicarse a coser vestidos durante el día, comienza a trabajar de camarera en una discoteca de la ciudad por las noches. GRABANICA tiene la virtud de no forzar, de no hacer cómodos aspavientos desgarradores: no trata de exhibir sufrimiento, sino que se interesa más por investigar en el modo de sobrellevarlo, en la rémora imborrable de no saber ni poder chillar dolor, en las vicisitudes cotidianas nuevas y nada compasivas que se ciernen tras la catástrofe bélica. En tal dirección hay que situar la anécdota dramática en torno a la cual giran los momentos más importantes del film: en el colegio donde va Sara, la hija de Esma, organizan un viaje para todos los alumnos, del que quedan exentos de pagar todos aquellos alumnos, hijos de padres caídos en guerra. El cadáver del padre de Sara no ha aparecido, por lo que Esma no tienen los papeles que certifican ese requerimiento. El relato se centra en la angustia de la protagonista por conseguir ese dinero que necesita para complacer a su hija.

 

Zbanic se revela como una observadora atenta, coherente y dura. Su película supura realismo con una facilidad nada compasiva del todo estremecedora, sobre todo en las escenas que tiene lugar dentro de la casa. Los enfrentamientos de las dos mujeres, los vaivenes afectivos a los que aboca la enorme rigidez que las acorrala, las estrecheces que viven cotidianamente (ese pescado para la adolescente), las injustas contestaciones, los dolorosos enjuiciamientos de la menor, caldean, exasperan con rebuscada contención un film pequeño, humilde y verdadero, al que perjudica notablemente la grandeza de su historia central. Cada uno de los planos (pocos, afortunadamente) en donde no aparecen alguna de las dos impresionantes actrices respirando, doliendo, amordazando a sus respectivos personajes, deja de existir, se hunde, queda descompensado, resultan flecos. Mal muy menor para una producción, que para muchos huele a premio.

 

Y a continuación, cambio completo de tercio, de clima, de continente, de partido y de entrenador. Llega el gran Altman, el gran prestidigitador de puzzles, el recolector de cerezas enzarzadas más impertinente y empeñado del último cine americano. El viejo Robert Altman recala en la Berlinale para invitarnos a una sesión de radio y country. La cita con los modos del veterano cuentista se llama A PRAIRIE HOME COMPANION, y, desde luego, a sus subyugados fieles les habrá dejado plenamente satisfechos. Nos hallamos ante un Altman ciento por ciento Robert, aunque un poco pasado de banjo para los que no estén muy por la labor country. A PRAIRIE HOME COMPANION  está invadida de nostalgia, de irónico desencanto, de urgente reconocimiento a una forma de crear espectáculo en sentido puro, que está en declive, cuando no condenada a desaparecer. La película narra la radiante resignación  con la que los miembros de un legendario programa de radio musical se disponen a efectuar la última emisión del mismo. Un despiadado inmobiliario ha adquirido el edificio donde aquel tiene lugar para convertirlo en un parking, y su decisión es más que inamovible. Altman decide disfrutar con este réquiem, y, lejos de entonaciones luctuosas, lo que retrata es la placentera reunión de unos colegas, de unos compañeros de luengo viaje, dispuestos a echar un cantecito, a hacer fiesta de esa despedida, a, incluso, atreverse con números que no se han atrevido a consumar durante todos los años anteriores. La camaradería de todos estos duchos artistones se convierte en el auténtico núcleo motriz del encantador filme.

 

Uno siente verdadero placer ante el devoto entusiasmo contagiador con el que todo el reparto asume su función en esta pequeña party postrera (en absoluto postrada). Meryl Streep y Lili Tomlin clavan, recrean, son, se inventan a un par de hermanas que llevan toda la vida embarcadas en un dúo musical. Woody Harrelson y Willian H. Macy lo mismo pero en plan tejano-vaquero profundo. Kevin Kline demuestra su talento para la farsa en una composición divertidísima de un personaje que se burla de la tradición del cine negro americano. Y Altman los mima a todos, los deja a sus anchas, los estimula para la complicidad y la celebración. Los trata con la misma querencia que los personajes de la ficción con su oficio. Todas los participantes de A  PRAIRIE  HOME COMPANION saben del final de su estancia en ese estudio radiofónico, que es en realidad un teatro con público en directo, y se lanzan a cumplir rigurosamente con su contrato sin ningún tipo de lamento, normalmente, con entereza profesional nada gimoteadora. Sin embargo es el propio Altman quien les juega una mala (jugosísima) pasada. En todas las películas hay un muerto dispuesto a cambiar  los planes establecidos. Ésta no lo iba a ser menos. Aquí hay uno que aparece en calzones. Pero aún hay más. Altman convoca a la mismísima muerte, y la viste de blanca mujer fatal con la percha impresionante de una Virginia Madsen hipnotizada e hipnotizante. El guión preestablecido para el último programa tiene visos de estallar. La  script hasta pierde los papeles (deliciosa escena), “but the show must go on”, y hay que llegar hasta la conclusión sea como sea. Y aquí canta hasta la niña poeta.

 

A PRAIRIE HOME COMPANION acaba mostrándose como una lección de cine de un emérito sabio y burlón, que se propone levantar un filme, creando la ilusión de que éste se hace solo.

 

Ignoro como acabará esto, pero creo que no voy a llevarme en todo lo que queda de Berlinale una decepción más grande que la me ha hincado hasta la uretra, mediante bisturí katananero,  el otrora sensible, comedido y sobrio Chen Kaige. El distinguido realizador chino de las excelentes EL REY DE LOS NIÑOS, y ADIOS A MI CONCUBINA nos ha traído un subproducto made in Hong Kong del todo punto lamentable. Desconozco si la peste aviar que nos invade habrá mutado en el país de la muralla china en cólera de rollitos de primavera psicotrónicos, o si la nouvelle couisine cantonesa obliga a incorporar salsa de gotelé con lok-tite para el pato laqueado, pero ya empieza a tener carices de contagio de cinturonegritis marcialoide la manía que les ha entrado a todos los realizadores de origen mao tse-tung con las leyendas de princesas voladoras y luchadores matarile que hacen fuerza y, en lugar de tirarse pedos, lo que hacen es despegar cual supermanes medioevo amarillos. Y es que desde TIGRE Y DRAGÓN, a todos les da por lo mismo. No quiero dar ideas, pero esto es como si a Almodóvar, a Amenabar y a Medem les diera por bucear en el inconsciente colectivo hispano y se obsesionaran con los flecheros de las cuevas de Altamira, y, ala, todos a cazar bisontes, y venados, y toros hasta el de obsborne que mandó salvaguardar Carmen Alborch. Doy títulos ÍBEROS Y MAMPORROS, LA LEYENDA DE LA VACA ASTUR MONTADA EN UN SOBAO PASIEGO o LA PRINCESA CELTA QUE VOLABA CORTO.

 

El caso es que WUJI (LA PROMESA) es un espanto barato y despreciable, que, tal es el calibre de su factura churroimperial, no vale ni para videojuego de saldo, ni para sesión doble de cine de barrio presentado por Karmen Zi-Hita. Un altercado de pelucas negras y rojas crines de equinas, que no se lo queda para el fondo del armario de sus variedades “Noche de fiesta”, el muy plumero y lentejuelero Jose Luis Moreno de Televisión Española. Un cuentucho destarifado en el que aparece una alteza caprichosa cortejada por un pesado con careta típica del año del dragón, y por un esclavo melenudo que corre siempre mucho detrás de unos toros. Miren, tengo tal disgusto que el cuerpo no se me ha quedado para eufemismos, ni medias tintas chinas. Al muy germanorro que ha tolerado que esto se colara por aquí, por favor, lo condenen a visionar hasta que la palme el vídeo entero de la boda de Farruquito, que será lo mismo que WUJI, pero con más jamoncito y más cocreta esquilmada a traición en la cocina de la finca. Esta fantasía mandarina tiene de legendaria lo que el Chu-Li que escoltaba a Angela Channing en Falcon-Crest, y de perdurable lo que un cucurucho de noodles que me entripé anoche cerquita de la Kudam, a altas horas de la madrugada, en un socorrido puesto callejero regentado por dos asiáticas disfrazadas de geishas, que, para mi desgracia, no eran ni Gon Li, ni Zhang Yiyi.  

 

Berlinale, día 2

Hoy la Berlinale nos ha brindado para desayuno una autentica delicia, la que seguro será una de sus mejores bazas. Aunque fuera de concurso, hemos tenido el privilegio de asistir al estreno de la esperadísima obra de esa "rara avis" del cine norteamericano que es Terrence Malick, el incatalogable creador de la ganadora del Oso de Oro en el año 1999, la memorable LA DELGADA LÍNEA ROJA. Malick nos depara una aventuradísima delicadeza que lleva por título THE NEW WORLD, y en ella el particular cineasta da su exclusiva versión de unos hechos históricos que tienen que ver con el origen de la sociedad estadounidense. Ni más ni menos, que asume la osadía de investigar un personaje pertrechado de matices casi legendarios: la india Pocahontas. Sin duda, habrá que volver sobre ella con motivo de su inminente llegada a nuestras pantallas, pero sí que es momento de dejar anotados varios apuntes sobre esta osadía lírica y reveladora que acabamos de paladear.

En primer lugar, hay que dejar constancia de la enorme osadía que acomete el veterano realizador al decantarse por una versión tan sistemáticamente alejada del omnipresente modelo disneyano ya creado. Malick huye también del relato de aventuras codificado y asumido por un espectador medio. No nos hallamos ante un ejemplo de cine comercial al uso, ante un producto de factoría, de productora angustiada por la caja registradora. THE NEW WORLD se manifiesta como la personal recreación de un episodio histórico, elaborada por un autor interesado en él en tanto que sugestión, que cuestionamiento de la obsesión historicista como único método posible de abordar el pasado. A Malick le fascina la inmersión en un instante en el que dos civilizaciones habrían de aprender a mirarse, a reconocerse, a saberse. Su obra, pues, es un prodigio de cine sensorial, fluyente, perceptible, impresionable. Se trata de materializar, de elevar visualmente la historia de la atracción entre dos seres que ni hablan el mismo idioma, ni mantienen nexo cultural alguno. El cineasta se toma su tiempo, dirige una mirada reposada y escrutante al mundo que se avecina sobre ambos protagonistas, imponiendo al espectador la dificultad perceptiva de ese sosiego mostrativo para transmitir de ese modo la complejidad del despojamiento que pretende. THE NEW WORLD bucea en el advenimiento extrañado de toda primera vez, en el misterioso alumbramiento de lo primigenio, de lo que va a ser transformado por que ha perdido la pureza del desconocimiento. Nos hallamos ante una obra secretamente bella, de honda magnitud humanista, que, mucho me temo, dada la enjundia de su rareza impensable, está condenada a pasar desapercibida.

A continuación, primera muestra de cine alemán que exhibe la sección oficial. Nos esperan cuatro. THE ELEMENTARY PARTICLES, de un tal Oskar Roehler, es la adaptación al cine de la novela homónima del famoso y controvertido escritor francés Michel Houllebecq. Desconozco el precedente literario, y, por lo tanto, el grado de intervención adaptadora que el guionista ha podido consumar, pero si el galo se las da de exigente, de trascendente analista del caos sentimental que se nos cierne, ya mismo debe estar llamando a sus abogados más inmisericordes para meter en el trullo al tal Oskar, porque lo que éste ha eslabonado en imágenes es un bochornoso relato de descerebrados incapaz de contentar a nadie. Las partículas estas cuentan los destartalamientos amorosos de dos hermanastros imposibles: Michael, un reputado e introvertido biólogo molecular, virgen a los cuarenta, que no ha podido superar el trauma de su natural tendencia a la indecisión y a la falta de arrojo. El pobre, de púber, no sacó a la moza de sus sueños a bailar una noche de fiesta, y ésta, aunque insistente, se vio obligada a darle al dancing con otro más marchoso. De resultas, un cohibido genio de las raíces cuadradas completamente frustrado e infeliz. El otro, Bruno, un profesor de literarura, que lo mismo lee a sus alumnos poemas de amorosos de Baudelere, que, poseso de excitación incontrolable, se saca el miembro delante de una de sus educandas, a la que manera lógicamente explícita se quiere beneficiar. La joven no accede a tamaño recitado viril, lo desprecia; él entra en crisis, en estado de conmoción galopante a la par que llorona, y decide acudir a una psiquiatra de urgencias. Con semejante plantel de criaturas, THE ELEMENTARY PARTICLES no puede suponer más que un desbaratado relato condenado al absurdo más lacerante y baldío, que, para acentuar aún más su insensatez, opta por derroteros cómicos verdaderamente trasnochados, vetustos. El muy moderno del Roehler recurre al chiste verde, a planos de lencería íntima, de pechos al sol con animo bronceante y sobador, a la burla del hippismo sesentón por medio de un materno personaje sencillamente intolerable. Diríase que Alfredo Landa y su landismo está en la onda de lo mas "in" de la "kulturen" germana, y el film ansía convertirse en la muestra de ese botón canzoncillero. Aquí la única gracia risible es la de comprobar como la postmodernidad acaba sucumbiendo a los encantos formales de los modelos más rancios y sobrepasados. Roehler busca una especie de desperdigado AMERICAN BEAUTY a la centroeuropea, y lo que obtiene es un estomagante batiburrillo con muchas pretensiones provocadoras, de resultados insostenibles, desatinados y pelmas.

Por la tarde había auténtico interés ante la proyección del nuevo espécimen cinematográfico del valoradísimo y excéntrico Michael Gondry, el creador de la inacotable, asombrosa OLVÍDATE DE MÍ. No ha defraudado. THE SCIENCE OF SLEEP vuelve a regalarnos su derroche imaginativo y revolvedor, su frontal obsesión por ametrallar los mecanismos de la narración clásica, su devoción por evidenciar visualmente los mundos soñados, reprimidos, escapantes y ocultos de sus personajes. En esta ocasión nos presenta a un joven mejicano, Stephane, que llega a París tras la muerte de su padre. Su madre, que hace años que no vive con él, le ha buscado un puesto de trabajo en la gran capital francesa. Él cree que se trata de una oportunidad inmejorable para demostrar su valía como diseñador gráfico, pero al llegar a la cita de lo que se trata es de ocupar una vacante de un aprendiz de tipografía en una imprenta de calendarios. Gondry exprime al máximo la circunstancia desconcertante que hostiga con saña la existencia errante del protagonista: un individuo marcado por una ausencia paterna repentina, por el desencanto laboral, por el regreso al lugar de su infancia (duerme incluso en la misma habitación de su infancia) y, como no podía ser de otra forma tratándose de Gondry, por la tenencia de una capacidad de fabulación y ensimismamiento no solo fertilísima, sino también irrefrenable, del todo imposible de encauzar, de reprimir.

THE SCIENCE OF SLEEP, argumentalmente, en lo que atañe a su estructura narrativa, es mucho más asimilable que las obras anteriores de su autor. Son bastante más justificados y cabales los desbordamientos significantes que nos van asaltando, pues casi todos atañen con claridad a las ensoñaciones nada veladas del personaje que interpreta con ingenuidad, desenvoltura y encanto un Gael García Bernal espléndido. Ahora bien, en lo que a puesta en escena se refiere, esta última película confirma al original realizador como un creador visual de portentosas dimensiones. En un momento del film, Stephane, hace referencia al hábito que tenía su padre de hacerle ver películas de dibujos animados hechas con muñecos y marionetas. La cita no es en absoluto baladí. Se trata de todo un referente visual en torno al que Gondry construye THE SCIENCE OF SLEEP. Los elementos fantásticos que inundan la cinta están plasmados icónicamente asumiendo como inspiración el olvidado legado de la portentosa escuela checa de animación de los años sesenta y setenta. La película es un apasionado tributo a la fantasía exenta de efectos especiales artificiosos y computerizados. Gondry reivindica de forma directa la ensoñación pura, inocente, y crédula. No en vano su protagonista es el más joven de todas sus obras. El más niño.

La escasa participación española en esta edición del festival hizo su puesta de largo, con motivo del estreno mundial de una aguardada con inquietantes expectativas producción de Andrés Vicente Gómez. Ni más ni menos que la adaptación cinematográfica de una de las mejores obras que ha escrito el insigne novelista peruano Mario Vargas Llosa, LA FIESTA DEL CHIVO. En ella, se nos da buena cuenta de los estertores del mandato infame que, en la República Dominicana, custodió el dictador Rafael Leonidas Trujillo, uno de los más sangrientos tiranos que ha conocido la convulsa historia hispanoamericana del siglo XX. Vargas Llosa hace un exhaustivo compendio de las heridas íntimas que la tétrica mano del nefasto opresor legó de por vida a muchos inocentes, mediando un relato de estructura coral, en el que se funden varios tiempos, y que desarrolla principalmente dos tramas bien distintas: los recuerdos de Urania Cabral, una mujer que regresa a Santo Domingo unos treinta años después de abandonar su país por causa de unos motivos que sus familiares nunca alcanzaron a comprender; y la tensa espera nocturna en un coche de cuatro hombres armados, dispuestos a asesinar al viejo Trujillo en una carretera de las afueras de la capital.

Al cargo de la traslación a imágenes se sitúa el sobrino del autor, el cineasta peruano afincado en Hollywood, Luis Llosa, cosa que en principio podría llevarnos a temernos lo peor, dadas las perlas que atesora en la corona de su filmografía: ni más ni menos que dos espantos de la calaña de EL ESPECIALISTA y ANACONDA. Y no es que LA FIESTA DEL CHIVO alcance los niveles calamitosos de las dos antedichas, pero pronto queda patente que el realizador no era el más idóneo para definir con profundidad y contenido la magna tarea de esta empresa. La película presenta una factura admirable, mantiene un digno nerviosismo ascendente, ostenta un trabajo actoral muy meritorio (especialmente Tomás Millán, Paul Freeman, Stephanie Leonidas e Isabella Rossellini), pero queda medularmente lastrada por causa de un grave desajuste en su estructura interna: el intento de ser insosteniblemente fiel al material literario que la precede. No están resueltas con la misma intensidad las dos vicisitudes dramáticas que son expuestas: la vuelta a la casa paterna por parte de Urania, y las distintas historias que deben justificar la vengativa decisión de los hombres que han de ajusticiar al tirano. Las dos líneas narrativas se dan de bruces entre sí; no encajan nunca dentro de la historia general con la profundidad que debieren. Se condena al esquematismo, a la causalidad simplista a buena parte de las tramas, fundamentalmente a todos y cada uno de los flash-back que se insertan para aclarar los designios de Amadito, Antonio de la Maza, Viñas y Manuel Alfonso. Llosa debiera haber optado por aligerar de líneas dramáticas su adaptación. Quizás solo quedarse con la que atañe al personaje que interpreta Isabella Rossellini: el retorno de esa mujer marcada de por vida por unos hechos de brutal humillación, el enfrentamiento con su padre viejo y postrado, la revelación del secreto de su largo distanciamiento, hubieran llenado de argumentos a un posible guión mucho menos desequilibrado que el que aquí ha quedado construido , y por el que LA FIESTA DEL CHIVO queda convertida en una obra abonada al anecdotismo, de escaso vuelo, que no es, ni de lejos, el thriller político que pretende, ni el retrato analizador de un sangriento caudillo que debiera. Justo el que Vargas Llosa sí desentrañaba, ejecutaba en su portentosa novela.

 

Berlinale, día 1

Regresar a Berlín es volver a uno mismo. Llego a esta ciudad y tengo la sensación de que me estoy esperando con la bufanda hecha un siete alrededor del cuello. Será que ya me sé el frío que aguarda, y por eso me precipito en ella aliviando el aturdimiento que traigo zurcido en la piel. Berlín sienta como una hoguera en la escarcha. Desentumece los latidos coagulados en monotonía arterial. La nieve de Berlín tirita rescoldos, no apelmaza de temblores tu camino sobre ella. Se viene a esta ciudad a pisar los leños ardedores que velan tus huellas. Me gusta pasear esta urbe. Nunca acabo de saberla. Me gusta andar estas calles, porque, año tras año, cada vez que las reencuentro, definitivamente, me crecen las ansias de no querer jamás acabar de conocerme; de tener más fe en la incertidumbre. Uno no es la ciudad que acaba buscando. Para eso ya está Berlín.

Y en Berlín, la Berlinale, que es a lo que este menda ha sido aquí enviado.

Comienza la sección oficial con una estimable producción escandinava. A SOAP supone el debut tras la cámara de una joven directora danesa, Pernille Fischer Christensen. En ella se nos narra el conflicto emocional que se infligen una mujer, Charlotte, y su vecino transexual Verónica/Ulrik. A SOAP hace virtud de los escasos elementos dramáticos que maneja, y, poco a poco, va cuajando un sólido acercamiento a los temores que acechan a los protagonistas. Ambos se nos presentan como dos seres aferrados a sus apremios: ella, incapaz de afrontar con coherencia la determinación de romper una relación amorosa; el otro/a, obcecado en un total aislamiento, que viene a patentizar la confinación a la que él dice le tiene sometido su propio cuerpo. El problema es que Fischer Christensen tarda en plantear abiertamente el núcleo del dilema que viene a plantearse cuando los dos personajes comienzan a desenmascarar sus sentimientos. La primera hora del film se antoja un poco insustancial, morosa, desalentadora. Parece como si el temor a caer en lo increíble, en lo grotesco atenazara a la realizadora, excesivamente preocupada en dar verosimilitud detallista a la descripción de las existencias cotidianas de su particular pareja. Ahora bien, es a partir de la escena de la fiesta en el piso de Charlotte, sobre todo del primer beso, cuando A SOAP se desvela como un despojado, comprimido ejercicio pseudo-melodramático en el que se integran con todo espesor los otros dos (únicos) componentes secundarios que habían sido incorporados: la madre de Ulrik/Verónica, y la ex-pareja de ella. Fischer Christensen se maneja con comodidad por los escasos decorados que requiere su filme, sabe contagiar las asfixias existenciales que atenazan a los personajes, y acierta a combinar con destreza los distintos vaivenes intensivos que provocan las inseguridades de los dos vecinos, yuxtaponiendo algunos momentos de particular hilaridad (el perro, las exigencias de los clientes del transexual, algunas maldades de Charlotte), con otras escenas de altísimo voltaje dramático (la escena de la llegada, borracho, del ex, que concluye con violencia; las últimas conversaciones entre Ulrik y su madre, en las que abiertamente se manifiesta la nula aceptación familiar). Se palpa el temor de ambos ante la sorpresa de su mutuo reconocimiento afectivo: ninguno de los dos se acercan al ideal amoroso que persiguen, y eso provoca desavenencias, inseguridades, desplantes e insolencias, que la directora sabe encauzar con valioso apego. Hay, aunque con titubeos, buen cine danés después del Dogma trieriano.

Si hay un niño bonito hoy en día merodeando por la plaza de contestatario, moscacojonero, y francotirador que otrora cubrió con fiereza Tim Robbins, ese, sin duda, es el bello ex-doctor de urgencias sanitariotelevisivas George Clooney. Las varias nominaciones oscarísticas que atesora su demoledora BUENAS NOCHES Y BUENA SUERTE lo aureolan como auténtico poderoso "star" al que todo le está permitido, incluso la crítica al sistema, a la sociedad que lo vitorea, a los oscuros mecanismos del poder establecido en su muy democrático país. Este hermoso colega de Soderbergh, esta canosa madurez muy bien aprovechada como perchero de luxe de trajes de caballero vendidos en grandes almacenes ha embelesado a todos los flahses citados hoy viernes en la Berlinale. Ésta ha sabido entregarse al príncipe, sabedora de que es un filón de oro y glamour machón, y se ha prestado enterita a servirle su escaparate de la Postdamer Platz, para que la sonrisa varonil más dandy se traiga de sobaquillo su último elixir. Se llama SYRIANA, y, desde luego, es tarro que guarda esencias de perfume podrido. No porque cinematográficamente sea "Eau d´Estercolé, que no lo es en absoluto, sino porque tiene como objetivo destapar las heces que generan los tejemanejes de alta esfera, las turbias maniobras que emplean determinados grupos de poder económicos para no dejar de seguir teniendo derecho a la parte del pastel, cuando no es la tarta entera.

Aquí el pastel es negro, y no es de regaliz, ni de chocolate. Con la santa madre de todos los chapapotes nos topamos. Todos quieren el petróleo. SYRIANA exhibe su trama con el fin de denunciar la corrupción que anida en el sector financiero energético. De cómo éste tiene sometido a políticos, a agentes secretos, y a elevadísimos mandatarios, que no dudan en plegarse a sus intereses a cambio de tentadores privilegios. La película del también debutante Stephen Gaghan (reputado guionista de TRAFFIC) se propone la honesta, valerosa intención de describir el descarado trapicheo mercantil que se esconde detrás de la mayoría de los conflictos terroristas que asolan Oriente. Concretamente a los oscuros contubernios que las empresas petrolíferas de su país cometen en pos de un mercado cada vez más escaso, y al que el titán chino también ha echado el ojo. SYRIANA es un complejo entramado de conspiraciones por el que desfilan pérfidamente magnates, emires, abogados, banqueros, cabecillas de grupos terroristas, espías, caciques, ejecutivos, y guerrilleros fanáticos. Quizás sea ese el impedimento que la deteriora: lo descomunal de su entramado. Durante buena parte de su metraje, a lo que asistimos es a un galimatías de personajes que van apareciendo sin que el espectador tenga tiempo de asimilarlos, de adecuarlos a un mínimo engranaje narrativo clarificador. Más que de un guión, parece concebida desde un dossier, desde un documento secreto manejado por un periodista con ínfulas de reconocimiento universal. No es posible tratar con cierta hondura tan amplia variedad de temáticas: la corrupción de la industria petrolífera, la labor de los agentes secretos en ciertos países del tercer mundo (su mutación en mercenarios), la pobreza social generada por la fusión de grandes empresas, la captación por parte de grupos fanáticos islamistas de los miserables desencantados, la intromisión de los Estados Unidos en las altas instancias del poder de algunos países: su interés desmedido por la permanencia de regímenes en absoluto democráticos. SYRIANA peca por exceso de teclas. Es un puzzle embutido con piezas en trance de reventar. Por suerte, Gaghan imprime cierta tensión al relato en todo momento, y sucede que cuando este empieza aliviarse de filamentos, a concentrarse en torno a un solo asunto, cuando se clarifica la sopa de letras que hasta ese momento era la acción, la película, aunque muy tarde, llega a convencer, a impresionar: la soledad inútil, desesperada, de ese corredor exquisito y apaleado que Clooney borda con vehemencia deja poso. Enmarañada, esquemática, excesiva, pero también comprometida y contundente.

La participación austriaca se hace bien merecedora de este sabroso titular: "Y con ella llegó el engendro". Lastima de daga clavada en el corazón imperial de la muy "souvenirzada" Sisí. Al enfermo que ha concebido semejante descalabro prusiano, ya le podrían haber acariciado el meñique de manera tan incisiva antes de ponerse manos (o pezuñas) a la obra. El muy hijo de su emperatriz mamá se llama Michael Glawogger, y lo que nos ha traído a la hora del té, ha sido un melindro de textura alpina llamado SLUMMING. La cosa va, por un lado, de dos pijos imbéciles que se dedican a gastar su precioso tiempo libre en citarse con chicas a las que, sin ellas saberlo, ellos fotografían las bragas. Y, por otro, de un descerebrado barbudo y gordo, que no para de recitar poemas suyos por las calles de Viena, intentando que la audiencia se los compre. Aparece también una profesora de escuela disfrazada de ave con un pico muy largo, y una puta borracha que parece querer al pesado de la lírica. Miren, les ahorro el suplicio, si quieren boicotear el centenario Mozart que se nos viene encima, se la bajan por internet, y si no, yo, en heroico acto de sacrificio, les cuento como acaba: el pijo rubio concluye en Yakarta bailando folklore indonesio con unas nativas bajitas y rematadas en cardado topo; la maestra concluye con la prostituta vieja en un coche buscando al panzudo rapsoda, y éste, que por la mitad aparece cocidito del todo en plena estepa checoslovaca, finaliza su itinerario metido en el compartimento de equipajes de un autobús de futbolistas. Si lo que se pretendía era una metáfora de la dificultad que todos los seres humanos tenemos en ubicarnos, de la desorientación del hombre contemporáneo, el tal Michael lo que hubiera tenido que hacer es comprarse una brujulita, y colgársela de donde yo me sé. Por lo menos el hombre, para eso, sabría encontrar su norte.


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