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AL BORDE DE LA NADA
ELENI, LA TIERRA QUE LLORA DE THEO ANGEOLOPULOS

 

La película se abre con una secuencia ejemplar. En 1919 un grupo de hombres, mujeres y niños, refugiados griegos que huyen de la toma de Odessa por el Ejército Rojo, avanza hacia un río en el que se refleja su imagen. Mientras la voz en off de Theo Angelopoulos explica la situación y una segunda voz en off ( la de una autoridad policial o aduanera) interroga a los personajes visibles, el esbozo de una amistad entre dos críos se muestra en escena en medio del grupo hierático al que se le ha permitido instalarse en la frontera, "entre el río y la antigua columna". En este único plano secuencia, el cineasta rememora con fuerza cómo su cine es capaz de componer, mediante la afirmación hierática de la elección de una puesta en escena, la unión de varios fuera de campo saturados de intrigas humanas y políticas. Característico del cine del autor de Alejandro el Grande, el plano secuencia inaugural también lo es de la película que anuncia: Aquello que muestra evoca no tanto los tumultos y tormentos de un éxodo (sin mencionar las posibles convulsiones de unos cimientos nuevos), sino los funerales por la civilización perdida.

Desde sus comienzos (Reconstrucción, 1970), la obra de Angelopoulos se ha centrado en la relación con el pasado, tejiendo incansablemente el tiempo de los hombres, el tiempo de los pueblos y el tiempo de los mitos para construir un conjunto de reflexiones cinematográficas. Sus complejas construcciones narrativas y las amplias composiciones de los planos han propuesto una de las más ricas reflexiones sobre la historia del siglo XX de las que el cine ha sido capaz. Demostrado por sus películas de referencia que son Los cazadores, El viaje de los comediantes, Viaje a Cítera, El paso suspendido de la cigüeña y La mirada de Ulises, el trabajo del cineasta griego constituye sin duda alguna la única tentativa sistemática, en el contexto del cine europeo, de afrontar como una totalidad la historia moderna de este continente.

Angelopoulos no ha inventado solamente los relatos cinematográficos de la derrota de las esperanzas surgidas de la resistencia antifascista, del final del comunismo como ideología en decadencia en Europa del Este, y del final del bloque del Este como realidad geopolítica, con sus consecuencias sobre las relaciones entre generaciones, pueblos y países durante el transcurso del siglo XX. Angelopoulos ha inventado las formas cinematográficas necesarias para construir mediante el cine una reflexión singular sobre todas estas cuestiones. Lúcida, pesimista, esta búsqueda tomaba prestada las fuentes de la epopeya antigua, con el impulso panteísta del vínculo con la naturaleza, con la sensibilidad de los instantes de gracia, realistas u oníricos, extraídos del transcurso de la gran historia. Sirva como ejemplo la emocionante humanidad de Marcello Mastroianni caminando hacia la luz solar al tiempo que lo hacía hacia su destino en El apicultor, o la obstinada esperanza en otro lugar de los dos pequeños de Paisaje en la niebla.

Fuera de campo, se encontraban las tragedias, las traiciones, las renuncias, que saturaban el plano de soledad y melancolía; pero también se hallaba la infancia, los dioses, la repetida fórmula de la obstinación frente a la utopía, el extraño milagro de una mano sensual, de un cuerpo deseado, de una nieve para el encuentro o de un reflejo luminoso. Fuera de campo, a partir de ahora, en el cine de Angelopoulos ya no existe nada. La eternidad y un día, su película precedente ("enguantada de mármol, calzada con plomo", como dice Cirano en el instante de su muerte), anunciaba la noticia que Eleni lleva a cabo de un modo implacable.

La película toma el nombre de una niña pequeña, cuya existencia se sigue a través de la primera mitad del siglo XX, al mismo tiempo que el director evoca el nombre de Grecia en lengua griega. Se trata de un personaje y de una metáfora nacional cuyo trayecto es pintado por Angelopoulos con una paleta en la que no figura más que un único color, el negro. Es posible que el destino de la Grecia moderna sea tan sombrío que no merezca ningún otro toque cromático, existe la opción de contar el destino de un personaje abocado únicamente a la desgracia y cuyos sucesivos intérpretes, de diferentes edades, conservan imperturbables el mismo aspecto lúgubre. La película, que se presenta como la primera entrega de una trilogía dedicada a la historia del siglo, ambiciona situarse dentro del registro de la tragedia, ¿por qué no?. Pero la tragedia presupone la creencia en un más allá, en un vínculo (tan brutal y sombrío como pueda ser éste) con otro lugar "metafísico"(que puede ser tanto la creencia revolucionaria, como la mística cristiana o la poética del Olimpo). En otro caso, ya no se trata de tragedia, sino tan sólo de una depresión grave.

La contrapartida de este vínculo que se hunde sistemáticamente en el mundo y en la historia, en los humanos y en sus historias es la relación neurasténica que Angelopoulos parece sostener a su pesar con su propio cine: en su lentitud, en su tristeza en su duda profunda, en sus elecciones de puesta en escena encubre siempre la tensión emocional de una creencia en las fuentes del acto de filmar, quizás para comprender las situaciones más deprimentes. Cada plano parece contener el duelo de esta esperanza estética, que a pesar de todo también dejaba escuchar el eco de una esperanza política y existencial. A partir de ahora, cada plano secuencia parece la conclusión afligida de un proceso del que se esperaría en vano que poseyera virtud alguna. El hecho de retomar por sistema los parámetros habituales de la escritura de Angelopoulos (grandes movimientos de figurantes en planos generales, movimientos de cámara complejos, lluvias y brumas, visiones oníricas, -como en esta película el árbol de los corderos colgados o la inundación del pueblo-, saltimbanquis itinerantes, trenes en marcha o fuera de las vías...) se convierten en una especie de inventario mortuorio de una estilística en la que el actor habría dejado de esperar.

El plano con el que se abre la película parece retomar la larga y profunda meditación de un cineasta griego, balcánico y europeo al mismo tiempo, sobre la cuestión de las fronteras. Pero ya no se trata de otro lugar (geográfico, político, sentimental o filosófico)que delimita el río y el encuadre, sino de la nada misma. Así, uno recuerda la imagen magnífica de Los cazadores en la que los barcos aparecían surcando con las velas rojas de la esperanza revolucionaria enterrada. Se trataba de un plano de una profunda melancolía, pero en el que reverberaba el eco de otro mundo. El hecho de retomar este plano, en dos ocasiones en Eleni, -donde el negro ha sustituido al rojo-, no sólo señala un paso más hacia las tinieblas: parece transportar el duelo del mismo cine de Theo Angelopoulos.


Autor: Jean-Michel Frodon

Publicación: Cahiers du cinéma. Julio-Agosto 2004

Trad.y adapt.: E.Barriendos

Sitio web: www.cahiersducinema.com


 

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