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MORIR MATANDO
Los orígenes del llamado conflicto palestino-israelí son muy antiguos. Podemos, sin embargo, ubicar su historia más reciente en torno al año 1947, cuando la Asamblea Nacional de la ONU dio su visto bueno a la creación de un estado israelí, asentado en territorios palestinos. El desplazamiento, la huida de cientos de miles de ciudadanos árabes de aquellos territorios dio origen a un enfrentamiento que aún hoy –a pesar de la reciente retirada del ejército israelí de alguna franja ocupada- continúa. Desde entonces, causando la muerte de miles de seres humanos, se han producido dos guerras, la llamada de los Seis Días y la del Yom Kipur (ambas saldadas con dos aplastantes victorias del bando israelita), y se han originado, auspiciados desde el palestino, unos violentísimos levantamientos que persiguen poner fin a las tropelías judías consentidas por toda la desautorizada e impotente comunidad internacional: Éstos son las Intifadas.
La primera de ellas comenzó en 1987. Concluyó en 1993 con el advenimiento de los esperanzadores y, a la postre, inútiles acuerdos de Oslo. Tras la firma de éstos, la situación de los palestinos empeoró notablemente. Durante siete años, los distintos gobiernos israelíes habían logrado su objetivo de destruir la necesaria continuidad territorial palestina: las ciudades se transformaron en pequeños islotes rodeados de asentamientos de ilegales colonos judíos (como los que hemos visto este verano negarse a renunciarlos) incentivados, protegidos militarmente por la autoridad israelí, que, por ello, ha impuesto unos férreos controles en todas las carrreteras y circunvalaciones. Los frecuentes cierres de fronteras entre los distintos núcleos provocan pérdidas de millones de dólares diarios a la ya paupérrima economía de un Estado Palestino, imposibilitado, así, de un desarrollo social, político y económico real.
En Septiembre de 2002, Ariel Sharon, el hoy primer ministro del gobierno, y, entonces, ministro de defensa israelí, provocó un incidente (la visita de una mezquita muy venerada por todos los árabes, acompañado por unos dos mil soldados de su ejército) que, de inmediato, fue el detonante de la segunda Intifada: un nuevo estallido social, pero, en esta ocasión, mucho más violento que el anterior. Israel respondió con una nueva ocupación de alguno de los territorios autónomos. La tensa situación radicalizó la respuesta por parte de los palestinos, que, desde ese momento, no han dudado en alimentar una sangrienta espiral de violencia, utilizando de forma indiscriminada un "arma" prácticamente desconocida hasta entonces: las llamadas bombas humanas, jóvenes fanáticos que, con explosivos escondidos bajo sus ropas, se inmolan, haciéndolas explotar en lugares frecuentados por los judíos, ya sean restaurantes, discotecas o autobuses.
Sirva este amplio prólogo histórico de marco explicativo para introducir, con toda la pertinencia que merece, este film rabioso, tupido, contundente y turbulento que es PARADISE NOW, con toda justicia uno de los galardonados en la última edición de la Berlinale. La película persigue, con la paciencia precisa y calculada del reloj activado en un artefacto guerrillero, clamar la encolerizada realidad que sacude a toda esa franja de Oriente Medio, pero haciendo valer la óptica infrecuente de esos cachorros asesinos adiestrados por la resistencia terrorista allí enclavada. PARADISE NOW cumple con considerable arrojo la osada intención de instalarse en el ojo de ese huracán. Coordina, presta un rastreo ajustado, providente, aunque no exento de viscosa intranquilidad, de sus dos protagonistas, precisamente dos de esos jóvenes palestinos llamados a convertirse en dinamita transeúnte.
Su director, el joven Hany Abu-Assad, disecciona, indaga con verosímil minuciosidad en el comportamiento de ambos individuos durante las horas anteriores a su cita con la masacre. No toma partido jamás por tan cruento designio, puesto que la perspectiva desplegada los persigue con astuta reserva, blandiendo un esmerado y valioso alarde de ecuanimidad mostrativa. A PARADISE NOW no la cercena, no la neutraliza ningún tipo de condena apriorística. Abu-Assad no reprueba nunca la violencia con la que están dispuestos a actuar Saïd y Khaled. No le hace falta. Tal reprobación va implícita en la ausencia de maniqueísmo con la que aborda su asechanza. Le interesa mucho más el análisis sereno de la cotidianeidad última que respiran esos dos ultraconvencidos fieles de la barbarie, a los que de pronto reconcome la puya de una inesperada vacilación.
Estremece contemplar el celo mascullante, el mimo siniestro con el que son acariciados por los usurpadores de su razón, que los encaminan, los moldean a imagen de su fanatismo y les susurran los preceptos de su inmisericorde determinación. Sobrecoge asistir a la tensa, callada, presentida de fatalidad, postrera cena de ambos en sus respectivos hogares: ninguno debe contar los fatales propósitos del día siguiente; la cámara de Abu-Assad logra impregnar de luctosidad la desasosegante habitualidad que exhiben esas escenas: los acentuados encuadres en los que enmarca el conjeturante rostro de la madre de Saïd, son buena muestra de ello. Por otra parte, el realizador tampoco escatima ciertos apuntes jugosamente irónicos, aliviadores, introducidos con atrevimiento crítico en momentos tan desazonantes como la secuencia en la que se nos muestra a los protagonistas "vistiéndose" de bombas: uno de los colaboradores se zampa con fruición un bocadillo, mientras Khaled, con toda solemnidad graba el mensaje de despedida, mediante el cual se convence de su consagración como héroe.
El único problema que arrastra durante todo su metraje esta valiente producción palestina es la incorporación del personaje de Suha, la joven que regresa a Nablus. Ella nos introduce a los personajes y a la acción principal. En un principio, sí resulta muy eficaz la mirada que su llegada permite: las dificultades para cruzar los puestos de control israelíes, la visión de esas enormes hileras humanas desplazándose, su sorpresa ante las explosiones imprevistas, sirven para describir el conflicto física, territorialmente. Su perspectiva de ausente casi es la misma que la del espectador alejado del conflicto. Pero, una vez conocemos a Saïd y a Khaled, y ambos quedan configurados como los elementos principales (únicos) del núcleo dramático privilegiado por el relato, su potencial se desvanece, se desfigura; llega a resultar incómoda al despliegue narrativo que va estableciendo el seguimiento de aquellos dos. Acaba convertida en mero elemento discursivo, portador de u mensaje conciliador demasiado explícito. Teniendo en cuenta la deriva favorecida por la historia, da la impresión de que Abu-Assad no acierta con la presencia de este personaje; debería habérselas ingeniado, bien para conferirle una progresión distinta a la escogida, bien para hacer arrancar la historia sin su asistencia.
Mal muy menor, de todas formas, para PARADISE NOW, un film tan logrado como indispensable. Una pedrada en toda regla a la venda de la conciencia diplomática de los que siempre miran para otro lado.
(***) Recomendada a todos los convencidos de que la Historia sucede hoy.
Celso Hoyo Arce