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WINTERBOTTOM INTERRUPTUS

Inquieto, imprevisible, interesante casi siempre, el joven cineasta británico Michael Winterbottom no deja de sorprendernos. Sigue manteniéndose muy fiel a ese imperativo autoimpuesto, según el cual cada nueva obra suya supone la presentación de un trabajo radicalmente distinto al anterior. Así pues, tenemos que, pendientes aún del estreno del muy mal acogido por la crítica thriller futurista CODE 46, a todos aquellos espectadores que aturdiera la conciencia con la desesperanzada crudeza del itinerario que padecía el niño protagonista en el desgarrador falso documental IN THIS WORLD, ahora el genial director de WONDERLAND (su obra maestra sin duda) les puede desquiciar la genitalidad si no se han informado previamente de que éste, con todo lujo de detalles bajos, a saco con el taco, y no siempre a pelo, le mete mano al porno en el presente, pasmoso, descabellante y errado "forever fucking musical party of two people" en el que acaba convertido este caprichito de las mil y una noches londinense, eléctrico, sin velos (y esperemos que sin X, y sin rombos censurantes) que es 9 SONGS.

Se le agradece a Winterbottom el intento de nadar en bolas y a contracorriente picada de la línea asquerosamente comercial, facilona, giligraciosa, violenta y llena de efectos especiales que marca la industria cinematográfica imperante. Es evidente que 9 SONGS es una merecida pedrada a la moralizante y puritana filosofía que ésta divulga con muchos dolares y muchos euros de presupuesto. La reivindicación tajante y gimiente de una forma de concebir el cine muy distinta a la trilladísima que inunda las salas de exhibición: cine como provocación, como experiencia lírica no narrativa. Un simple repaso a la filmografía Winterbottom permite concluir que nos hallamos frente a un absoluto creador, capaz de moverse libremente por el género que le viene en gana aprehender. No debe extrañarnos, pues, que, ya en las primeras imágenes de su 9 SONGS, sea muy saludable ser testigo del puñetazo atrevido que inflige, directito, con el mismo número de preámbulos que prendas de vestir lucen Kieran O`brien (Matt) y Margo Stilley (Lisa) la mayor parte del metraje, al abotargamiento inescandalizable del preponderante espectador acomodadín, de intelecto poco propicio y durmiente, que no puede consentir que un buen plano le destroce una mala y cara palomita de maíz.

La febril cámara del realizador muestra en imágenes los recuerdos de un geólogo que cruza en avioneta la superficie congelada de la Antártida. La visión impecable y elevada del gélido continente lo transporta indefectiblemente al tórrido traqueteo sexual en torno al cual gira de forma casi exclusiva una tan breve como intensa relación amorosa concluida en el pasado. Winterbottom reproduce sin argumento alguno, sin ningún tipo de racionalidad narrativa el brote obsesivo e inconsciente de ese episodio pretérito que lo asalta mientras vuela. Deja al albur de la memoria de su protagonista el desarrollo de los acontecimientos, y por ello éstos son prácticamente inexistentes: esa mirada retrospectiva no es capaz de evocar nada más que los puntos más álgidos, desinhibidos y sudorosos de toda esa historia. No hay tiempo para explicación alguna. La ausencia de estructura va implícita en el intento de captación por parte del director del primer instante de esa remembranza. Sólo le interesa el caos significativo de las sensaciones más inmediatas que le transmite la sorpresa de ese asalto emocional imprevisto: Matt de pronto se acuerda de Lisa y es sacudido por las impresiones más vívidas y voraces que retiene de su convivencia con ella. El realizador atiende mucho más al hecho de la evocación irreprimible en sí, que a permitir una clara exposición del asunto rememorado. Propone a su cámara captar la inmediatez, el nerviosismo, la anarquía vehemente e incontrolable de esos episodios, dejándola abandonada, dirigida únicamente por la urgencia contemplativa, distante y nada enjuiciadora de aquel.

Winterbottom ofrece una primera media hora arriesgadísima, subyugante, gozosa. Consigue lo que pretende mientras los tres únicos elementos que se plantea conjugar (el protagonista, los libérrimos encuentros sexuales de los dos amantes y los conciertos de rock a los que ambos asisten) van configurando una espiral extrañamente real, arrebatada de carnalidad y contacto físico provocador, desprovista de artefacto narrativo alguno, urdida a brote pronto por el deseo evocativo de Matt, y que se beneficia de la premeditada descolocación geográfica alcanzada gracias a la amalgama de sensaciones que transmite la contraposición de tres espacios bien distintos entre sí, muy hábilmente reorientados y hechos confluir. El frío, remoto e inhabitable continente blanco da paso al pensamiento introspectivo, cálido, cercano y excitado del protagonista. Éste nos transporta, acto seguido, al fragor turbulento, tumultuoso, y desmadrado de un concierto de rock, que desemboca, posteriormente, en la intimidad cómplice que propicia el apartamento de Matt, lugar en el que sin tapujos, y filmado con una tenebrista veracidad quizás nunca vista antes en los circuitos de cine comercial, los dos jóvenes practican el sexo una y otra vez. Resulta especialmente atractiva la yuxtaposición significativa que la puesta en escena establece entre los dos últimos. En el espacio público, abierto y compartible de las salas donde se efectúan los conciertos, las figuras de Matt y Lisa apenas sí son vislumbradas, son siempre confusas (qué pertinente es aquí el uso de las cámaras manuales de vídeo digital sin iluminación) Se nos escamotea, por ejemplo, el momento de su encuentro (que, además, es narrado en off). Sin embargo, en la casa, el espacio augurado por antonomasia para la privacidad, para la intimidad y el ocultamiento, el realizador opera, ejecuta con talento un brutal mostramiento corporal y sexual, abundante, explícito y continuado.

Esto es así, por lo radical que Winterbottom se muestra en su coherencia. No renuncia jamás a llevar su planteamiento inicial hasta las últimas consecuencias. Por eso las figuras de Matt y Lisa son prácticamente invisibles fuera del apartamento: no quiere saber nada de ellos fuera de allí; no aporta información interesante alguna acerca de sus vidas. Le importan menos como personajes que como cuerpos a los que contemplar arremetiéndose con todo lo que se pueden meter una y otra vez. Plantea toda 9 SONGS como un osado experimento que cuestiona la habitual mirada voyeurística del espectador clásico, mostrándole con alevosía y sin nocturnidad todo aquello que le ha sido negado siempre. Y lo hace, además, evidenciando siempre ese carácter experimental, improvisatorio y azaroso (inexistencia de guión, diálogos desarrollados mediante los trabajos del director con los actores en el rodaje, incorporación de escenas de los ensayos al montaje definitivo, etc.): Winterbottom acomete su trabajo como cineasta, en esta ocasión, con la misma insensatez, con la misma irracionalidad que expresa la atracción obsesiva de sus personajes. Y esto, penosamente, acaba pasándole factura.

Hay un momento en el que la espiral perturbadora que configura la fricción de los tres espacios definidos anteriormente (Matt en el avión, los conciertos, los amantes) se queda sin el halo travieso, turbulento y sugerente que la había ido conformando. Winterbottom sucumbe a la tarea experimentadora propuesta. Los márgenes que acotan tentativa tan loable son tan estrechos que acaban alzándose como obstáculos verdaderamente infranqueables, y esta primera torrencial refriega de imágenes rompedoras y aventuradas terminan por descubrir su engranaje, cuando precisamente habían basado la difícil fragilidad de su creación en la total inexistencia del más mínimo andamiaje estructural. Todo adquiere la frialdad, y la monotonía de un espectáculo previsible, aburrido y herrumbroso. El mismo Winterbottom es consciente de los riesgos asumidos en el empeño. Se muestra sabedor de que los encantos no pueden durarle duros mucho tiempo, cuando decide prescindir del metraje habitual de cualquier film. El suyo es de tan sólo sesenta minutos… y, por lo menos a quien esto escribe (sé que al eminente director de esta revista en el pase de la película dentro del Festival de San Sebastián le pareció todo lo contrario: ¡El Peine de los Vientos sabrá que clase de pincho habría engullido su boquita previamente!), los treinta finales se le hicieron realmente interminables. Apechugar con la complejidad de un relato cinematográfico que se niega a ser esto mismo sin darse ningún tipo de tregua es una tarea que encierra no pocas dificultades. Para huir de estos dos personajes, Winterbottom esgrime únicamente la voz narrativa exigua que le prestan las magníficas letras de las canciones que tocan los distintos grupos que van apareciendo. Sin embargo, de la misma forma que observamos un cierto itinerario eróticoagresivo en la historia sexual central –desde el sigiloso, sombrío primer encuentro hasta el, por previsible, discutible desenlace felativo, eyaculatorio y penetrador-, si exceptuamos el detalle pianístico de la gratuita aparición de Michael Nyman, la filmación de los conciertos se queda en consabida ya a la tercera performance.

A partir de la escena en la que Matt venda los ojos de Lisa, y la ata a los barrotes de la cama para efectuarle una concienzuda linguscopia, los dos personajes comienzan a hablar, se les ofrece la oportunidad la palabra: dan rienda suelta a alguna fantasía, discuten, muestran sus deseos. Es aquí donde desvelan su escaso atractivo, donde 9 SONGS se convierte más en un pseudoporno, en un X postmodernista que en el film de personajes contemplados a través del sexo que insinúa su autor. Una cosa es que Winterbottom deje patente su interés en la nula descripción de aquellos, y otra es que éstos carezcan de él ya desde el primer momento; que se antojen, más allá de la disposición in crescendo que prestan al catálogo kamasutra al que se ven abocados, como elementos impedidos, difuminados, desprovistos de la entidad dramática necesaria que para permitir el avance del relato (aunque éste sea no narrativo). A Winterbottom, le falta la mirada enferma y conflictiva que Lars Von Trier otorgaba a la protagonista para hacer arrancar LOS IDIOTAS, o la disección descarnada de los personajes que Patrice Chéreau conseguía en INTIMIDAD. Lo suyo, finalmente, se queda en escandalito verde con mucho chichi y con mucho nabo.

(**)Recomendada para sesudos cinéfilos pasados de afrodisia por exceso de alguna que otra ración de almejas a la marinera en mi amada Donosti.

Celso Hoyo Arce