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AUNQUE EL PATO SE VISTA DE FRED...

Con motivo del reciente estreno en nuestro país de la esperada última obra de Juan José Campanella LUNA DE AVELLANEDA, son abundantes las declaraciones de su equipo artístico las que, por obvios e imperativos motivos de promoción, están apareciendo en muchos medios de comunicación. En una de ellas, su famoso protagonista, el magnífico Ricardo Darín comenta la experiencia de un viaje a Hollywood con motivo de la presentación de la versión americana de uno de sus primeros éxitos, esa increíblemente gozosa muestra del nuevo cine argentino que fue NUEVE REINAS: “Tuve oportunidad de verlo y no me gustó nada. Fui con Fabian Bielinsky (el director) y salimos muy decepcionados. Estábamos deseosos de que nos gustara, pero no sólo no nos gustó sino que nos dimos cuenta de que no entendieron un carajo de por dónde iba la historia. Para ser sinceros, no creo que se pueda hacer nada mejor en una segunda versión. De alguna forma, es una falta de respeto para los autores el hecho de que el poderío americano decida comprar lo que se le cante el culo”. El inolvidable vástago de Norma Aleandro en la ya clásica EL HIJO DE LA NOVIA concluye admitiendo que, desgraciadamente, Argentina crea para que Estados Unidos no sólo compre, sino que destruya.

Lúcidas, esclarecedoras palabras las de Darín, que vienen como anillo sin señor a mi dedo Frodo para comenzar el redactado taconeo de aguja en el empeine que se merece esta correctilla e inútil revisión hollywoodiense de uno de los títulos más celebrados y vistos del cine asiático de la última década, la sensible obra del nipón Masayuki Suo DANSU WO SHIMASHO KA, aquí también traducida como ¿BAILAMOS?. No es que nos hallemos ante un lapidante y masacrativo ejercicio copiador que merezca una fulminante intervención yakuza en la epiglotis del director contratado para el calco. Lo que molesta, lo que enerva es la chulesca apropiación imperio-capitalista en la que va a terminar convirtiéndose el fundamental oficio de guionista dentro de las lindes -parece que creativamente agotadas- de la industria norteamericana actual. Los mandamases ya no se conforman con la compra de los derechos legales del best-seller del momento, para apresurarse a realizar la consabida adaptación de turno. Ya con insultante frecuencia lo que hacen es utilizar sus exhuberantes encantos dollariles en la captación de productos cinematográficos estrenados con alto índice de lucro allende sus fronteras, bien sean éstas las del extrarradio galo (la patética versión de NIKITA), las del español (la burda VANILLA SKY fotocopiada del Amenabar número dos, ABRE LOS OJOS. Almodóvar parece que resiste por el momento), las del reino de su majestad la reina (la mortecina parodia de EL QUINTETO DE LA MUERTE delinquida por unos muy hipotensos hermanos Cohen), las del imperio que colma de depresiones preñatorias a la triste Masako (el THE RING parasitado de RINGU) o las del argentino, anteriormente citado, que, por lo manifestado por Darín, no tiene pinta de que al culo de uno se le antoje dedicarle una canción o un tango arrabalero.

Reconozco que las alarmas de mi irritación resonaron por todo lo alto y con el politono de la triunfante eurojúnior de Ayamonte “Antes muerta que sencilla”, cuando al asomarme a la ficha técnica del danzante plagicidio tuve conocimiento de que la no muy escaldada guionista del guión adquirido y cocinado era la misma denunciable e infausta gestora de la escritura y la dirección de un espanto postalero, romanticoso y tópicotransalpino, protagonizado por mi adorada Diane Lane, que lucía por título BAJO EL SOL DE LA TOSCANA. Una tal Audrey Wells, encargada aquí de americanizar la dote nipona usureada, mediante acuerdo laboral con el, en sus inicios, muy interesante realizador británico Peter Chelsom, y con un grupo de excelentes actores, entre los cuales, por estupefacta, besuguera, y baladí expresividad no cabe incluir al “pretty” caballero Gere. Lo eclipsa interpretativamente hasta la quietud abetunada, impecable e inodora de un par de zapatos de claqué que le regala su peliculera esposa. El paso de los años, además de canas, va petrificando en su rostro una suerte de gesto alicatado hasta el techo, que va reduciendo su expresividad a pura moldura escayolera, casi imperceptiblemente mancillada por un rubricante matiz de pañal baby malayo corolando sus mofletes. Su único mohín reproduce admirablemente la inexpresión de una compresa de esas que anuncia Isabel Coixet. Cabe decir que su monoademán facial estirado y absorvente se apodera, incluso, de sus facultades bailongueras: luce la misma pose corsé palo de escoba tanto al principio, cuando se está iniciando en las cimbreantes artes de Fred Astaire, como al final, cuando cree que ya las domina. Más que a la inmortal pareja artística de Ginger Rogers, su destreza remite, homenajea las dotes para la danza de la rana Gustavo.

Se percibe en ¿BAILAMOS? la pugna deshaciente que le origina al director, por un lado, el abominable menester del seguimiento fiel a la insalvable propuesta que le hace su descansada guionista, y, por otro, su agradecible voluntad de desarrollar las posibilidades coreográficas que presenta la historia, sobre todo, en la parte central del filme, la que describe el proceso de aprendizaje de los personajes en la academia de baile. Chelsom se muestra mucho más cómodo, más cálido y distendido cuando repara en el encuentro de los personajes en el local de la Sra. Mitzi, en las primeras lecciones que se les imparte, en el desvelamiento de las motivaciones por las que cada uno de ellos ha acudido a tan singular recinto y en el disfrute que van a ir generando según se van haciendo más diestros. No se molesta, por el contrario, en otorgar un mínimo de credibilidad a toda la parte de la historia que concierne al ámbito familiar del personaje protagonista. No hay espacio para el ensamblaje de tan dispares elementos. La línea narrativa que se ciñe a las decisiones que va tomando la esposa es ridícula: la aparición de los detectives no puede ser más impresentable, innecesaria y absurda; no es comprensible la pasividad de su postura, ni se advierte una mínima explicación de la presunta crisis matrimonial que arrastra al protagonista a desviarse de su ruta diaria en el tren de cercanías. Por eso, la confluencia final, en la secuencia de la danzante competición, resulta del todo forzada y carente de fortuna. Los acontecimientos son hechos precipitar con atropello imperioso e injustificado. ¿BAILAMOS? Es una película fracturada, rota. Una es la película (mal) escrita, y otra es la realizada. Chelsom no se esfuerza jamás en camuflar los desatinos endiñados por la Wells, que encima de copiona, es chapucera: el reencuentro smokinado en la tienda no lo supera ni el “negro” que se agenció Ana Rosa Quintana para su novela.

(**)Recomendada para patos devotos de Gene Kelly

Celso Hoyo Arce